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La Mesita Maldita

Mario, sudoroso, movió con la mano la figurita de Lladró hacia el extremo izquierdo de la superficie de la mesita. Esperó unos instantes y le dio un golpe, ésta cayó al suelo rompiéndose en mil pedazos. Sonrió con nerviosismo, y mientras se secaba la mano ensangrentada con la camisa, que le regaló su madre en su cumpleaños, miró fijamente los trozos que estaban esparcidos por el suelo. Abandonó el comedor, se adentró en la cocina, se puso de cuclillas, y observando un cuerpo tendido en el suelo, dijo:  te he repetido mil veces que no pongas nada en mi mesita y menos tus figuritas de mierda, ¿me entiendes? ¿No me dices nada?. La cara de Mario describía una mueca grotesca, como si se hubiera puesto una máscara del carnaval de Venecia. Se agachó y se aproximó al cuerpo que estaba rodeado de una negruzca mancha de sangre. Levantó la cabeza del cuerpo y le dijo, con voz entrecortada: esa mesita, mamá, era lo único que te pedía que no utilizaras, ¿lo recuerdas? Nunca me has escuchado y siempre me has tratado como un imbécil; ya es hora de que tome yo mis decisiones, ¿no crees?. Mario sacó lentamente el cuchillo que estaba incrustado en la espalda del cuerpo de su madre. Mientras lo sacaba, hizo un movimiento extraño con la cabeza, pareció que se iba a desencajar del cuello, y dijo: No me vas a humillar más. No soy tan inútil, ¿verdad? Gracias a tí, mamá, ahora me siento libre. Mario se estiró boca arriba al lado de su madre y miró hacia el techo de la cocina. Se hizo un largo silencio, y gritó:  ¿Qué dices? No te oigo. Sonrió y se puso de rodillas, alargó su mano hacia la oreja de su madre, la estiró y empezó a cortarla con el cuchillo. Se reincorporó y se puso de pie con parsimonia. En una mano llevaba el cuchillo que goteaba abundante sangre, y en la otra, la oreja de su madre. Salió de la cocina, volvió al comedor y se sentó en el sillón preferido de su padre, que estaba al lado de la mesita. Su mirada se congeló con la imagen de la oreja que sostenía en su mano. Parpadeó, varias veces, compulsivamente; acercó la oreja a sus labios y, casi susurrando, le dijo:  ahora mamá, te he de dejar porque papá está a punto de llegar y quiero hablar con él. Sí, sí, mamá, tengo que hablar con él. No creo que esta vez se atreva a pegarme. Solo quiero preguntarle porqué ha dejado encima de mi mesita sus asquerosas figuritas de militares.

Mario dejó caer lentamente la oreja al suelo y clavó sus ojos en la puerta de la casa.
Era la hora de comer.
A.m.p29 de abril de 2017

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