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El Último Orgasmo Capítulo 2

2
La Mudanza
(Capítulos anteriores más abajo)


Una casa de dos pisos diseñada solamente para él a las afueras del municipio donde nadie sabía de su existencia, dos coches que se utilizaban para situaciones diferentes, su oficio de profesor impertinente que siempre tenía que llevar las de ganar y que esquivaba las visitas de sus peores enemigos: los padres de sus alumnos, las visitas a un local de una marca cara y reconocida, … hacían de este hombre una persona completamente agria, sin sentimientos, materialista, egocéntrico y de caminar glamuroso mientras se dedicaba a mirar por encima del hombro a todos los demás. En más de una ocasión se vio envuelto en grandes apuros por la soberbia que le caracterizaba. Aún así, llegaba a casa después de una larga jornada de trabajo y se encontraba el plato en la mesa listo para ser devorado.
Tenía unos pensamientos que superaban la mismísima Prehistoria y absolutamente machistas. Era de los que creía en la existencia de un ser superior que se encargaba de resguardar a los hombres.
Una vez terminado el plato y limpiado de un lengüetazo, se acostaba en el sofá impidiendo el acceso a este de los demás miembros de la propia familia: dormía, roncaba y se despertaba. Se ponía en pie, de nuevo, dispuesto a acabar con todo aquello que se entrometiese en sus planes, fuese o no material.
Cuando llegaba la noche y toda la casa permanecía en penumbra, el animal se disponía a devorar a su presa en varios bocados sin importarle lo más mínimo la educación y la sensibilidad de sus dos hijos.
A la mañana siguiente, estaba preparado para seguir haciendo la vida imposible a los que buscaban un pequeño hueco en la sociedad…

Bastaron unos cientos de euros gastados en un corto periodo de tiempo y una suerte que no tardaría en dejar de acompañarle para que Joaquín se sintiese el hombre más feliz sobre la faz de la Tierra.
Una mañana, a quinta hora, recibió la llamada de su mujer emocionada anunciándole los millones que habían ganado jugando al azar. Aquel ser humano deleznable saltó, gritó e, incluso, dejó entrever entre sus labios una amplia sonrisa para unos estudiantes que nunca le habían visto sonreír.
Si como persona era pésima, como profesor dejaba mucho más que desear. No tenía en cuenta los derechos que debían tener los alumnos, tardaba en corregir los exámenes, no se preocupaba si sus jóvenes sucesores aprendían o no y mucho menos se preocupaba por sus situaciones personales.
No es obligatorio para un profesor hacer todo lo mencionado, ni siquiera tenerlo en cuenta, pero si está obligado en el contrato que se tiene que firmar al venir al mundo: “Permanecer a la raza humana en lo que a todo ello se refiere”.
Aún así, la suerte le sonrió a él y no a sus pobres vecinos que vivían en una cabaña de madera mal construida y por acabar, que se alimentaban de lo que conseguían gracias a la caridad de otros vecinos y familiares y que estaban a la espera de que los de Asuntos Sociales llegasen por la custodia de sus tres hijos por no asistir al colegio y no recibir lecciones morales y obligatorias. Pero no de esas lecciones que impartía Joaquín…

Una noche antes de notar el calor de su fémina rozando cada parte de su cuerpo, al hombre le dio por pensar cómo sería su vida si estuviese en la situación de sus vecinos y cómo la afrontaría. Pero no tardó en comprobarlo ya que, a la mañana siguiente, estaban en camino unos papeles que le dejarían sin casa por construir en un terreno ajeno y con materiales comprados con dinero negro. Ante la mirada decepcionada de su amada y sus hijos asustados, el hombre no supo qué hacer, motivo por el que fue abandonado por su familia y se quedó sin casa.
Cualquiera pensaría que Joaquín podría haber buscado una pensión, asistir a un centro médico, pero el hombre había sido criado entre algodón y este problema le venía muy grande. Sus vecinos, que se habían enterado de todo, no se alegraron de lo ocurrido, pero tampoco sucumbieron a la pena; simplemente, la mujer que había estado observando tras la única ventana que tenía la casa, susurró:
-Dios castiga sin piedra y sin palo…

Abandonó el trabajo, no se preocupó ni en ir a buscar sus cosas personales a la que había sido su casa; solo recuperó la carpeta marrón que le acompañaba a todos lados y ahogó sus penas en el alcohol. El bar de Paco “el chilindri” se había convertido en su nueva casa, pero no la única. Estaba de alquiler en una zona llena de cristales tras la que se escondían personas inanimadas que mostraban sus mejores prendas. Su cama era dura y no tenía fin. Dormía en la calle, en la avenida Mesa y López. La mudanza se había producido sin ningún tipo de problema ni impedimento que no le dejara habitar su nueva vivienda.
Lo que a todos nos parece un mundo organizar a él le había resultado la mar de fácil. No tenía una familia a la que mantener ni compañeros de piso, aunque estos no tardarían en aparecer.
Evaristo era el dueño de la avenida. Ese al cual ningún mendigo ni rico podía mirar y ni siquiera tocar porque se podría producir cualquier tipo de altercado. Sin embargo, Pedro era el defensor de todos aquellos que le visitaban y procuraba que el otro no hiciese nada malo o de lo que se pudiera arrepentir. Pronto, Joaquín sería una de sus objetivos, aquel al que había que echar cuanto antes de allí si no quería quedarse sin la limosna que repartían los enchaquetados.
Un día Pedro corrió a salvar a Evaristo de un coma etílico y justo cuando vinieron de vuelta a casa se toparon con el nuevo inquilino. Entonces, el borracho se volvió hacia él con la mirada perdida y sin poder vocalizar, ya que había gastado el poco de dinero acumulado en algún capricho que no le hacía ningún bien; cogió a Joaquín por la camisa, lo elevó lo poco que pudo y este, sin levantar la cabeza para ver qué le hacían debido a la tremenda depresión en la que estaba cayendo, fue ayudado por Pedro.
-¡Déjale en paz Evaristo! Ni siquiera te ha mirado ni te ha hecho nada para que le trates así. Sé igual de respetuoso, por favor.
-Él nos va a quitar la limosna. ¡Tenemos que acabar con él! ¿No lo entiendes?- decía borracho el conflictivo.
Cuando el mendigo mayor de los tres que se encontraban en la disputa levantó las manos en señal de comenzar algo que no acabaría bien, el más pacífico de todos levantó el brazo y gritó:
-¡Que le dejes te he dicho! Vámonos, este seguro que es otro más malparado que durará dos telediarios siendo la mirada de esos que no nos hacen ni puto caso…-dijo el pequeño ignorando la certeza de sus palabras.
-Gracias…-susurró Joaquín sin levantar cabeza.
Joaquín había ganado una batalla de cinco minutos sin siquiera mirar de reojo. Y así fue como Evaristo y Pedro desaparecieron de allí y no volvieron a aparecer jamás. Por lo menos en su presencia…

Las agujas del reloj digital que se encontraba en uno de los escaparates del Corte Inglés no marcaban las diez cuando el indigente empezó a construir lo que sería su primera caseta de cartón en una de las primeras noches inolvidables de su vida. La choza no se mantenía en pie debido al peso que tenía que soportar y el viento nocturno que soplaba lateralmente, cuando oyó unos pasos torpes de tacón. Pensó en su esposa María, pero no. Ella nunca llevaría tacones para comprar, prefería unas zapatillas más cómodas. Se dio la vuelta y se encontró con lo que parecía un monumento. De hecho, era una mujer. Paso torpe, tacones de aguja puestos como máximo unas cinco veces y un chaquetón negro que no dejaba ver lo que llevaba puesto. Llevaba gafas, un cuerpo de gimnasio y un rostro curioso que nadie se paraba a mirar. No era la típica que solía hacer volver las cabezas de los hombres más jóvenes y de los que andan en cursillos de “viejos verdes”. Ni siquiera era hermosa. Era una mujer original, de carácter marcado, vergonzosa y patosa que se dirigía a buscar su coche cuando se topó con Joaquín. Le dio pena y tiró unas cuantas monedas al suelo que cayeron justo al lado de la caseta que se había vuelto a caer. No podía dejar de mirarla, incluso reconocía que no era guapa, pero había algo en ella que le atraía. Quería saber su nombre, recordarla por cómo la llamaban.
-¡Adiós Lucía!...-gritó desde la otra acera una madre de familia que conocía a la mujer y desvelando, así, lo que se había convertido en un deseo para el hombre.

Quiso dejar de pensar en tonterías durante el fallido intento de volver a poner en pie su casa para dormir, pero no lo consiguió. Pensó en aquella mujer que le había hecho volver la mirada toda la noche, durmiendo a la intemperie. Sin casa de cartón y acompañado con su carpeta marrón y una fría manta.

El lunes había llegado a su fin…
Adolfo09 de junio de 2009

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