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Kuoríchic

1 Silencio estremecedor.

En cuestión de segundos, reconecté con la realidad en mitad de la oscuridad sofocante. Me había sobresaltado la sensación de precipitarme al vacío. Abrí los párpados y traté de incorporarme, pero el abatimiento físico y mental me impidió flexionar toda articulación. Cada latido era más contundente, como un redoble de tambor in crescendo que reverberaba incansablemente en mi pecho. Profundo, aunque lejano. Intenté recuperar el aliento, respirando con ansia el calor seco del ambiente. Grité en lo que apenas fue un leve hilo de voz.

Transcurrieron varios minutos hasta que mis músculos se hubieron relajado. Sólo entonces traté de comprender la situación, pero por más que me esforzaba mi mente no albergaba ningún recuerdo, ningún punto del que partir, nada materialmente conexo donde aferrarme. Apenas un velo de confusión y un cuerpo pesado e inútil.

Sí pude dar algo por sentado: aquello no era mi hogar.



2 En el norte de México, el jefe tarahumara Puáloc Reyes golpeaba con energía inusitada un gran tambor de piel de llama en la plaza mayor de Guachochi. Su percusión se entrelazaba con la hipnótica melodía de otros instrumentos ancestrales, naciendo un melancólico brillo en los ojos de la multitud allí congregada. Pronto las lágrimas afloraron, incontenibles.

Muchos hombres y adolescentes seguían el ritmo folclórico con frenéticos bailes tribales, ataviados con los ornamentos típicos de una ceremonia fúnebre: coloridos tejidos estampados, pintura corporal y grandes coronas de plumas blancas. Las mujeres entonaban viejas canciones al cielo, ecos alegóricos de una lejana batalla entre el bien y el mal que escapaban más allá de la Sierra Madre, perdiéndose en un granítico desierto de cañones y desfiladeros.



3 Dicen que la falta de luz agudiza los sentidos. En el suelo, espalda contra pared y rodillas dobladas, me encontré a ciegas tanteando la negra materia de la que está constituida la oscuridad, esperando percibir cualquier rumor insignificante. Extendí un brazo tembloroso y rocé un muro enfrente de mí, liso y templado. En un instante reviví el auténtico pavor que me causaban los espacios reducidos, algo que padecía desde los doce años.

Náuseas, gotas heladas de pánico resbalando por mis mejillas y la tremenda opresión de encontrarme a solas en un lugar estrecho e incógnito.

De repente, con un tintineo similar al de los tubos fluorescentes cuando se encienden, el interior de la habitación se bañó de una intensa luz roja, parecida a la que se utiliza en las cámaras de revelado fotográfico. Mis pupilas se contrajeron dolorosamente, y mis retinas enfocaron más claramente la situación: me hallaba en una estancia cerrada, un cubo más o menos perfecto de menos de dos metros de lado en el que todo parecía venírseme encima. No había ventanas, ni tan sólo una triste rendija para poder inhalar aire puro.

No había salida. La realidad se había desplegado ante mí resultando ser angustiosamente material.



4 A pesar de que sobre las ceremonias tarahumara habían recalado inevitables influencias cristianas, aún tenían un peso decisivo los vestigios rituales y las enigmáticas creencias de la región. La más importante evocaba el eterno enfrentamiento entre el dios principal, Onorúame, y las criaturas infernales que atormentan a los hombres. Cada año en Semana Santa se le rendía tributo mediante alegres danzas y cánticos en grupo, dedicados a su poder y a su creación, a la tierra, al equilibrio y también a los antepasados.

Pero en aquella ocasión, horas antes de que dieran inicio las celebraciones, todos en Guachochi guardaban duelo por la muerte de Náhten, el primogénito de Puáloc. Había resultado herido de muerte unas horas antes a manos de un chabochi, un forastero. Uno sin escrúpulos y de sangre helada.

Aquella noche los matachines, bailarines vestidos con vistosos atuendos religiosos y máscaras de madera y guano, danzaban en homenaje al difunto. Para los tarahumara la muerte suponía una gran transición, así que debían garantizar a su congénere que ésta fuera lo más plácida posible. Así, la ceremonia materializaba la condolencia de los vivos pero, sobre todo, era también el último festejo para las almas cuya hora de emigrar había llegado.

La fiesta se apoderó de la noche pero, al amanecer, el cielo se tiñó de rencor. Rencor para aquellos que privaban de paz a los demás y mataban a sus gentes. Era el momento de tener preparada la kuoríchic, la habitación de reflexiones, un pequeño cubo de madera forrado con tela roja donde tradicionalmente se depositaban las cenizas del fallecido y, de forma simbólica, cuatro oraciones sagradas. Las cuatro debían estar metafóricamente relacionadas con sus actos en vida y eran recitadas en privado por el chamán de la comunidad, que a menudo también insertaba algún amuleto u objeto personal. La caja, que se arrojaba después al río Conchos, simbolizaba en realidad una petición de los tarahumara a Onorúame, clamando la purga espiritual de los que habían actuado causando gran daño a su pueblo.

A los injustos que, como animales enfurecidos, había derramado sangre inocente.



5 A poco menos de cincuenta kilómetros, en la ciudad de Chihuahua, un descapotable blanco estaba detenido frente a la entrada de un edificio de oficinas. Una figura arrogante con un traje de color crema había salido de él minutos antes y se hallaba ahora de pie frente a un austero escritorio. Un par de metros por detrás, un hombre de mediana edad que sujetaba con ambas manos un pequeño maletín apoyaba la espalda en el umbral de la puerta. El primero hablaba con un pausado pero grave acento estadounidense. Su rostro quedaba misteriosamente ensombrecido tras su sombrero de ala ancha. El segundo sostenía en silencio una expresión vacía y no apartaba la mirada de su superior.

Al otro lado de la mesa del despacho estaba sentado un anciano de aspecto pulcro y mirada escrupulosa, que hablaba y gesticulaba escogiendo cada palabra con sumo cuidado. Como salvaguardado tras una muralla infranqueable, iba rebatiendo todos los argumentos del enigmático representante del Grupo Federal de Electricidad a pesar de la enorme tensión. La vida y el trabajo le habían enseñado a conservar siempre la calma, y también dotado de un carácter profesional y poco maleable. No iba a dejarse seducir ni engañar por el veneno que escupía aquel gringo.

Manuel Calvo había dedicado once años de su existencia ejerciendo de secretario personal de Teresa Moreno, la joven coordinadora de la asociación MUNCHI, una comisión autónoma escindida años atrás del gobierno mexicano y destinada a la protección y a la comprensión del entorno y la cultura indígenas del país. El cometido fundamental de la delegación ubicada en Chihuahua era el de ocuparse de las cuestiones relacionadas con los derechos y las decisiones del pueblo tarahumara. Cuestiones como la que, en aquel instante, se discutía en el despacho con ferocidad. Meses atrás, el asunto que los de la compañía eléctrica se traían entre manos había degenerado en constantes refriegas con los indígenas de la zona. Ahora que los problemas seguían en aumento, era el momento ideal para que MUNCHI mediara directamente sobre el conflicto.

Pero existen cosas difíciles de arreglar.

Con el ceño fruncido por la furia, el tipo del sombrero sacó una pequeña pistola Ruger apartando la solapa de su traje.

Apuntó directamente a Manuel mientras a éste se le humedecían los ojos, por primera vez en años.
El hombre del maletín, con la misma expresión impertérrita, bajó la cabeza, cerró los ojos y apretó los dientes.



6 Sin ninguna orientación ni noción del tiempo, observé con recelo los cuatro muros que me separaban de la libertad. Como un animal asustado acurrucándome en una jaula hermética, inicié una guerra sin armas ni defensa contra temores que desconocía y que no podía ver. “¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Cuánto tiempo ha pasado desde entonces?”

“¿Habrá alguien esperando fuera?”

Cada centésima de milésima de cada segundo se rompía en mil horas, mientras seguía en disputa con mi propia conciencia por un pedacito de cordura.

Me fijé en la estructura del habitáculo: toda ella parecía construida a base de planchas de acero. Cerré los ojos para no encontrarme de nuevo con aquel estrecho vacío, con aquellas asépticas paredes metálicas a las que la luz teñía de un intenso color sangre.

Sangre.

Una imagen, un pensamiento fugaz, una fotografía velada al instante. “¿Puede ser que algo encaje?” Una especie de volátil revelación me produjo desconcierto, manteniéndome la mente ocupada durante un rato. No imaginé que esa sería la primera manifestación de un recuerdo que me ayudaría a escapar de aquella horrible prisión.

Fue cuando de súbito oí un estruendo lejano, por encima de mi cabeza, que me resultó conocido. Un escalofrío me cruzó el espinazo de arriba a abajo.

“¿Alguien ha disparado?”



7 Teresa Moreno no estaba dispuesta a claudicar ante las amenazas y coacciones que los ejecutivos del Grupo Federal de Electricidad estaban lanzando contra ella y su asociación. Dadas las circunstancias, aquella misma mañana se había desplazado personalmente a la aldea de Guachochi, con la intención de dialogar con su líder y explicarle la compleja situación.

Había pedido a su secretario Manuel que tomara provisionalmente las riendas de la delegación mientras ella permaneciera ausente, y que tratara asimismo de entretener al duro representante del Grupo para
conseguir más tiempo.

Teresa condujo hasta el pueblo tarahumara. Afortunadamente, una persona que podría ser adecuada para el encuentro y ejercer a la vez de intérprete se había ofrecido a acompañarla al partir: un tipo corpulento, de facciones marcadas y cabello trenzado que, como ella, superaba por poco la treintena.

Respondía al nombre de Náhten Reyes.



8 Puáloc Reyes encabezaba y guiaba al grupo sorteando las angostas gargantas y desfiladeros de las Cumbres de la Tentación. Enfilaron velozmente un camino bien conocido por los tarahumara, una ruta escarpada que serpenteaba desafiando el límite de los barrancos. Caminaban deprisa en las pendientes y corrían rápido en algunos tramos llanos, pues esta era su famosa forma de desplazarse por el desierto rocoso.

El camino terminaba abruptamente en el cañón tallado por el Conchos, un caudaloso afluente del conocido como Río Bravo. Como dictaban las leyes antiguas, depositarían en sus aguas sagradas la kuoríchic, abandonándola en su periplo hacia el Golfo de México. O hacia las puertas del hogar divino de Onorúame. Aunque lo más probable siempre sería que la pequeña caja atrajera la atención de coyotes y pirañas, o que acabar perdida en alguna gruta subterránea.

Cuando llegaron a su destino, el sol de mediodía brillaba sobre sus cabezas en un cielo despejado. Una pareja de halcones sobrevolaba en círculos un montículo de vegetación y rocas en un lejano meandro del río. Puáloc hizo una señal con la mano a los demás y descargó el paquete que llevaba colgado en el hombro, dejándolo en el suelo con cuidado. Deshizo los nudos que sujetaban en su interior a la habitación de las reflexiones y la extrajo alzándola con las manos.

“El trágico fin de otra etapa”.



9 De forma inesperada, se precipitó sobre mí una refulgente lluvia de chispas eléctricas, precedida por un contundente golpe en el exterior. Me sacudí rápidamente los fragmentos llameantes de la ropa y observé que caían directamente de una estrecha fisura en el techo del cubo, originada por una deflagración. Una maraña de cables se agitó chocando contra las paredes a través del agujero en el acero retorcido, como una culebra lista para atacar. Aparté inmediatamente las manos desnudas del suelo y me protegí la cabeza con ellas. Era un milagro que, en una cárcel de metal fatalmente electrocutada, siguiera aún con vida.

El aire de la habitación quedó impregnado de ceniza en suspensión y hedor de plástico quemado. A través de la grieta comenzó a penetrar un denso humo negro. Creí ver en él imágenes de mi vida, ahora mucho más nítidas. Vislumbré en ellas hechos y caras conocidas que tal vez podía descifrar.

Sin embargo, la prioridad máxima era salir de aquel sitio o morir de asfixia.



10 Cuando la kuoríchic flotaba ya en las aguas relativamente tranquilas del Conchos, alguien del grupo advirtió a Puáloc sobre la presencia de un creciente resplandor rojizo cerca de un montón de piedras y troncos partidos en la orilla del río, lejos de su posición actual.

Recordó apesadumbrado la historia contada por su hijo cuando éste se presentó en las puertas de Guachochi el día anterior, prácticamente arrastrándose, con la ropa empapada en sangre y varios huesos fracturados. Sosteniendo una mirada agonizante, sólo consiguió reunir fuerzas para pronunciar entre lamentos un nombre chabochi, uno que Puáloc reconoció. Después, Náhten se rindió a un sueño profundo del que despertaría en un mundo distinto.

El líder tarahumara se acercó con paso seguro al meandro. Apartó bruscamente varias plantas y ramas caídas y se embarró hasta los tobillos en la orilla. Una pistola con la empuñadura y el tambor rotos yacía entre los hierbajos. Pero había mucho más. Lo que vieron sus ojos a través de las enormes piedras le afligió y sorprendió a la vez.

El destino era tan inescrutable como increíblemente inesperado.



11 Mi cerebro albergaba ahora un cúmulo de ideas que, a ritmo desenfrenado, chocaban, se complementaban y contradecían, se mezclaban entre sí... El pánico tomó la forma de una carretera de curvas imposibles...

Sangre roja y espesa... Fuerza eléctrica... El humo me irritaba la garganta, tendía a transfigurarse en sombras irreales... Me desplomaba una y otra vez de cabeza al vacío, abandonándome al pozo profundo del miedo...

De nuevo, dormí...



12 Los últimos tiempos no estaban resultando ser especialmente prósperos para la comunidad indígena de la zona, formada por un entramado de pequeños asentamientos agrícolas dispersos entre las montañas cuya identidad se perdía en los tiempos modernos y, con ella, sus gentes.

Nómadas por necesidad, los tarahumaras sufrían más que nadie la escasez de tierras fértiles, dependiendo progresivamente de las provisiones y servicios básicos ofrecidos por las ciudades próximas, los mismos núcleos urbanos donde las nuevas generaciones acudían en búsqueda de oportunidades. Este había sido el caso de Náhten Reyes.

Náhten comenzó a colaborar con MUNCHI por la causa de su pueblo y, sobre todo, para obtener sus primeros sueldos. Como los demás, se opuso al proyecto de construcción de la infraestructura eléctrica que planificaba dos nuevas centrales térmicas en el corazón de la Sierra Madre. Una obra titánica respaldada con una inversión multimillonaria por parte del Grupo Federal de Electricidad, que también supondría el desalojo y destrucción de Guachochi y alrededores. Su cuna y hogar.

Sus convicciones fueron sólidas, pero más fuerte despertó en su interior el magnetismo del dinero y la adicción a los estupefacientes. A cambio de una promesa de exóticos placeres y riqueza ilimitada, Náhten vendió en secreto su alma a los chabochi despiadados. Tal vez para siempre.



13 Con la ayuda de dos hombres jóvenes, Puáloc terminó de apartar los troncos más pesados y de retirar la maleza. Diversas rocas desprendidas impedían adentrarse más en el río. Un reguero de sangre seca se dibujaba sobre algunas de ellas como un trazo de óleo en un lienzo de líquenes. Medio sumergido en el agua, un aún humeante amasijo de hierros, vidrio y trozos de plástico abrasados debió ser el origen del fulgor colorado.

Detrás de ellos, la abrupta pared de roca del cañón se erguía más de cien metros en vertical. Una oscura y trémula silueta se recortaba contra el cielo mexicano en lo alto.

La silueta de un reluciente descapotable blanco.



14 Terminé perdiendo el control. Habiéndome considerado siempre a mí misma como una mujer fuerte y luchadora, entendí que, en definitiva, aquello me superaba. Pero aún no me sentí condenada.

Reflexioné sobre mis opciones. Tenía que lograr apaciguar mis sentidos desbocados, pero no fue necesario. Una luz blanca, pura, que creí que penetraba por el agujero del techo, invadió mi persona y me embelesó. Percibí las gotas de agua templada en las mejillas, el olor del incienso y de las rosas del desierto. Pude respirar de nuevo la brisa fresca, el aire libre.

Como una tira de celuloide proyectada aceleradamente ante mis ojos, ante mi vida, mis pensamientos dejaron de ser poco a poco una mancha heterogénea. Eran las sensaciones que me hacían sentir como en casa, cerca de los tarahumara. “Tarahumara...”

Tarahumara como el profundo golpeteo de tambores que no era mi corazón encabritado, sino su típico ritmo fúnebre, que parecía aflorar del interior del mundo. Tarahumara como los despeñaderos infinitos de sus tierras. Barrancos por los que, en una batalla entre el bien y el mal, caía incontables veces en mi sueño.

Tarahumara como él.

Como el que me había encerrado en aquella asfixiante caja de reflexiones.



15 Totalmente colocado, Náhten miraba de reojo a Teresa con disimulo, mientras ella conducía concentrada en las cerradas curvas de la carretera de gravilla que guiaba hasta Guachochi. Había aguardado el momento justo para actuar y, aún a sabiendas de las terribles consecuencias morales que podrían atormentarle el resto de su vida, estaba convencido.

Su desmesurada ambición era mucho más potente.

Sin decir palabra, el tarahumara se abalanzó sobre Teresa sin dejarle tiempo ni espacio para reaccionar. Sorprendida y aterrada a la vez, trató de deshacerse de él mientras éste vociferaba algo ininteligible y le agarraba el cuello con fuerza desatada. Tenía las manos grandes y ásperas, las pupilas dilatadas y la mirada perdida. Estaba completamente fuera de sí y pronto ella también lo estaría si no lo evitaba.

La mujer trató de agarrar rápidamente el volante al descubrir que el Land Rover se acercaba peligrosamente al abismo. Incapaz de ver ni actuar con claridad, hizo virar el automóvil bruscamente y los neumáticos que rozaban el borde del precipicio chirriaron y levantaron una densa nube de polvo. Una de las ruedas traseras quedó suspendida al vacío y provocó una sacudida violenta.

Teresa, que luchaba por conservar el conocimiento, sintió entonces un brutal golpe en la sien que la dejó sumida en un profundo sueño. El coche se balanceó hacia atrás inclinándose ligeramente hacia el barranco. Náhten logró esquivar su muerte saltando del vehículo un segundo antes de que éste perdiera completamente el equilibrio. Pero para ella difícilmente habría salvación.

El todoterreno rojo propiedad de MUNCHI desapareció súbitamente de su campo de visión, arrastrando arena y piedras con él. Instantes después oyó cómo retumbaba al fondo del cañón del río Conchos.

“Qué... he hecho...”

El efecto psicotrópico y excitante del peyote estaba desapareciendo del cuerpo de Náhten. Y entonces cayó en la cuenta, aterrado, de la imposibilidad que tenía ahora de rectificar.



16 La caja era sueño y vigilia. Ilusión y verdad. Y yo seguía atrapada en ambas.

Armándome de una energía inusitada, conseguí arrastrar las piernas unos centímetros en un fallido intento de ponerme de rodillas. Sin nada que perder, asesté varios codazos y puñetazos a las paredes y al techo.

Deformé levemente el acero hasta herirme los nudillos.

La frustración provocó que mi rabia aumentara y se antepusiera a todo, pero pronto el boquete por donde se filtraba el aire y el humo creció más y más. La luz se tornó vívida y auténtica.

A pesar de todo, mis fuerzas declinaron. Antes de desmayarme, me percaté de que ni las paredes eran tan lisas, ni la caja estaba tan vacía. Me vi rodeada de chatarra, cristal, tela deshilachada, fango y caucho. Y agua.

Descendiendo a un nuevo abismo, todo a mi alrededor se desvanecía. Todo excepto el rostro de un hombre mayor y sabio, de piel morena y pecho descubierto, que me observaba desde la seguridad del exterior.



17 Náhten, aturdido por la resaca y repleto de magulladuras debido a su experiencia saltando del todoterreno, llevaba tumbado bajo el sol más de tres horas cuando otro coche apareció en un recodo de la carretera. Se trataba del descapotable del representante del Grupo Federal de Electricidad. Se detuvo y bajó del vehículo, colocándose bien el sombrero y las gafas de sol. Iba solo.

Un arrebato de furia incontenible invadió la mente del joven tarahumara.

Soportando el dolor de sus heridas, atrapado en un remolino de convicciones y sentimientos contradictorios, se enzarzó con su sorprendido jefe en una dura pelea que acabó con Náhten noqueando al chabochi de una patada en la espalda.

En el suelo, bañado en sangre y arena, el hombre del traje ocre sacó su pistola y disparó en un santiamén. En el desierto los disparos suenan más amenazantes.

Fue un balazo limpio que atravesó el abdomen de Náhten, que quedó arrodillado de dolor. Pero justo cuando el otro se preparaba para rematarlo, un temblor de tierra los sacudió a ambos, haciéndose visible una gruesa grieta que les separó. De repente, un enorme pedazo de roca empezó a desencajarse en el borde y arrastró violentamente al hombre de la compañía eléctrica mientras Náhten rodó hacia el interior de la carretera para protegerse, dejando un reguero rojo tras de sí. El estruendo resonó por todo el cañón ahogando los gritos del primero, que se precipitaba al vacío rodeado de escombros y piedras manchadas de sangre tarahumara.

Una de éstas impactó, al fondo, en lo que quedaba del Land Rover de Teresa.


Náhten consiguió levantarse y, sin saber conducir, abandonó el descapotable allí mismo y prosiguió su camino de vuelta a casa, muriéndose a cada paso.



18 Puáloc no apartaba la vista del 4x4 destrozado. Sus ojos centelleaban de asombro, pero también de condescendencia. Su ocupante, una mujer joven y blanca en estado crítico, era la joven Teresa Moreno. La había conocido personalmente meses atrás, cuando dieron inicio las negociaciones con su pueblo. Por aquel entonces ya se había percatado, oteando directamente en su interior, de que su espíritu debía de ser honesto y bondadoso.

Si lograba salvar su vida, ella significaría la última pieza para recomponer el puzle sobre la muerte de su hijo y la amenaza que se cernía sobre los tarahumara.

Alzó la vista al cielo, rogando a su dios una mejor dicha para la chica y un juicio justo para las personas que habían roto el equilibrio en la Sierra Madre. Divisó un raído sombrero, planeando ajeno al mundo, alejándose con el viento del este... perdiéndose en los yermos.


A kilómetros de distancia, sobre la imparcial corriente del Conchos y guiada por las fuerzas de Onorúame, la frágil pero sellada kuoríchic continuó su descenso río abajo repleta de mentiras.

FIN



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Abadosa25 de mayo de 2010

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