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La última Vez que Fui Sincero

Ahora hay novedades, leo de otra manera, escribo como si no fuera yo. Ahora me entrego a placeres convencionales, toco a veces la guitarra, descreo de cualquier doctrina y le hago el feo a cualquier postura que no redima dos o tres posturas extremas. Confieso haber perdido la creatividad y el buen gusto. Me invadió la pereza. El cambio, sin embargo, no es resultado de algunos años de madurez y experiencias nuevas, algunas desoladoras. Conozco bien el motivo y no es que con el tiempo haya fabricado mi personalidad una filosofía más compleja o me haya vuelto más sabio, menos sabio, o me haya hecho de algunos buenos vicios, malos hábitos, patrañas. El motivo es otro. El motivo es este: tengo en el cerebro unos animalitos que pesqué un día bostezando, cuando el aire de mi habitación estaba infecto. No es mi culpa de ninguna manera. La noche anterior hizo verano, calor de mi ciudad árida (notar la rima aburrida que seguiría si hubiera dejado aquí la palabra “desierta”), y con la ventana cerrada no hubiera conseguido conciliar el sueño, así que la dejé abierta (¿lo notaron?). Al despertar escuché un aleteo y una agitación, como si se hubiera corporizado finalmente el fantasma que duerme conmigo y no supiera que hacer con los límites de su cuerpo. Busqué con la mirada el rincón que emitía el sonido de la batalla y encontré una pluma, presagiando un ave. La ventana abierta. Se metió por la rotura de la malla mosquitera un pajarillo que tenía su nido en el nogal de mi patio. Ya lo pude ver mejor cuando se alzó volando, o más bien se alzó chocando contra mis paredes viejas. Me alegró la visita pero temí por la integridad del ave y de mi rostro y mi cabello, así que hallé la manera de permitirle el escape a la bestia. Pero el daño ya estaba hecho. No se trataba de cualquier ave, sino de un embajador de fuerzas contrainspiracionales que hasta la fecha desconozco. Dejó atrás el plumífero una fauna microscópica, aletargadora del ingenio y lo que es peor, sumamente inhalable. Alguna entidad inhumana había planeado y tuvo éxito en la mengua de mi ingenio. Alguien quiso que me dedicara yo a poesías triviales y a borracheras. No es culpa mía. No es mi culpa. No es culpa mía, que no es mi culpa. Son las inteligencias extradimensionales y sus creaturas transmisoras de bacterias que te roban el arte. Un doctor en letras me dio la receta para curar esas enfermedades: una inyección única de plomo en el cerebro. Me vuelo los sesos por amor al arte. Cuidado creadores, si dejan la ventana abierta.
Abrahamsaucedocepeda07 de noviembre de 2011

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