Amontonados, en el frío, con las ropas nejas, con las uñas sucias y la estupidez que se les escapa por las caras mugrientas, barbonas, sudorosas, molestas. Tremendo paisaje hecho de gente triste. Llevan siglos escondiéndose en las calles, disfrazados de trapos, tras los grandes anuncios que proclaman que eres feliz mientras adores al dios de las dietas, embarrados de todo aquello que nombramos miseria. Y se han reunido finalmente, en una conglomeración descomunal, con el gesto congelado en la única posición que han aprendido, como repitiendo el único rito que practican diario, pero milagro, ésta vez no piden, te exigen. Exigen que cedas, que les devuelvas el mundo que les pertenece desde que Dios decidió convertirse en dinero. Entienden que el valor de sus vidas suma cero y que sacrificar sus vidas por la causa es hacer lo que siempre hacen, pero juntos, en bola. Se pusieron de acuerdo y desean devorarte, a ver si tu gordura les suaviza el hambre. Uno de estos individuos, señor de la otra realeza, levanta un estandarte para que lo leas, la ortografía es risible, la sentencia es perfecta: Ya somos muchos. Ganamos la guerra.

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