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Al Otro Lado de la Vida

Bárbara despertó sobresaltada, tomando una gran bocanada de aire que le provocó una arcada. Estaba tumbada de espaldas sobre algo mullido. No obstante, le dolían todos los huesos y las articulaciones, y acarreaba una gran jaqueca. Ignoraba dónde estaba y dedujo que se encontraría en algún lugar cerrado, puesto que no podía ver nada. Empezó a sentirse incómoda y decidió salir de ahí cuanto antes, pero al tratar de incorporarse se golpeó la frente contra algo duro y cayó de nuevo sobre esa especie de colchón que, por otra parte, era muy cómodo. Trató de mantener la calma pero le resultó imposible. Quería salir de ahí, y quería hacerlo cuanto antes.

Levantó las manos y tanteó arriba y a los lados, encontrando una frontera en todas las direcciones posibles, hasta darse cuenta que estaba encerrada por todos los flancos en una especie de caja hecha a la medida de su cuerpo. No tardó mucho en darse cuenta que la habían metido en un ataúd. Entonces empezó a ponerse nerviosa de verdad. Trató de recorrer con la mente todo lo que había hecho antes de perder el conocimiento.

En su interior empezó a tomar fuerza la idea de que estaba enterrada, al menos dos metros bajo tierra, y que jamás saldría de ahí, que enseguida se le acabaría el oxígeno y se ahogaría, enterrada en vida. Eso acabó por destrozarle los nervios. La angustia y el miedo empezaron a hacer mella en su ya maltrecha estabilidad emocional, y comenzó a golpear con fuerza y sin medida la tapa del féretro que la contenía. Muchos fueron los esfuerzos, mucho el daño que se hizo en los nudillos, pero todo resultó inútil. Colocó las palmas de las manos en la tapa y empujó con todas las fuerzas que le quedaban, pero el resultado fue el mismo.

Empezó a respirar agitadamente, presa del pánico, tratando de alejar de su mente la inevitable imagen de su muerte, y se dio media vuelta. Al hacerlo vio que de la esquina inferior del cajón de madera emergía un leve hilito de luz, proveniente del exterior. Ese simple dato le dio fuerzas para seguir luchando cuando ya prácticamente se había abandonado a la consternación. Creyó que tal vez no fuera demasiado tarde para salir de ahí. Volvió a dar media vuelta, notando cada vez más pequeñas las dimensiones, sintiendo una extraña sensación, como si el espacio que la albergaba se hiciese cada vez más pequeño. La claustrofobia empezaba a filtrarse por sus poros.

La mandíbula y las manos comenzaron a temblarle y empezó a sentir frío en la punta de todos sus dedos. Luchó una vez más por abrir la trampilla que le permitiría salir al exterior y al no conseguirlo, se puso cada vez más nerviosa. Golpeó con furia y empezó a gritar sin control, pidiendo ayuda desesperadamente, confiando que alguien, que alguien sano, le oyese y fuera en su ayuda. Sabía que así tan solo conseguiría atraer a quien no era bienvenido, pero eso ya le daba igual, no quería morir ahí dentro. Prefería salir aún a sabiendas que ahí estaría más segura y tendría una muerte más digna que la de muchos que le precedieron desde que empezó esa pesadilla.

Todo esfuerzo resultó inútil. El llanto siguió al los gritos, y los golpes se fueron haciendo cada vez más débiles, a medida que se iba abandonando al pesimismo, con una convicción cada vez más clara de que esa sería su tumba. Acabó por dejar de golpear la tapa y notó como se le secaban las lágrimas que habían corrido por su piel hasta mojar el interior de sus orejas. Fue tranquilizándose poco a poco hasta que consiguió que su agitada respiración se transformase en un ligero silbido. Consiguió tranquilizarse por unos minutos, limitarse a pensar, intentando no dejarse llevar por el pánico otra vez, pero todo esfuerzo parecía inútil.

Entonces se dio cuenta que estaba inmersa en el más absoluto silencio. Desde que despertase hacía ya casi media hora, no había oído absolutamente nada. Fue el contraste el que le hizo percatarse, al oír un ruido lejano que le devolvió rápidamente al mundo real. Aguantó la respiración por unos segundos para oír mejor, y acabó determinando que se trataba de un ladrido. Dondequiera que estuviese había un perro, y si ese maldito perro había conseguido sobrevivir al éxodo, ella no tendría porque ser menos. Se quedó oyendo unos segundos más, pero ya no había rastro alguno del ladrido. Empezó a creer que lo había imaginado.

Sabía que si se quedaba ahí quieta no conseguiría nada más que morir encerrada, de modo que decidió afrontar su destino, sin importar cuales fueran las consecuencias. Los precedentes indicaban que no conseguiría nada empujando la tapa, hasta ahí había llegado su entendimiento de la situación, de modo que trató de buscar una alternativa, aunque pareciese imposible dadas las circunstancias. Empezó a golpear con los hombros los lados del ataúd, tratando de impulsarse cada vez con más fuerza, sin saber muy bien lo que pretendía conseguir con ello. Los primeros golpes resultaron inútiles, pero luego ocurrió algo.

Un nuevo impulso hizo que el ataúd cediese un poco, moviéndose ligeramente hacia un lado. Tenía ya los hombros doloridos, pero esa buena noticia le llenó de fuerzas para continuar luchando. Dio más y más golpes. La mayoría de ellos resultaban igualmente infructuosos, pero de vez en cuando veía como el ataúd se movía ligeramente, lo cual aún le daba más fuerzas para seguir. Cada vez más confiada, haciendo caso omiso al punzante dolor que acarreaba en los hombros, continuó dando bandazos de un lado al otro, con mayor fuerza y convicción a cada golpe, hasta que algo le hizo parar.

Llegó un momento en el que oyó un fuerte golpe. Parecía como si algo muy pesado hubiese caído al suelo y se hubiera roto, pero ella apenas se había movido unos centímetros. Volvió a quedarse callada, respirando agitadamente, con el corazón latiéndole a toda velocidad. Fue entonces cuando comprendió lo que había ocurrido. Una amplia sonrisa se dibujó en su ajada cara al tiempo que se disponía a dar el siguiente paso, que no sería más que el comienzo de una larga odisea.
1217725 de agosto de 2010

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