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Lady (versión Extendida)

“Nuestra existencia no es más que un cortocircuito de luz entre dos eternidades de oscuridad”. Solemos pasar por la vida esperando un gesto animoso que nos convierta en espíritus importantes o al menos algo satisfechos de nosotros mismos. No sólo el gesto, sino también cualquier otro tipo de manifestación propiamente humana, nos permiten ver que hemos salido de un mismo vértice orgánico, una misma raíz que poco o nada tiene que ver con la substancia terrenal que únicamente pide parné y crédito bancario, movimiento de caderas y poluciones a plena luz del día.

Palpita el corazón a medida que el sudor corretea por nuestra frente buscadora de beneficios pasajeros, de fama, gloria y tumbas abiertas. Al final del camino nos espera una sucursal de temores y pecados, de idas y venidas que asimilan la existencia a golpes de deudas y pánicos ordinarios. Nada es si te propones verlo de esa manera, aunque todos sepamos que lo esencial de la vida no se esconde tras ignorancias y estulticias, sino que se deja ver siempre, de manera exclusiva para los ojos que anhelan visualizar algo más espiritual tras esta defunción que es, por ventura, una simple noción material.

Mientras tanto, la mujer a quien todos llaman Lady abre las cortinas estando completamente desnuda. Las calles se muestran mojadas y el aire posee un olor a otoño sólido y lluvia quebradiza. Sonríe al ver a media docena de niños jugando a ser unos adultos con galanes y prometedores sueños, sin miedo al mañana, sonríe al saber que otra estación más contundente llegará inevitablemente a la ciudad en cuestión de meses.

La mujer llamada Lady había llegado a ese lugar indicado por las manos de un destino indescifrable sin previo aviso: una estrella de argento y siete tactos ineludibles la habían guiado por caminos sin retorno ni contornos simétricos, así como un recién nacido se deja guiar por los brazos de una madre primeriza expuesta a todo tipo de satisfacciones propiamente humanas.

Lady, la mujer de cuerpo insondable y piedad perdurable, vuelve a sonreír al tiempo que comienza a vestirse sin demasiadas prisas, como quien busca escusas. Luego, saborea el café de todas las mañanas palpando gratamente una tranquilidad que antaño se mostró ajena o demasiado distante, y entonces es cuando se reconoce a sí misma que tras toda tristeza se esconde una agradable y desenvuelta esperanza que se ríe de lo que es mediocre.
Alexandervortice29 de octubre de 2013

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