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Enemigo PÚblico

De jóvenes, cuando todo se considera posible y la sangre hierve al compás de la perplejidad, ansiamos ser rebeldes con o sin causa, demandamos ser personas anárquicas que transiten las calles acongojadas en busca de gresca, un par de chupitos de absenta y una apuesta joven con un tatuaje próximo al pezón derecho que diga “pasión ilimitada”. La juventud posee una cierta condición de enemigo público impreciso: no hay temor y tampoco se le espera. Cruzas el paso de peatones sin mirar ya que te ves como una especie de ser superior que ha venido al mundo a repartir justicia y/o mamporros como panes de Cea. Es la estación del despertar insurgente, del puño levantado hacia la utopía, del billetero sin fondos y la soga en el pescuezo. Habita a nuestro alrededor un simbolismo abstracto barriobajero pero colmado de sabores a sangre perenne, a porro reversible y escarnios causa-efecto. Pasado ese tiempo ya nada es igual: se les reza a todos los santos, incluso cambiamos de religión, procurando una más fiable que nos llene de seguridad y confort post mortem. Nos filtramos por las calles mirando a “los otros” con demasiado desprecio (ellos son el enemigo, los años y los grandes disgustos así nos lo hicieron saber). Almorzamos pan integral y leche desnaturalizada para que nuestro metabolismo no desvaríe. Usamos gafas de sol y rechazamos los productos porcinos. Escupimos al cielo y nos cae encima el lapo, trabajamos 12 horas diarias (incluso más) para conseguir un sueldo decididamente burlesco que nos da para pagar –malamente- una hipoteca y los desenfrenos de dos hijos medio gilipollas. Salimos al cine una vez al año para ver el último drama infumable de Isabel Coixet, cuando antes nos sobreexcitaban los ametrallamientos del soldado John Rambo. Nos cambia el carácter así como cambian de cánones los modistos parisinos. Tomamos potingues para que el colesterol, el malo, no nos achique las arterias, desinfectamos el hogar dos veces por semana, besamos a nuestra mujer en la mejilla, votamos al partido conservador de turno por motivos meramente financieros. Nos empieza a caer bien nuestra suegra y nos duelen las muelas. Hacemos números para adquirir un par de nichos (“uno para mí y otro para la parienta, y así pasaremos la eternidad juntitos, yo fumando el polvillo de los huesos vetustos y ella haciendo ganchillo con los tendones recién soterrados de los vecinos”). No admitimos la nicotina pero sí los malos humos y el artificio. Engullimos antidepresivos y ansiolíticos para amedrentar al colapso existencial. Untamos nuestros burlescos semblantes con cremas añiles para que a las arrugas no se les ocurra asomar la cabeza ni los pies. Sorteamos la mayoría de los vicios y criticamos con gran irritación las tendencias punkis del hijo del vecino. Entramos en las iglesias creyendo que la muerte nos espera en todas partes con sus manos paliduchas y su acento norteamericano. Vivimos, en definitiva, un mar de tormentos que no dejan de crecer y crecer… Por todo esto, acaso debiéramos haber sido enemigos públicos, aún cuando la policía nos persiguiese por toda la metrópoli con la sana intención de meternos entre rejas, ya que el tiempo hace que disminuyan los entusiasmos y aumenten las tribulaciones.
Alexandervortice28 de noviembre de 2011

4 Comentarios

  • Norah

    ya que el tiempo hace que disminuyan los entusiasmos y aumenten las tribulaciones...depende todo depende de cada contexto, muy bueno como siempre.

    28/11/11 06:11

  • Norah

    ya que el tiempo hace que disminuyan los entusiasmos y aumenten las tribulaciones...depende todo depende de cada contexto, muy bueno como siempre.

    28/11/11 06:11

  • Norah

    ya que el tiempo hace que disminuyan los entusiasmos y aumenten las tribulaciones...depende todo depende de cada contexto, muy bueno como siempre.

    28/11/11 06:11

  • Indigo

    Certero tu escrito, la verdad desvestida, desnuda, en cueros.
    Saludos.

    29/11/11 12:11

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