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Sola

Sola. Muy sola. Demasiado sola. Una vez más y sin explicaciones. Nunca hay explicaciones. Después de los besos, el príncipe – una vez más – se convirtió en rana. Cansada, aburrida, triste y melancólica. Haciendo zapping entre una catarata de imágenes de de programas basura. Pensando en todo. Pensando en nada. Fue entonces cuando lo vi. Asomando sus pequeños y oscuros ojos por debajo del mueble bar, tanteando la situación. Me asusté. No. Me sorprendí. Yo debería estar sola. Muy sola. El ratón atravesó el comedor a velocidad endiablada y fue a parar a la cocina. Me levanté lo más rápido que pude y cerré la puerta de la cocina. Quedaron un par de centímetros desde la puerta al suelo. Mierda. Me acerqué al cuarto de baño, cogí una de las toallas más grandes y la utilicé para tapar la pequeña ranura. Lo atrapé. Lo había atrapado en MI cocina. Genial. Siempre podía tapiar la puerta e irme a cocinar a casa de mi madre. Traté de recordar si había alguna cosa en la dichosa cocina a la que tuviera un afecto especial… Volví al comedor. El televisor seguía vomitando imágenes de colores. Tomé un trago. Tomé dos. Tome muchos más y perdí el conocimiento que hacía meses que ya no tenía… Me desperté. Me dolía mucho la cabeza, como si miles de esquizofrénicos me pincharan en ella al unísono. Como tantos otros días no supe como había llegado a tan patética situación. Donde sí llegué, aunque balanceándome fue hasta la ducha y estuve en ella aproximadamente dos horas, vulnerando todos los tratados internacionales de solidaridad entre pueblos y conservación del medio ambiente. Entré en la cocina, no sin antes recoger la toalla que había en el suelo (¿qué demonios hacía la toalla allí?). Me dispuse a preparar el café. Con la cafetera en el fuego abrí la nevera para sacar la mantequilla y la mermelada. Una bola de pelo marrón, con patas y cola, salió disparada de debajo de la misma, rozo mi tobillo, atravesó la cocina y fue a esconderse debajo del lavavajillas. Quise gritar, llorar, saltar, rascar y cientos de verbos más. Pero regresé a la ducha y estuve en ella otro “ratito”, tratando de eliminar la desagradable sensación que había quedado impregnada en mi cuerpo. Tenía un problema. Mejor dicho, tenía un ratón en mi cocina. Me gustan los animales. Como pollo, ternera, cerdo, cordero y me encanta el besugo al horno. Ahora tenía un ratón cerca del horno. No, en serio. Tengo tres peces de colores, dos caracoles metidos dentro de una caja de zapatos bajo un mar de lechuga (si, lo sé, soy un poco rarita) y un par de hámsters que son la versión burguesa de lo que tenía atrapado en mi cocina. Pensé en buscar una solución que no pasara por la muerte del animalito, pues sus primos hermanos no me lo perdonarían nunca… Soy imaginativa. Hoy en día, si eres mujer, no te queda más remedio. Entré en la cocina mirando a todos los lados y con una bolsa de la compra, esas de plástico que te dan en el supermercado y que hacen un ruido horrible. La dejé caer en el suelo y puse un trozo de queso azul dentro. El queso podía olerse desde la calle. Esperé cinco minutos subida en el mármol. Espere otros quince. A la media hora se me dormían las piernas. Después de una hora esperando que el ratón saliera a comerse el queso tuve que bajarme del mármol y, tambaleándome, me fui a la cama para dejarme caer en ella. Tenía los ojos enrojecidos de tanto mirar, mis piernas estaban azules y me daba la sensación de haber pasado los últimos seis años de mi vida esperando que el animalucho oliera el queso y quisiera comérselo. Luego pensé que, tal vez, no le gustara el queso fuerte… Desperté. Era medianoche. Me había dormido otra vez. Fui hacia la cocina y eché un vistazo a la bolsa. Ya no había queso. Abrí la nevera para coger una cerveza… y el ratón salió corriendo hasta llegar debajo del lavavajillas. Esta vez no me tocó pero sentí un escalofrío. Estuve dos días más sin entrar en la cocina… en MI cocina. Intentaba encontrar una solución que no pasara por la muerte del animal. Pero al entrar por la noche para ver si lo cogía desprevenido vi un montón de excrementos esparcidos por todo el mármol que revolvieron mis entrañas. Aquello debía terminar, e iba a terminar mal para alguien. Bajé al día siguiente a una droguería y pedí un veneno eficaz, de esos que matan a todo tipo de roedores y los convierte en polvo. Traté de que mis hámster no vieran la caja del veneno, para no herir su sensibilidad. Lo logré. Aquella noche dejé veneno por toda la cocina y me fui a dormir con una sensación agridulce, sintiendo – en el fondo – pena de terminar de aquella manera tan cobarde con la vida del animal. Estuve dos días más sin entrar en mi cocina, hasta que llegó el fin de semana. Cuando por fin entré, comprobé que casi no quedaba veneno, lo que significaba que el ratón se lo había comido. Estaba dispuesta a desinfectar la cocina a fondo Iba equipada con mis botas de agua, guantes de plástico, mascarilla de protección y ropa que seguro tiraría a la basura una vez hubiera terminado. Limpié la cocina durante tres horas con lejía y detergente, sin encontrar rastro del ratón. El veneno había hecho su trabajo. Seguro que el bicho estaba en algún rincón, muerto e hinchado como un globo… Y eso hacía que me sintiera extraña. Desmonté algunos armarios para intentar recuperar el presunto cadáver, pero sin éxito. Quise creer que tal vez había encontrado la salida, lo que me hizo pensar – por primera vez – por donde demonios habría entrado. Terminé por fregar el suelo. Fue un placer para mí volver a cocinar y disfruté comiendo lo que me había cocinado. Lavé los platos casi con alegría, y pasé toda la tarde viendo un par de películas que había alquilado en el vídeo club. Después de disfrutar durante tres horas ante el televisor, me dispuse a prepararme un bocado para cenar. Entré en la cocina, cogí el pan de molde que siempre deposito encima de la nevera y abrí ésta para coger algo de embutido ibérico. Una bola enorme de color marrón con el rabo más asqueroso del mundo pasó por delante de mis narices. El ratón parecía ahora una pelota de tenis, estaba hinchado y se movía lentamente, pero acabó como de costumbre debajo del lavavajillas. Me sentí mal. Y a su vez me sentí bien (que contradictoria que soy). Aunque aquel animal había acabado con todo el veneno que le puse, seguía vivo y más repulsivo que nunca. Y mi problema seguía vigente. Aquella noche cerré la puerta de la cocina otra vez y me fui a dormir un poco traspuesta. Después de reclamar al tipo de la droguería, explicándole que su veneno no solo no había matado al ratón, sino que lo había hecho más grande, compré una trampa tradicional. Uno de esos artilugios mecánicos que ya usaban nuestras abuelas. Sin embargo, seguía sin encontrarme bien. Me parecía horrible acabar de esa manera con el pobre animal. Pero compartir cocina con él era algo a lo que no estaba dispuesta. Aquella noche le puse un trocito de queso en la trampa y la dejé en el centro de la cocina. Me fui a dormir deseando que el ratón no comiera el queso, no muriera en la trampa y se fuera – por donde había entrado – a vivir al Senegal con algunos roedores de aquel lejano país. Me desperté a media noche, sobresaltada con un ruido que vino de la cocina. Me puse unas zapatillas y me acerqué con cautela. Pegué mi oreja a la puerta y traté de escuchar algún ruido más. Silencio en la madrugada. Abrí la puerta y busqué – entre sombras – con mis ojos la trampa. Mi corazón se lleno de alegría al verla sin queso… y sin el ratón. Retiré la trampa. Cerré la puerta y me fui a dormir muy contenta, feliz de que el ratoncito me hubiera ganado la partida una vez más. No sabía que haría al día siguiente, pero aquel bicho, que se empeñaba en sobrevivir, empezaba a caerme bien. Me desperté contenta, recordando lo sucedido de madrugada. Me duché pensando que nunca quise matar al ratón, lo que pasaba es que era incapaz de encontrar soluciones originales a situaciones extraordinarias. Me había estado comportando como una maldita histérica. Pero ahora tenía la cabeza clara. También me había dado cuenta que no bebía desde el primer día que vi al ratón. Pensé en entrar en la cocina, abrir la nevera y cuando el ratón repitiera su rutinaria trayectoria, atraparlo con una pequeña red que utilizaba mi padre para pescar pulpos. Después lo llevaría a algún parque cercano de mi ciudad, donde lo dejaría libre. Aquel ratoncito y yo ibamos a dar un bonito paseo… Abrí por enésima vez la puerta de la cocina, pero esta vez era distinto. Estaba tranquila y sabía lo que tenía que hacer. Llevaba la red atada al palo de la fregona. Sin embargo me quedé estupefacta y paralizada por lo que vi. Había un hombre de unos treinta años, fuerte, atractivo, moreno y desnudo sentado sobre el mármol. Giró suavemente su cabeza hacia un lado y me regaló una sonrisa angelical, mirándome con sus pequeños y oscuros ojos…
Abejaconmiel13 de julio de 2012

1 Comentarios

  • Nereael

    Ayyyy, abeja, me troncho contigo. Tienes un sentido del humor brutal. Al principio da un poco de pereza leerlo, porque no hay separación entre los párrafos, pero después no puedes parar. Me ha encantado, y el final, ya... delirante.
    besos.

    14/07/12 07:07

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