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Tictac

Caminaba de forma flemática, con desdén hacia todo aquello que no fueran sus pies. Y se vio. Se vio en el reflejo que Madrid brinda en un día de lluvia. Era una imagen áspera, agitada por el tiempo, repleta de cicatrices y con una mirada que escrutaba cada poro en busca de respuestas; respuestas a por qué se esfuma así el tiempo, explicación a la prisa de unas manecillas diminutas pero implacables, despiadadas, que desgarran los años, arrancándolos de las retinas en cada pestañeo, en cada letra de cada palabra, en cada café que se vuelve vacío, en cada instante que muere para ser recordado, como mártir o tirano.
Infancia fugaz que ya no se sabe memoria o vivencia, sueño o alucinación. Temió pestañear y que le alcanzara la vejez, como en un suspiro le alcanzó el apático adulto de mentón afilado de aquel reflejo.
Supo que había encontrado la más cruel y melancólica forma del narcisismo: el mirarse a sí mismo y no hallar belleza si no es marchita, y no en la tez, si no en un interior en duelo por aquel niño que no encuentra su asiento en un aula de abusones, por una vida que corre y, fatigada, maldice el calendario por haber hecho del tiempo algo banal, frío, numérico; por haberle alejado inconscientemente de aquel rostro pueril, imberbe, que exprimía cada segundo por no saber qué era exactamente, sino un tic tac en una muñeca.
Adrielegance21 de octubre de 2014

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