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El Cisne de Hielo




ЕЛ СИСНЭ ДЭ ИЭЛО

El Cisne de hielo



Aniel Bifrost









(Promocional)
Índice

Prólogo
А 1 La heredera de los misterios
Б 2 El emblema del cisne
В 3 Enseñanzas nocturnas
Г 4 El huevo enjoyado
Д 5 Rosas azules
Е 6 Travesía en el barco de la muerte
Ж 7 La bailarina hechizada
З 8 La reina Lorelei
И 9 El terrible capitán Sangre
Й 10 Desayuno en Estocolmo
К 11 Amantes de la noche
Л 12 Tierras exóticas
М 13 El llanto de una balalaica
Н 14 Hija pródiga
О 15 Hogar lejos del hogar
П 16 La princesa taimada
Р 17 La bailarina maldita
С 18 El corazón de Natasha
Epílogo









A Ligia, la bailarina que danza en teatros de dimensiones etéreas, sobre la palma de Dios, donde nadie la puede alcanzar.























Prólogo


Shk… Shk… El sonido de la pala dándole de tarascones a la tierra estéril, acapara mi atención. Es que más allá, todo parece ser oscuridad y silencio. Pero la monotonía puede relajarme, como el soporífero siseo de la lámpara de gas.
El rostro viejo del sepulturero, con su medio acabado cigarrillo en los labios, me hace sentir que aquí no ocurre nada espeluznante; me hace olvidar que estoy temblando. Realiza su trabajo, como el hábito de lavarse los dientes, y con mucho más ahínco; para ello, muy bien se le ha pagado y para no pensar, siquiera, en la razón que ha traído a un par de jovencitas, a un cementerio como este, en medio de la noche.
Natalia está como ida, sus ojos excelsos no dejan de taladrar la fosa, como si pudiera ver lo que se esconde en sus entrañas, y se posan una y otra vez en la inscripción de la lápida. Yo no entiendo esos caracteres rusos.
–¿Qué dice…?
–Dice: “Natasha Alexandra Velyevskaya Kroslova (1898-1918). El Cisne de hielo”.
–Pero… Entonces, ¿quién está aquí?
–Yo –responde mi compañera, con ese acento siniestro, que más cruel parece al pronunciarse con esa boquita rosa.
Y ahí está, a mis espaldas, eternamente hermosa. Me pone una mano enguantada en el hombro; me pide que me calme, que no tenga miedo, que pronto todo llegará a su fin. Es un gesto apreciable viniendo de ella. Pero no quiero mirarla; no quiero ver su antigua belleza y sus ojos espectrales brillando como los de un gato. Y su piel, lozana y pálida, antinatural. Si la miro bien, veo la verdad. Los cosméticos no hacen más que acentuar la paranormalidad de su rostro. Parece, más bien, una de esas estilizadas caricaturas femeninas del animé japonés. Ya sé que jamás me hará daño, pero nunca terminaré de acostumbrarme a su presencia. Sé, sin embargo, que el no sentirla a mi lado sería frustrante; frustrante el razonar y caer en la idea de que ella sólo ha sido alguna especie de ensoñación. Entonces, ¿cómo podría tener alguna irrefutable prueba de magia? Y a decir verdad, también he llegado a quererla.
Mi vida ya no será la misma; todo cambió con ella, aquella noche en la que se me apareció.
























А
1

La heredera de los misterios

Mi abuela puso el grito en el cielo cuando le dije que quería ser bailarina clásica. No era que ella despreciara la vocación artística, era porque tenía la extraña idea de que el talento estético estaba influenciado por fuerzas malignas, y, muy en especial, la danza.
Desde muy niña, yo sabía bien que lo que más deseaba en la vida era bailar. Y la abuela, viéndome jugar a la bailarina frente a un espejo, nada decía, pero ponía la cara larga, con un brillo de tristeza en los ojos; yo no sabía por qué.
Yo quería mucho a mi abuela Tatiana, pero nunca pude entender esa extraña manía suya; esa enfermiza superstición, por la cual todos la rehuían. Era muy religiosa, pero ni la iglesia en nuestros tiempos sale a la caza de brujas y demonios. En su casa de Inglaterra, tenía un verdadero arsenal para enfrentar a los malos espíritus: crucifijos de todo tipo y tamaño, santitos, botellas de agua bendita, guirnaldas de ajo y estacas de madera para los vampiros, una vieja carabina cargada con balas de plata para hombres-lobo y un sinfín de otros artilugios, con los cuales, según ella, podía dormir tranquila.
Pero, ¿qué podía hacer ella contra los anhelos de una niña? ¿Y qué podían hacer sus amuletos contra el paso del tiempo? Tarde o temprano, el tiempo nos vence a todos.
A mi abuela, el tiempo la venció una tarde de otoño, mientras hojeaba su Biblia Ortodoxa. La habían encontrado sentada a la mesa, en su casa de Hampshire, con una media taza de té frío. Se había desprendido de la vida, como otra hoja seca que se desprende de las arboledas de aquella triste estación.
Tuvo un breve funeral, no había necesidad de prolongarlo. Sus más cercanos se habían marchado mucho antes que ella, llevándose las cosas y la vida que ella había amado.
Tampoco había razones para tentar a los buitres de siempre. Las posesiones de la abuela, salvo la desvencijada casona, eran sólo recuerdos y una pila de chucherías.
Yo no quería ir a la lectura del testamento. No quería apenarme. Deseaba quedarme en Nueva York, acudir a mis clases de danza y lo demás. Pero no podía cerrar los ojos, no podía ignorar su última voluntad, como ya había ignorado tantas otras. Se lo debía.
No fue sorpresa, entonces, que siendo su nieta única y el consuelo de muchos de sus años de soledad, me heredara su casa en fideicomiso, y sus objetos personales, en los que nadie se interesaba, pues no usaba más joya que un antiguo crucifijo ortodoxo de plata. El destino de su modesto guardarropa fue la caridad. Los muebles del comedor los legó a la tía Helena y el gran reloj de la sala a papá; los cubiertos fueron para fulano y la porcelana para zutano. Y el dinero, bueno, el poco dinero, como era de suponer, fue dividido en partes iguales para cada uno de los citados.
Y así, todo se llevó a cabo, sin faltar, porque nunca faltan, los refunfuños de algún desubicado. Cada cual se marchó con lo suyo, ya no había más que hacer. Papá, tras despedirse de mí y de la tumba de su madre, regresó a atender su ferretería de Chicago. Por mi parte, me quedaría un par de días más, para arreglar esto y revisar aquello.
Al quedarme sola, por fin, pude dialogar en la intimidad con la abuela, con sus objetos y con el silencio de su sepulcro. Había sido su voluntad que se la sepultara junto al abuelo George, y ambos estaban bajo el viejo roble.
Pero, ¿qué haría yo con los artefactos de ella? Tras una laboriosa reflexión, decidí que la mayor parte de esas cosas iría a parar a una tienda de curiosidades, salvo los pequeños tesoros que me la recordaban, los que tendrían el melancólico pero digno destino del valor sentimental.
Así, pues, vistiendo unos gastados jeans y una camisa de franela, revolví la casa, identificando esto, embalando aquello. Me sentí como una cazadora de gnomos, que no eran más que fetiches de un tiempo perdido y jugaban a esconderse, traviesos e ignorantes de que su dueña se había marchado para siempre.
El añoso reloj de la sala, el que papá había dejado en su sitio (como si el sólo tocarlo fuera un sacrilegio), me anunciaba, con sus profundas campanadas, que ya era media noche. “La hora de los espectros”, decía la abuela. Y el día se me había ido como por arte de magia.
¿Por qué la abuela no tenía un buen cucú suizo, como el resto de las abuelas europeas? ¿Por qué esas campanadas tenían que ser tan horripilantes? No es que estuviera asustada, no había razón para estarlo. ¿Qué podía tener de peligrosa la apacible campiña inglesa? Si esta gente había inventado un montón de leyendas para tener de qué asustarse. Si quieren peligro, pues, vayan al Bronx, y a pleno día.
Sin embargo, me arrepentía de haber dejado el ático para el final. Según recordaba, éste era el lugar más lóbrego de la casa. Y según recordaba, también, aquí estaba eso. Eso, que de todas las cosas atraía más mi curiosidad pueril. Lo busqué con la mirada, entre un montón de trastos polvorientos. Y de pronto, ahí estaba, medio oculto por un biombo viejo, el baúl de la abuela, el lugar donde guardaba sus más íntimos recuerdos.
No encendía la bombilla, seguro estaba fundida. El sitio estaba parcialmente iluminado, sólo por los rayos lunares que se metían por la ventanilla.
Fui por una linterna y una herramienta para forzar la cerradura del baúl (de la llave, ni hablar). Al abrirlo, tuve como una sensación de haber abierto una puerta a otro mundo, una puerta que tal vez jamás debí haber abierto. Una puerta hacia el pasado, y hacia el descubrimiento de una historia jamás contada, y que nadie podrá creerme.
Ahí estaban sus muñecas de porcelana y el cascanueces con el que de niña yo jugaba a ser Clara. Pero había otras cosas; cosas que no había tenido ocasión de conocer: un par de volúmenes forrados en cuero, una bolsita de tela bordada y una cajita de latón, que contenía dientes de leche (de seguro, también los míos).
El más pequeño de los libros parecía ser un diario. Aun si no hubiera estado escrito en ruso, no me habría atrevido… El otro, el grande, acaparó toda mi atención. Se trataba del álbum fotográfico de la familia de la abuela, la familia Velyevsky. Aunque antiguas, las fotos eran claras y dejaban entrever la pompa y el romanticismo de otra época.
La abuela hablaba poco de sus padres y de su vida en la Rusia de antaño, y algo sabía yo de ellos, aunque casi nada de sus hermanos; un hermano mayor y una hermana, en el retrato familiar. No podía distinguir cuál de las dos era la abuela. Eran tan jóvenes y se veían tan felices. Era una familia hermosa, o, más bien, lo había sido, pero se notaban tan ajenos, tan lejanos en el tiempo. Mas, si los miraba con detenimiento, veía vida en sus ojos, y sueños; me veía a mí misma, tal vez.
Y olvidé todo lo demás, mientras, sentada en el suelo del ático, me daba a ojear esas fotografías. Y entonces, al volver una de las páginas, hice un descubrimiento sorprendente. Una de las hermanas ¡era una bailarina! Me quedé boquiabierta. Era la foto de una espléndida bailarina, altivamente erguida de puntillas en un pie.
Las preguntas se agolparon en mi mente: ¿Quién era ella? ¿Qué hacía esa foto en el álbum de la abuela? ¿Qué había sucedido?
Como era imposible arrancar respuestas de la nada, me quedé contemplando la imagen, deseando ser ella.
Entonces, algo me arrancó violentamente de mi ensoñación. La sentí claramente, la risilla burlesca de una joven. ¡Alguien me observaba! Y un súbito frío me recorrió el espinazo. Deprisa, dirigí el haz de la linterna hacia la ventanilla, sólo para captar el rápido movimiento de una sombra allá afuera. Ahora, estaba realmente asustada. Tomé la carabina de su sitio en la chimenea, y armándome de valor, salí de la casa.
Era una noche clara, sólo los esqueléticos árboles la manchaban con sus sombras atroces, y ese frío no era propio de la naturaleza, ni del miedo. Ese frío no era normal, no era físico; eran ondas heladas que provenían de un lugar bajo el viejo roble.
–¿Quién anda ahí? –pregunté, más envalentonada por el miedo que por el valor.
Y al acercarme más, la vi. Era una mujer vestida de negro, coronada con un luminoso cabello ensortijado, que escapaba generoso de un tocado a lo Scarlet O’Hara. Al volverse hacia mí, noté que su piel era extremadamente blanca, ¡como la de un fantasma!
–¿Quién eres? –insistí, aterrada, con el arma temblándome en las manos. No tenía intenciones de disparar, sólo quería amedrentar, pero la amedrentada era yo.
Un velo cubría la parte superior de su rostro, haciéndola aún más enigmática, y ese vestido, como el de Morticia Adams, la hacía parecer tan tétrica como el mismo ángel de la muerte; tal vez, eso era. Ni siquiera se inmutó al verse encañonada, por el contrario, con movimientos muy finos y elegantes, se inclinó y depositó una rosa blanca, ante la más reciente de las lápidas. Después, se levantó y se dirigió a mí. No parecía un ser vivo, más bien, parecía como una sombra pintada sobre el vacío por una fuerza extraña. Y esos ojos. Jamás había visto colores semejantes. Jamás había visto resplandor tal. Su mirada me sedaba, me fascinaba, pero a la vez, incrementaba mi pavor, hasta el punto de hacerme gritar y correr. Pero no podía. Nada podía hacer, yo estaba como paralizada. Y de repente, sin más, pegó la vuelta y desapareció como un rayo negro.
Con nadie hablé del asunto, jamás.
Al día siguiente, empaqué y me fui. Nada en el mundo podría persuadirme de pasar otra noche sola en aquel lugar, sobre todo, después de encontrar esa rosa blanca en la tumba de la abuela. No había sido un sueño, ni algo por el estilo, y por lo mismo, me negué a seguir pensando en el asunto, decidida a olvidarlo. Pero ignoraba que ese episodio no terminaría allí.
Sólo después de encontrarme cómodamente sentada a bordo del primer vuelo de British, con destino a Nueva York, vine a recuperar la calma añorada, mientras los colorados vestigios del crepúsculo encendían por un momento la hilera de ventanillas a un costado de la nave. Más adelante, una sobrecargo, habiéndose perdido la señal televisiva de Londres, ponía un vídeo en el sistema de la pequeña pantalla de cine. Algunos hombres rezongaron al desvanecerse la transmisión del partido del Glasgow Rangers versus Real Madrid, pero muchos chicos, también, se alegraron, al comenzar una de esas películas de Shwarzenegger, que yo ya había visto un par de veces.
Todo estaba en calma, entonces, abrí mi bolso de viaje, con el fin de registrar lo que allí había metido con tanta premura. Buscaba el álbum de fotos, y mis manos tropezaron con la bolsita bordada. La estrujé y sentí algo similar a un paquete de cigarrillos en su interior. Qué extraño, la abuela no fumaba. Encendí la lamparilla del panel sobre mi cabeza para ver de qué se trataba. Era un montoncito de viejas cartas amarillentas, y… y… unas zapatillas de… ballet, raídas, pero aún así, limpias y bien conservadas.
Abue se había marchado, dejándome totalmente intrigada. Y en realidad, yo había heredado un misterio. Algo había ocurrido en su vida, algo que quiso ocultar, algo que… Abrí el álbum y con él, una cápsula del tiempo, en la que, entre otros, residía aquella bailarina inmortalizada en el esplendor de su gloria y juventud.
Pequeñas grandes cosas habían sido siempre mis mejores amigas. En los momentos de soledad, venían en mi ayuda, alejándome de un mundo presuroso y tecnificado, que se hacía cada vez más cruel y despiadado. Ese sitio en el que la gente se convertía en números y hasta una sonrisa se compraba o vendía al mejor postor. Ahora, la bailarina sería mi nuevo ídolo privado. Y tras dirigirle una mirada cómplice, destapé la botella y bebí un gran sorbo de mi yogurt dietético. Estaba helado. ¡No, no era el yogurt! ¡Era ese frío otra vez, pude reconocerlo! Ese ser, estaba allí, dentro del avión. Mi piel estaba erizada, mis manos sudaban. Recorrí con la mirada los corredores y las cabezas de quienes dormitaban en sus butacas. Era yo, al parecer, la única consciente de aquel frío supradimensional, que a la larga, parecía ser producto de mi propia imaginación. Pero no, me negaba a creer que me estaba volviendo loca.
–¡Qué linda! –dijo una melodiosa y juvenil voz femenina.
–¿Eh?
–¡Qué linda…! ¡La fotografía! –me decía la pasajera de un asiento contiguo.
–¿Mm…?
–Ah. Zdravstvuite, dobry vecher.
–Disculpe, me toma por sorpresa, no entendí lo que dijo.
–A juzgar por la remisión de esos sobres, pensé que eras rusa; pero ya veo que no.
–No, no lo soy. Perdone usted, es que estoy un poco nerviosa… Ah…
Y al fijar la atención en mi interlocutora, vi que se trataba de una deslumbrante y grácil joven.
Tenía un hermoso cabello castaño claro, muy dorado, que lucía con un peinado estilo María Antonieta. Su tímida mirada, al fijarse, parecía intensa y coqueta, medio oculta tras unas gafas jack. Su fina y respingona nariz, así como el armonioso conjunto que formaba con el resto de su cara, de prominentes pómulos, no dejaban lugar a dudas de que se trataba del vivo ejemplo de un suculento manjar para los lentes de Voge o Cosmopolitan.
–¿Nerviosa, por qué?
–¿Usted no siente frío?
–Mm… No. ¿Debería? Tal vez te hace falta un café caliente, o, mejor aún, un buen trago de vodka –dijo, esbozando una sonrisa de lo más cómplice, que, de paso, me arrancó una risilla. Y ese acento, sí, tan familiar; un acento como el de la abuela.
–¿Viajas sola? –preguntó.
–Sí, ¿y usted?
–Yo hace mucho que viajo sola. ¿Te molesta si ocupo este lugar?
–No, claro que no.
Y ella se instaló en el asiento que hasta entonces nos separaba. Así, pude tener una visión más plena de su figura. Llevaba puesto un jersey de mullido y largo cuello, de un casimir tan inmaculado como la nieve. Y su falda escocesa, de vivos tonos anaranjados, revelaba un increíble par de piernas, que no pude evitar envidiarle. Y eso que me gastaba horas ejercitando las mías en la academia.
–Y supongo que usted sí es rusa, ¿no?
Ella hizo un gesto leve, enfocando su mirada lejos del asunto, como buscando pensamientos perdidos.
–Alguna vez lo fui, da. Nací allá, pero las circunstancias me obligaron a abandonar mi patria. Ahora soy ciudadana del mundo, como dicen los librepensadores.
De pronto, extendió la diestra hacia mí. Tenía puesto un lustroso par de guantes de piel de serpiente, y curvaba la mano como si esperara a que se la fueran a besar.
–Natalia, Natalia Swan* –dijo, presentándose a lo James Bond.
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* Swan (Ing.) = Cisne

Era obvio que se había cambiado el apellido. Con eso de la guerra fría, no era de extrañar que muchos odiaran a los rusos.
–Megan, Megan Mackalister –de igual modo me presenté yo.
–Tanto gusto, Megan. Y, ¿quién es ella? –preguntó, indicando la fotografía que había estado admirando.
–Es lo que también me gustaría saber a mí.
Y le conté la historia, exceptuando, claro está, lo obvio.
Ella me escuchó con atención, agregando siempre un: “Oh, ¿de verdad?”, o un: “¿Si?” Parecía muy interesada en conocer todo sobre mí, y se mostró emocionada al saber que yo estudiaba danza clásica, lo que nos llevó de vuelta a la foto.
–Y tú quieres saber quién es ella, o, mejor dicho, quién fue. A ver, ¿me dejarías que la viera de cerca?
Con el álbum en sus manos, comenzó a murmurar: “Oh, sí, mh… sí”. Y finalmente, dijo:
–¡Sí, es ella! ¡¿Cómo no la reconocí antes?!
–¡Qué!
–Es ella, Natasha Velyevskaya Kroslova. Velyevskaya, sí, femenino de Velyevsky*.
–Pero, ¿cómo sabes de ella?

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* En países de Europa oriental, algunos apellidos se usan con género masculino/femenino dependiendo del sexo de quien lo lleva, como algunos nombres de pila, ejemplo: Juan/Juana. Ejemplos de apellidos: Pavlov/Pavlova, Kurnikov/Kurnikova, Plisetsky/Plisetskaya.



–Mi madre, que en paz descanse, coleccionaba afiches y fotos de las más grandes bailarinas de Rusia, desde Ana Pavlova a Maya Plisetskaya. Y me contaba las historias de cada una de ellas. Mi madre sabía mucho del ballet. Es que el pueblo ruso es muy amante de su cultura, y ella no era la excepción; y a decir verdad, yo tampoco. Estoy realmente asombrada –continuó diciendo–, estoy hablando con una descendiente de una de las más grandes bailarinas clásicas de Rusia.
–Yo… yo… yo misma estoy asombrada, no lo sabía. Mi abuela nunca me habló de ella; mi abuela odiaba el ballet, no entiendo el porqué. No sé qué ocurrió.
Percibí que Natalia volvía a hacer ese gesto, como evadiéndose de la situación.
–¿Qué ocurre? ¿Usted sabe algo?
–Eres muy perceptiva, Dorogaya. Algo ocurrió, ciertamente. La historia de Natasha, de todas, es la más extraña. Su vida fue alimento de una leyenda que circuló por ahí; una leyenda que el pueblo ruso prefirió olvidar. El caso es que una noche, cuando Natasha se alzaba como la más grande de todas, justo al final de El lago de los cisnes, ella simplemente desapareció, sin dejar rastro. Tus bisabuelos enloquecieron buscándola. Se dijo que, cegada por una pasión, Natasha había huido con un desconocido amante, y que en realidad… Oh.
–¡Qué!
–No, disculpa, me dejé llevar, he sido una torpe indiscreta; tú no debes escuchar esas cosas, se trata de tus antepasados, después de todo.
–Pero, por favor, dime. ¿Qué fue lo que pasó?
–Bueno, se dice que en su afán perfeccionista, ella hizo… pacto con el demonio. Pero no hagas caso a esas estupideces. Dorogaya, sólo debes tener bien claro que Natasha fue una de las mejores; no, mejor dicho, fue la mejor, aunque su nombre fuera prácticamente borrado de la historia del ballet ruso. Lo demás, son bobaliconas que inventó la gente ociosa. Y tú, mi Dorogaya Megan, seguirás sus pasos y te convertirás en la mejor del mundo –decía esto último, agarrándome fuerte las manos.
Yo me sonrojé; no era para tanto, pero por complacerla, le seguí el amén. Era difícil decepcionarla, al notar su intensa mirada tras los cristales ahumados, como si me dijera: “O sino…”
Mi charla con Natalia se hizo muy fluida y amistosa. Me alegró tener su compañía. Con ella había olvidado ese tétrico frío. A juzgar por su aspecto, no tenía más de dieciocho, pero, sin embargo, no me atreví a tutearla hasta que me lo permitió. Es que tenía un “no sé qué”, un cierto garbo, un aire de gran dama. Sus movimientos de manos, sus gestos y su educada dicción, dejaban en claro que se trataba de una joven de familia aristócrata; tal vez alguna princesa. Aunque su hermosura decía que más bien era una modelo famosa, una estrella de cine; fue esa la primera impresión que me dio con esas gafas oscuras. No obstante, era muy culta; probablemente era lo primero. Y aunque me pareció un tanto frívola, desde aquel momento sentí como una atracción, como una fascinación por ella. Tuve la sensación de haber conocido a alguien fuera de lo común, y lo que más me subyugó fue que ella sentía algo similar por mí.
El resto de la noche habló de cosas fascinantes que había visto aquí y allá, porque era prácticamente una viajera empedernida.
Pero también noté, desde aquél primer momento, su gran vacío y soledad. “Eres muy perceptiva Dorogaya”, me había dicho. Pero yo ignoraba tanto.
Antes de que el sueño me arrastrara consigo, Natalia estuvo estudiándome. Examinó mis manos, mi rostro, e insistió en que me quitara el calzado; decía que lo más importante eran los pies, y quería ver cómo los tenía.
–Sí, eres perfecta, y también… “Ty ochen krasivaya…” Como Natasha.
–¿Y eso quiere decir…?
–Que eres muy… muy… ¿Cómo se dice? ¡Guapa! Lo siento, los viejos hábitos, ya sabes.
Lo último que recuerdo de ella aquella noche, fue verla introduciendo una tarjeta en un bolsillo de mi chaqueta de mezclilla y reclinar atentamente el respaldo de mi asiento.
Me desperté, con la luz del sol en la cara. Una voz sonaba por el altoparlante; ya nos disponíamos a aterrizar y debíamos abrocharnos los cinturones. Fue cuando me percaté de que ella no estaba.
Después, cuando el avión circulaba por la losa del aeropuerto, pregunté por ella, describiéndosela a las azafatas, quienes se encogían de hombros. La busqué entre la gente que descendía de la aeronave. Pero fue inútil, se había esfumado. Sólo me había quedado su tarjeta, con la figurilla de un cisne plateado impresa, su número y su nombre.
Después del permiso de cuatro días, regresé a mis clases, a mi apartamento compartido y a mi vida cotidiana. Y conseguí un bonito marco para mi retrato favorito.
Varias veces sostuve la tarjeta de Natalia entre mis dedos. Pero pensaba que ella tal vez ya no se acordaba de mí. ¿A cuánta gente interesante habría conocido en sus viajes?
Después de tres semanas de regreso en Nueva York, me vi obligada a visitar a un terapeuta. Es que esa cosa fría estaba acechándome todas las noches. Y buscaba estar constantemente acompañada para sentirme segura. El doc me dijo que se trataba de culpas subconscientes, gatilladas por la muerte de mi abuela, o algo así. Eso me molestó; insinuaba que me estaba volviendo paranoica.
Una de esas noches, al salir de la academia, estaba sintiendo ese frío otra vez. Abrí mi paraguas, comenzaba a lloviznar. Y mientras caminaba por una vereda de Broadway, noté que un automóvil me seguía a marcha lenta. De reojo, vi que se trataba de una inmaculada limusina blanca. Con el rocío de la noche, parecía un témpano flotando en la calle de cristal.
Algún degenerado con dinero, de seguro.
Metí la mano en el bolso y aferré con fuerza el electrochoque entre mis dedos, mientras mis ojos buscaban el uniforme de algún policía.
–¿Adónde vas con tanta prisa, Dorogaya? –salió la dulce voz del interior del coche.
–Na… Na… ¡Natalia!
Sí, era ella.
El resto de la noche fue como resbalar por un vertiginoso tobogán, fuera de todo plan y rutina.














Б
2
El emblema del cisne

Al subir al coche, mi vida se transformó en una aventura. Me convertí en el personaje de una novela, que a veces parece un cuento de hadas, otras, uno de terror.
Pero, no quiero adelantarme en mi historia.
–Debería darte un tirón de orejas –dijo–. Te dejé mi tarjeta y no me has querido llamar. ¿Crees que fue fácil encontrarte en esta ciudad de locos?
–No quise importunarte… No pensé que…
–Bueno, no importa, ya estás aquí conmigo, Dorogaya.
Me di cuenta de que estaba vestida como un hombre; llevaba un traje azul marino, como un ejecutivo de Wall Street, gafas jack, corbata de seda púrpura, guantes de cuero negro, gemelos de oro y, por lo que pude ver, mocasines italianos. Tragué saliva.
La iluminación era tenue, muy tenue, dentro del confortable habitáculo de la limusina, de modo que los haces de Broadway se metían por los cristales, derramando sus vivos colores sobre el zafirino tapiz de terciopelo, y centelleando también en las gafas de Natalia, que estaba sentada inmóvil frente a mí, observándome fijamente.
Empezó a inquietarme.
–¿Eres fotofóbica o algo así? –quise saber.
–¿Foto… fóbica?
–Sí, fotofóbica, tienes poca tolerancia a la luz. ¿Es eso? –hice un ademán, señalando sus anteojos para el sol.
–Sí, algo por el estilo.
–¿Y adónde me llevas?, si puedo saber. No tengo la costumbre de subir a un vehículo, sin conocer su destino. Además, mucho no te conozco…
–Pero yo te conozco a ti muy bien. Sé que a los catorce fumabas a escondidas en los baños de la escuela, que estabas enamorada del Señor Spock y que de niña sufriste mucho con esos horribles frenos, porque te gustaba el muchacho del correo. Pero, por sobre todo, el golpe más duro fue la muerte de tu madre, ahogada en Long Beach. Si no me equivoco, tú sólo tenías seis años. Después de eso, regresaste a Inglaterra a vivir con tu abuela Tatiana. Sé que para una noche buena, una tía lejana te obsequió un joyero musical, con la figurita de una bailarina de marfil, y volviste a todos locos, dándole cuerda una y otra vez. Sé que has visto Amor sin barreras una docena de veces y que lloras como tonta en el final. Te encantan los ravioles, y después de comer como una golosa, te metes en el baño y devuelves todo; especialmente cuando las cosas han andado mal. Y lo más importante, Megan, te gusta bailar. Te gusta, no porque sea bonito; simplemente te gusta, porque cuando bailas, ¡eres libre! Y el mundo, entonces, importa un pepino. Eres libre, y lo que vale más, eres tú misma.
Me quedé muda durante un largo rato, mientras el auto surcaba el puente de Brooklyn. Ella se sentó a mi lado y me echó encima un abrigo de gamuza. Parecía adivinar que sentía frío. Estaba muy cerca de mí, lo que me provocaba una extraña sensación, algo que apenas había percibido en el avión. Había algo como aséptico en ella, como si su carne no fuera carne. Me parecía como una muñeca de porcelana, animada por la varita de una bruja. Su cuerpo no emitía vibraciones de vida, no irradiaba calor.
Tomó mis cabellos y jugó con ellos entre sus dedos enguantados. Parecía un niño curioso y extrañamente embelesado.
–No tengas miedo –decía–. Soy rara, Megan, no sabes cuánto. A veces, al despertar, me siento aterrada de volver a repetir las mismas cosas que ya he hecho antes. Me amarga pensar que todo siempre es lo mismo. ¿Me comprendes? Por eso, necesito estar constantemente haciendo locuras sin sentido, que aunque suene paradójico, le dan sentido a mi vida. Tú tienes tu danza, yo excéntricas costumbres, que me ayudan a liberarme un poco. Pero ahora que te he encontrado, todo será mejor.
–No… No entiendo.
–Ya entenderás. Sólo te pido algo, que, por favor, no me tengas miedo.
Habíamos salido de la ciudad y el paisaje, de pronto, cambió drásticamente. La arboleda se vestía de blanco, había comenzado a nevar. Natalia abrió un poco la ventanilla y algunos copos entraron, empujados por la brisa.
–Mira Dorogaya –dijo, sosteniendo uno en la palma de su mano–, esto es magia. Ningún copo de nieve es igual a otro; si los observas a través de un microscopio, verías lo diferentes que son, y no podrías decir que el uno es más hermoso que el otro. Me encanta encontrar cosas así, ¿a ti no?
–Mm… –asentí, y me quedé contemplando aquella pepita de hielo, como por espacio de un minuto.
Entonces, ella la puso en mi mano, y al instante se derritió.
Natalia se había apartado, ahora contemplaba el paisaje.
–La nieve cae, tendiendo una alfombra blanca sobre la tierra; después viene la primavera y el sol se la lleva al cielo. Luego de unos meses, retorna el señor invierno y vuelve la nieve como en una reencarnación, y así, una y otra vez, desde que el mundo es mundo y hasta que todo termine, si tal cosa sucede. Qué bueno. Me gusta la nieve. Pero ahora ya ustala, ochen ustala. Ya hochu…
Y así, siguió hablando en ruso, pero no importaba, hacía un buen rato que hablaba para sí misma, como si yo no estuviera; hasta que finalmente se quedó callada.
La carretera había quedado atrás. Ahora circulábamos por un camino angosto, sin más iluminación que la de los focos del auto. Y finalmente, la limusina se detuvo e iluminó el emblema de un enrejado de hierro, un… cisne. Sí, eso era, con sus alas abiertas y su largo cuello curvado.
–Llegamos –dijo ella.
Entonces, el portón se abrió electrónicamente.
Su casa era una mansión de ingeniosa arquitectura futurista, de piedra, aluminio y cristales cromados. No obstante, se apreciaban ciertas formas góticas, que le daban un matiz imponente y lóbrego a la vez.
El interior era como el de un gran edificio medieval, con las paredes de piedra sin estucar. El piso era como el de una nueva cancha de baloncesto, pero cubierto en gran parte por alfombras orientales de impetuosos colores y exquisitos diseños. Toda la decoración era un lujo descomunal y el despliegue del muy fino gusto de una reina. En las espaciosas salas principales se distribuían una serie de objetos, tales como estatuillas de mármol, bronce y oro, vitrinas repletas de fina y antiquísima porcelana, pinturas de estilos renacentistas y modernos, además de diversas antigüedades, como espadas, brújulas náuticas, hélices de avión, viejos aparatos de radio, máquinas fotográficas y un sinfín de cosas, que no podía abarcar de una sola mirada. Eran muy diversos los objetos, pero lo viejo se entrelazaba armoniosamente con lo nuevo. Gigantescas y planas pantallas de televisión cubrían una que otra pared. Natalia tenía un estéreo que era como para morirse y una colección de CD sin precedentes.
–Y, ¿todo esto es tuyo? –pregunté.
–Bueno, sí, esto y mucho más.
–¿Tuyo y de quién más?
–De nadie más.
–¿Y tu familia? Tienes familia, ¿verdad?
Me sentí un tanto arrepentida, al notar que esto la indisponía un poco.
–No, no tengo familia, Dorogaya, lo último de ella fue una hermana que falleció hace poco. Pero no te preocupes, ya la había perdido hace muchos años. Ella no quería verme, ni en pintura. Aunque, como te habrás dado cuenta –continuó diciendo–, no estoy completamente sola, los chicos me dan un poco de compañía –dijo, refiriéndose a su mayordomo inglés y a media docena de guardaespaldas que custodiaban la guarida y a su dueña.
La chimenea estaba encendida. En la mesa me esperaba una humeante fuente de ravioles con salsa a la italiana, rodajas de pan de centeno, bombones suizos y una buena botella de vino tinto chileno, 120.
Ella no tocó alimento alguno. De pronto, estaba sentada a la mesa con una copa de vino en la mano, diciéndome que tenía intenciones de convertirse en algo así como mi madrina, que quería ayudarme en mi carrera, que en esa academia sólo me enseñaban a competir y que ella me enseñaría a ganar. Y de pronto, ya no estaba.
Me dijo que me sintiera como en mi casa, pero yo nunca había tenido una casa tan grande y tan lujosa, y aún no me sentía en tanta confianza; así es que me quedé en un sillón frente al fuego. ¿Adónde había ido? Se hacía tarde y quería regresar a casa. La compañera con quien compartía el departamento se preocuparía. El mayordomo, muy amable, preguntó si algo se me ofrecía, que pidiera lo que yo deseara, que sería un gusto complacerme. Yo le expliqué la situación y que debía estar al siguiente día temprano en la academia.
–Pero señorita –dijo él–, ya hay una habitación lista para usted. Es deseo de mi ama que se quede esta noche. ¿Sabe?, ella habla mucho de usted…
Aquella noche dormí entre sabanas de seda, en una enorme cama con dosel. Me sentí como una princesa. La habitación era digna de la casa, también tenía su propio hogar encendido y un bien logrado mural, con un par de cisnes retozando en un lago. En una pared contigua, estaba esa magnífica reproducción de La Monalisa, que parecía ser la obra auténtica, y frente a mí, otra de esas pantallas gigantes, inclinada un tanto hacia abajo, para efectos de comodidad. En cuanto al mobiliario, éste no tenía nada que envidiarle al de los salones de Versalles.
Cuando ya me hube metido en la cama, la pantalla se encendió.
–¿Kak dela Dorogaya Megan? –era Natalia en la pantalla–. ¿Estás a gusto? Ésta es una grabación, al término de la cual, aparecerá en pantalla un listado con tus películas favoritas. En caso de que desees ver una, marca la preferencia con el control remoto que está en el velador, a tu derecha, sino, marca la opción F (ninguna de las anteriores). Hay un reloj-alarma electrónico listo para despertarte a las 06:30. La puerta del baño es esa que parece un espejo de cuerpo entero. Tu desayuno estará listo a las 06:45, y la limusina aguardará por ti, a contar de las 07:15, en la puerta principal. Eso es todo, por ahora. Espero hayas disfrutado la velada. Yo deseo seguir disfrutando de tu compañía. Recuerda que estás en tu casa. Espero que duermas como un bebé y que tengas unos muy felices sueños, Dorogaya. Dobry vecher.
¿Por qué Natalia tenía que recordarme tanto a la abuela? “Dorogaya”, así me llamaba ella… “Dorogaya”: “Querida”. Si tan sólo me hubiera puesto a atar cabos, habría tenido la respuesta. Pero no, tal respuesta era demasiado descabellada.
Tuve un sueño rarísimo: un sonido. Algo que se quebraba una y otra vez. Y envuelta en una bata de seda, abrí las ventanas de par en par. La nieve había cesado de caer, pero, entre las nubes, la luna iluminaba el manto de plata que había dejado sobre las colinas. El aire de la noche era helado, pero me sabía tan refrescante. Y allí estaba ese sonido. Estallidos de losa contra el húmedo empedrado del patio central. Pero, ¿de dónde venía aquello? Y al alzar la vista, la vi. Era como un ángel vestido de tul. ¿Era Natalia? Estaba de pie, sobre la parte más alta del moderno castillo de cristal. Tenía bajo un brazo una pila de platos, esos de porcelana fina, y los lanzaba de a uno hacia el vacío, haciendo ademán de escuchar con atención en el momento en que éstos se hacían trizas en el suelo, provocando que dos guardias se apartaran de las inmaculadas esquirlas. A ella le parecía divertido. Sus pies descalzos apenas tocaban el suelo. Parecía flotar.
De súbito, algo me despertó. La alarma del reloj, eran las 06:35. Entonces, la pantalla se encendió.
–Buenos días, Megan –me decía Natalia otra vez–. Ésta es otra grabación. Espero que hayas dormido bien, pues hoy te espera un bonito 7 de octubre de 1989. ¡Caramba! Cómo pasa el tiempo, ¿verdad? Pero aún eres joven y hermosa, y tienes un gran día por delante, así que Carpe Diem (Aprovecha el día). Pero, Megan, no te quedes allí mirándome, y al agua, perezosa.
Después, me la encontré en la pantalla del comedor, y mientras desayunaba, me daba desde el onomástico al reporte del clima. También, en el auto, me esperaba una pantalla de televisión encendida.
–¡Ah!, Dorogaya, se me olvidaba, tengo entradas para Madame Butterfly, para esta noche. Pero, antes de eso, quiero que vayamos a tu departamento a buscar algunas cosas. Quiero que vengas a vivir conmigo. Así ya no tendrás que pagar alquiler. De ahora en adelante, yo me ocupare de ti, y tú, de nada tendrás que preocuparte, sólo de hacer lo que te gusta, ¿de acuerdo?
Me hubiera gustado objetar algo, pero no sabía cómo decirle que no.
Y así fue como viví mi primera noche en el mundo de los sueños. Y al salir de clases, me encontré con que Natalia me estaba esperando. Estaba estupenda, con un vestido de gamuza escotado y botas hasta las rodillas. Aguardaba recostada contra el costado de un Ferrari Modena, rojo. Me miró y sonrió.
–Nos vamos –dijo.
El resto de la noche se hizo según sus planes. Primero fuimos a mi apartamento a recoger mis más preciadas pertenencias; después al salón de belleza, luego a la boutique, y cuando por fin hube quedado peinada y vestida como para los casinos de Mónaco, fuimos a la función nocturna de la ópera.
En el palco, ella no dejaba de observarme, poniendo gran interés en los momentos en los que yo me emocionaba.
–¿Por qué lloras, Dorogaya?
–Es que es tan hermoso y tan triste. ¿No sientes igual?
–Net.
–Pues, qué rara eres.
–¿Por qué es tan importante para ti sentir? –preguntaba, mientras que con un dedo forrado en seda capturaba una lágrima de mi mejilla.
–No lo sé, supongo que porque estoy viva… Pero qué preguntas haces, pareces un extraterrestre.
Y se comportaba como uno, oliendo mi lágrima entre sus dedos como si fuera un perfume francés.
–Megan, te envidio –agregó.
No volvería a la academia. Natalia ya había organizado el resto de mi vida. Quise decirle que se estaba tomando atribuciones que no le correspondían, que todo el dinero del mundo no le daba el derecho de hacer conmigo lo que le viniera en gana. Pero era tan difícil. Ella me hablaba y yo quedaba completamente hechizada, ¡dominada!
Después de todo, cedí a sus deseos. Pues, al cabo de unos pocos días, tomaba clases personalizadas con una Madame que Natalia había hecho traer de París, y que era muy exigente, pero era porque esperaba mucho de mí. Y, además, tenía un salón de la casa para mí solita, con barras, espejos y el piso óptimo para la disciplina.
Era como Natalia decía: no tenía que preocuparme por nada que no fuera la danza. En la cocina se preparaban suculentos platillos para mí. Elmer, el mayordomo, tenía órdenes de vigilar estrictamente mi dieta, preocupado de que mi alimentación fuera balanceada y substanciosa. En cuanto a mi ropa, ella no me había dejado traer mucha, pues, además de comprar medio Tiffany’s, hizo traer a Oscar de la Renta, Giorgio Armani y a Versache, para que diseñaran ropa bonita para mí. Pero a ella no le bastaba que tuviera un envidiable guardarropa del tamaño de una habitación, no, además debía tener joyas y accesorios, y debía ser orfebrería de oro: collares y pendientes de diamantes, zafiros, esmeraldas, rubíes. Una fortuna en joyería.
–¡Pero Natalia, yo no puedo aceptar estos regalos!
–¿Y por qué no?
–¿Acaso eres traficante de armas o algo parecido?
–Es sólo que hago buenos negocios. Y tengo todo el dinero para gastar en lo que me plazca, y tú, Dorogaya, te has convertido en mi pasatiempo favorito.
–¿Y cuando dejé de serlo?
–Eso nunca ocurrirá, porque tú eres mi sol.
Así era mi vida en la mansión. Rodeada de lujos y sin preocupaciones. Después de mis sesiones con la Madame, nadaba en la gran piscina temperada, o me daba baños de espuma, en una no menos grandiosa tina de mármol italiano. Todo mi cuarto de baño era de mármol y las llaves del agua de oro. Me sentía como una patricia romana.
Para después, tenía cremas y perfumes exóticos, muchos de los cuales no conocía ni por el nombre. Mi vida era la de una princesa, a veces con exageración. Si hasta mi ropa íntima salía de la lavandería oliendo a rosas.
Pero al poco tiempo, comencé a darme cuenta de cosas extrañas.
Una tarde, por accidente, descubrí una puerta oculta en la biblioteca; la puerta de un corredor secreto, que conducía a una sala de estar muy peculiar, pues en ella estaba todo al revés: la alfombra, los sillones, el mobiliario, todo estaba bien dispuesto en el cielo raso. Me sentí extraña caminando alrededor de la araña, que, por así decirlo, pendía a la inversa, como un arbolito de bronce y cristal. Me sentí insecto. Sin embargo, al mirar por una ventana el mundo allá afuera, supe que no era yo la que estaba invertida.
Ni Doroty, ni Alicia podrían sentirse como me sentía yo en este fascinante país de las maravillas; y el centro de todo este universo era ella, la extraña, la que aparecía y desaparecía, como por arte de magia; la que salía por las noches en su negra motocicleta de carreras, cual Batichica a la caza de villanos. Ella, que esquiaba en las colinas bajo el claro de luna. La amante de la noche. Nunca la había visto a la luz del sol, siéndole infiel a la luna. En el día, sólo se me aparecía en video-grabaciones, para saludarme, proponerme o notificarme algo, o simplemente, hacerse presente.
A veces pasaban días y días sin que supiera de ella. Por lo visto, estaba muy ocupada, aunque no sabía en qué. De pronto, aparecía, charlábamos un rato y se iba como había llegado.
Me preocupaba que fuera a estar metida en algo ilegal: armas, drogas, ¡espionaje!
Sin embargo, esta posibilidad excitaba mi imaginación. Me gustaba creer que Natalia era agente doble; una moderna Matahari, y que andaba metida en algo peligroso, o que tenía tratos con la mafia. ¿Cómo se explicaba tanta seguridad en torno a la casa? ¿Y de dónde salía tanto dinero? Ella me gustaba, sí, deseaba ser como ella.
Me encantaba el sonido de su voz, suave, dulce y profundo. Oírla me serenaba, pero a la vez, hacía vibrar cada una de mis partículas, provocándome algo como… placer. Y la forma en que se movía, con la elegancia y la finura de una gata siamesa, como si el sutil roce del aire la acariciara constantemente, provocándole una reiterada y erótica delicia, la que no se preocupaba por ocultar, cómo si viviera con sus sentidos siempre hipersensibles y dispuestos en un preámbulo sexual, lista para hacer el amor con los elementos que la rodeaban.
Era sensual, muy sensual, pero nunca vulgar. Eso nunca. Era una dama, muy educada y dada a las buenas costumbres. Pero esto formaba una parte no menos importante de su atractivo; la hacía parecer una delicada y joven ninfa virgen. Deseable, apetitosa y difícil de poseer. Ahora que lo pienso, nadie podía poseerla, mucho menos si ella no se entregaba. Más bien, era ella quien dominaba y poseía. Y el mundo podía arrodillarse a sus pies. Pero no, el mundo no. El mundo era basura, ¿para qué podría quererlo? ¡Mejor que me poseyera a mí!
No podía creerlo. ¡Dios! Cuánto la extrañaba cuando no estaba; es que su presencia me llenaba de tal felicidad. Sus palabras eran como una droga, un vicio. Yo quería ser suya, suya, y de nadie más.
¡No podía ser! ¿Es que me estaba enamorando de una mujer?
Lo cierto es que ella producía en mí un influjo hipnótico tan delicioso, y su presencia era tan balsámica y dominante a la vez, que no habría necesitado decir una sola palabra para llevarme de la mano hasta su cama y hacerme lo que quisiese. Yo no me habría podido resistir. Es que podía sentir como su proximidad desnudaba mi alma.
Sentía miedo de lo que me pasaba, pero, a la vez, la deseaba. Sólo necesitaba sentir su piel. Sentir sus caricias recorrerme, sin esos odiosos guantes. Pero éstas no eran sus intenciones. Natalia era un fruto prohibido.
Una noche, después de tanto esperar a que me tomara, fui yo quien cedí a la tentación. Pasé mi diestra por su mejilla y…
–¡No me toques! –dijo, apartando de súbito mi mano de su cara.
–¡Estás fría! –exclamé, asustada–. ¡Fría como el hielo!
–Claro que estoy fría, acabo de llegar y afuera el aire está helado.
–Sólo quería mostrarte mi afecto.
–Yo no necesito afecto.
Me sentí triste por su reacción, pero aquella noche, antes de entregarme a los sueños, medité en el hecho. No estaba arrepentida, había sentido una piel extremada e incomprensiblemente fría, pero también había sentido una textura tan suave y exquisita, ni siquiera el pétalo de una rosa se le comparaba. Sólo unas décimas de segundo me habían bastado para poderla disfrutar eternamente. La sensación había quedado conmigo, impregnada en mi recuerdo, aunque, por otra parte, me llenaba de dudas y preguntas. “Soy rara, Megan, no sabes cuánto”. Pero no, eso a mí no me importaba. Ella me gustaba.
Ella me gustaba, y yo quería ser como ella. Y como físicamente no éramos muy distintas, comencé a vestirme como ella, a peinarme como ella, a imitarla. Y una noche, encantada con mi nueva afición, accedió a prestarme algo de su propia ropa.
–Toma lo que quieras –dijo–, es tuyo.
Era como una necesidad sentir en mi piel lo que había estado tan en contacto con la suya, sentir esas medias, esos encajes, esos góticos vestidos de cuero y terciopelo. Fue como magia, como si algo de ella pasara a mí. Y me sentí poderosa.
Y recorrí la casa calzando sus botas de charol. Era la nueva reina del castillo. Pero mi obsesión por ella no lograba calmarse con modos y fetiches, además, aún no sabía quién era ella.
Entonces, fui esclava de mi curiosidad, y como una audaz exploradora, me lancé en busca de otros secretos pasajes que me condujeran a respuestas. Aquel también era mi reino y lo desentrañaría hasta la última maravilla.
Encontré una serie de estos corredores, que durante mucho tiempo me llevaron, frustrada, a salas y habitaciones conocidas, incluyendo a mi dormitorio. Pero, finalmente, un día, después de muchos infructuosos intentos, descubrí esa escalera de caracol, que descendía bajo tierra decenas de metros. Una escalera de granito, que giraba en una estrecha circunferencia, hacia lo que debía ser el corazón de tanto misterio. Sí, titubeé un poco, la iluminación era tenue; cada tres vueltas había una lámpara de neón fija a la pared, derramando su suave luz en la fría piedra sin pulir.
De allí abajo venía una corriente de aire helado y un rumor de aguas. ¿Qué había ahí? Debía averiguarlo.
Seguí avanzando, y la brisa fría se intensificaba a cada paso que daba. No había más sonido que el que hacían mis tacones, el vibrar de los conductores eléctricos y ese sonido de agua corriendo, allá adelante, donde la luz aumentaba. Pero, si ponía atención, detectaría un sonido más, el de mi corazón, que latía fuerte, por no saber en dónde me estaba metiendo.
Y al final de un corredor, descubrí atónita algo tan extraordinario, que superó todas mis expectativas. Era una gruta enorme, iluminada por centenares de apliques y su resplandor en las aguas de un río. Sí, eso era, ¡un río! Un río subterráneo, que ocupaba la mayor parte de la superficie, ensanchándose y transformándose en un lago esmeraldino y profundo. Aquellas aguas cristalinas, de seguro, provenían de las entrañas de los Apalaches.
Una inteligencia había pasado por aquí. Un férreo espíritu, de gustos ambiciosos e imaginación desbordada. Unas manos pacientes y meticulosas, que habían forjado todo un mundo subterráneo; un mundo de luz y esplendor.
Estaba de pie en un embarcadero de mármol. A mis pies, se balanceaba cadenciosa, una verdadera góndola veneciana.
Algunas regiones planas en las paredes de la caverna habían sido ornamentadas con vivas pinturas murales de lugares exóticos, lugares que se encontraban sólo en el viejo mundo y oriente.
Yo necesitaba ver todo más de cerca. Ya había llegado hasta aquí, no había marcha atrás. Abordé la góndola y desaté su amarra. Y sirviéndome de una larga vara, empujé la embarcación río arriba. La corriente no era tan fuerte.
Hacía frío, en las orillas eran notorios los rastros de escarcha. Pero no importaba el frío, quería ver más de cerca esas pinturas superrealistas. Parecían fotografías. Quien las hubiera hecho, habría invertido años en crear semejantes obras. Y caí en la cuenta de que se trataba de una especie de galería privada. Pero sólo comenzaba apenas a descubrir qué era lo que estaba ante mis ojos.
En el centro mismo del lago, se erguía, sobre un islote artificial, un bello monumento de cristal, una construcción magnífica. Bregué hacia allí pues, y noté como aumentaba el frío a medida que me acercaba y como la luz se volvía cada vez más suave al alejarme de la orilla. Pero ese frío no era un frío común, me era un tanto familiar.
El monumento era una especie de templo. Era realmente magnífico como la luz se traslucía y reflejaba en sus formas y relieves. Su arquitectura era una armoniosa mezcla del arte indostanés, grecorromano y ruso. También estaba provisto de un embarcadero con otra góndola aparcada.
Antes de pisar suelo firme, tuve mi primera sospecha de lo que era aquello.
Até la barca junto a la otra. No, eso no era cristal, pero lo parecía.
Al subir, entonces, el tramo de escalones, mis sospechas quedaron confirmadas. Aquello era un mausoleo, y yo me encontraba contemplando el blanco y vidrioso féretro que ocupaba el centro de la cámara mortuoria. ¡Era hielo! Una tumba hecha completamente de hielo; era hielo el suelo que pisaba, tan liso y bruñido, como un estanque imperturbable. Pero me acerqué, me acerqué aún más al sarcófago. Y allí estaba, muy bien delineado sobre la tapa, el emblema; el mismo del portón, el que estaba hecho de cromo en el frente de todos los autos, y que estaba en los cubiertos y en casi todos los utensilios y objetos de la casa. El emblema del cisne. ¿Dónde lo había visto antes, cuando sólo era una niña? ¿Dónde?
“¿Y tú? ¿Quién eres tú? ¿Quién duerme su sueño eterno en un féretro de hielo?”, escuché decir a mis pensamientos. Luego vagó mi mirada.
Flores, ramos de flores, dalias, lirios y rosas, de ¡hielo!, reposando tranquilas en sus fríos recipientes. Pero, ¿quién podría crear obras semejantes? Era demasiado íntimo, demasiado privado. No, yo no debía estar allí.
Bajé rápidamente los escalones, abordé la góndola y me fui tan deprisa como pude. El corazón me latía rápido. Sin darme cuenta, me había aproximado a la orilla opuesta, pero no me importaba más que alejarme de esa tumba. Y allí había otros murales, a los que no presté atención, hasta que de pronto quedé con la boca abierta, al toparme con el retrato de alguien que yo conocía.
Esas trenzas, esas pecas, y ese uniforme de colegio inglés, eran tan inconfundibles, y esa mirada despreocupada. La niña llevaba una media comida barra de chocolate en la mano, y tenía como doce años. Y no tenía grandes preocupaciones, sólo sueños y esperanzas. La conocía bien.
Y abajo, en una esquina, con pintura roja el nombre de la niña: Megan.
Y Megan estaba retratada prolijamente en media docena de pinturas. Con mi muñeca Angelina, con un gorro de cumpleaños, en un puente del Támesis, y en mi primera clase de danza también había sido retratada. Pero, ¿por quién? ¿Y por qué?
Salí de la gruta, con más preguntas que respuestas.
Miré el reloj, Madame Babette debía estar furiosa, pero no importaba eso ahora.
Aquella noche se desató una tormenta. Jamás olvidaré esa tormenta.
La casa estaba silenciosa, y como siempre en el gran salón, el hogar flameaba, esculpiendo con sus destellos danzantes formas sombrías.
Y ahí estaba ella, quieta y distante, como si no estuviera viva. Quieta y hermosa, como el ídolo de una Driade pagana. Su mirada reposaba imperturbable entre las llamas. Parecía una sacerdotisa celta con ese vestido de blanco algodón. No llevaba gafas ni guantes. Y me produjo un sobresalto, estaba como en mis sueños. Siempre se aparecía en mis sueños; sueños extraños esos. ¿No estaría soñando ahora?
Yo entretejía en mi mente fórmulas arcaicas y bizarras estrategias para comenzar a preguntar, un pesado bulto de “porqués” que ya no podían esperar.
–Así que bajaste a la gruta –ella disparó primero, sin romper su contemplativo estado, sorprendiendo a mi sigilosa prudencia–. Y supongo que quieres saber quién soy.
–Sé… sé quién eres –dije.
–Ah, ¿si? ¿Y qué piensas de mí, entonces?
–Que eres una joven solitaria, libre, aventurera, bella, culta y adinerada; y yo te admiro. Pero estás sola, terriblemente sola, y temes mostrarte como eres en realidad. Te escondes tras una apariencia vacía. Te escondes de ti misma, y es la razón lo que desconozco, el porqué. Y quiero saber, ¿qué tengo que ver yo en todo esto?
–Dije que eras perceptiva, pero no exageres.
–Eres tan hermosa, que seguro has de tener un océano de pretendientes, pero a ninguno quieres. A nadie dejas entrar en tu corazón. Ni siquiera yo puedo –dije, con la mayor diplomacia que pude, y ella esbozó una sarcástica sonrisa.
En ese momento sentí ese terrible frío otra vez; el fuego apenas me calentaba.
–¿De qué sirven todas las riquezas del mundo… –continué–, si no tienes amor?
–¿Amor? Yo no necesito amor, y tú deberías dejar de ver esas estúpidas telenovelas. Amor.
–Tú, ¿me quieres o es que sólo soy otro de tus raros caprichos? Tu muñeca bailarina.
–¿Y si fuera así, qué? ¿Acaso no vives como una reina? Te doy todo lo que deseas.
–La verdad es que necesitas de mí, porque eres una pobre niña rica, sola y sin cariño.
–¡Calla, no sigas! ¡Basta!
–No, no basta. Natalia, yo te quiero, por favor, déjame entrar en tu mundo.
Ella aún no apartaba la mirada del fuego, como si comunicarse conmigo fuera una molestia. Su cabello era único, resplandecía como si estuviera vivo, como si fuera una llamarada de cristal. Y su piel parecía de porcelana; era tan blanca.
Afuera, los rayos y truenos expoliaban la tierra, y la luz violenta centelleaba en las ventanas.
–Sabía que bajarías allí. No he querido apurar los acontecimientos. Sabía que esta noche llegaría, pero admito que no conozco una forma adecuada para decirte…
–¡Qué!
–Esas imágenes allá abajo, son un álbum fotográfico. Son un grupo de imágenes que quedaron en mi mente. Son la historia de una vida, que no sé si fue verdad. Son piezas de un rompecabezas que trato de armar, y tú eres una pieza importante, Megan.
–¿Por qué?
–Porque eres una Velyevskaya. La Velyevskaya que yo necesito.
–¿De quién es esa tumba? –pregunté, apartándome, presintiendo y comenzando a comprender: Velyevskaya, el cisne y…
Al parecer, la tormenta se había intensificado.
–Esa es la tumba de tu diosa desaparecida: Natasha Velyevskaya, la bailarina maldita.
–¡¿Ella está aquí, en ese féretro de hielo?!
Natalia se volvió y me miró.
Se me heló la sangre. ¡Esos ojos! Ojos penetrantes, fríos e inhumanos, de cromadas pupilas luminiscentes.
¡Eran los ojos del fantasma aquel! Ojos fascinantes.
–No, Dorogaya, –dijo, con una voz espectral–, a estas horas los vampiros no duermen. Natasha Velyevskaya soy yo.








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Biografía del Autor

Aniel Bifrost (Iván Esteban Moraga Jiménez), Nace en el puerto de Valparaíso, Chile, el 5 de Octubre de 1973, durante los días más obscuros, del comienzo de la dictadura militar del General Augusto Pinochet. Régimen, que perduraría sobre la sociedad Chilena 17 años, en los cuales el joven Iván viviría una niñez marcada por una visión gris y depresiva del mundo adulto.
Desde niño cae seducido, por el mundo del cine, por George Lucas y Spielberg. La ciencia-ficción lo apasiona, la literatura fantástica no tiene fronteras, y menos aún la creación. Escribir se vuelve una meta. Para él nada supera la libertad de crear. Esa es la libertad del espíritu.
Pero el joven, en estos años, es como un polluelo de halcón, sus alas son aún muy inmaduras para volar.
A la edad de 7 años ingresa en el movimiento Scout, al cual pertenece como miembro activo durante más de 15 años, en el grupo Scout Blas Cuevas, una de las brigadas de scouts más antiguas del país. Aquí, él descubriría e incorporaría a su esencia, valores como la amistad, el honor, la lealtad y el amor por la madre naturaleza, que desde temprano, sería para él como la más grande de las Musas.
Ya siendo un joven de 17 años, ingresa al Clan RRB ZABEKÜSSA, extraña logia de carácter místico, admiradora de la cultura y mitología de los Vikingos. De aquí, él extraería, además de un sin fin de ricas enseñanzas, su seudónimo de “Bifrost” (Puente arco iris que une a la tierra de los seres humanos “Midgard”, con la de los Dioses, el “Asgard”).
El mito y la leyenda dan su gran toque al espíritu del joven autor, convirtiéndolo en un juvenil y renovado Quijote, que en secretas reuniones en lo profundo de los bosques del litoral central de Chile, escudriña senderos en busca de una nueva leyenda para su vida.
Ama profundamente a la mujer, para él es como una Diosa, la madre dadora de vida, la niña romántica, ella está en la naturaleza, ella es la razón de la poesía, ella es su más grande inspiración, la que halla en un atardecer y más aun en la búsqueda de la amada.
Se involucra con el espiritualismo y el ocultismo, fuerzas, que terminan de perfilar su carácter. Siempre hay un más allá a donde él quiere ir, parece ser, un ser en permanente viaje que sólo está de paso.
Por todo esto, rehuye de viciosos círculos de intelectualoides y politiqueros grupos literarios, para él, su obra es juvenil y espontánea expresión del espíritu, y no un deporte.



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Anielbifrost30 de abril de 2009

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