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El Placer de Lo Prohibido

Le sentaba bien la noche, desprendía sensualidad por los codos, voluptuosa, epicúrea, regalada a los placeres de la carne. Sus labios, perfilados y húmedos se desvanecían en su comisura sin apenas contrastar con lo sonrojado de sus pómulos. Sus ojos, incoloros y ausentes no te examinaban, no te analizaban ni te escudriñaban, cumplían su función natural. Sus pechos intrigaban el camino perdido en el fondo de su escote, se mostraban apetitosos, se antojaba apretarlos y comprobar su elasticidad, su firmeza, su tonicidad…
Llevaba un vestido blanco de algodón, de escote en uve y delnates negros que acariciaban sus pechos y descubrían su espalda hasta donde esta perdía la vergüenza. Un colgante de plata y forma de manzana se perdía en su canalillo, como fruto prohibido del placer de su cuerpo y negación de una inocencia interrumpida que robé bajo el tragaluz de aquella caravana. El pelo alborotado descansaba sobre sus hombros, se había quitado las gafas y sus ojos incoloros y grises conjugaban con el placer de su prohibición. A duras penas bajó las escaleras sin caerse, sirviéndose del pasamano y cruzando sinuosamente sus piernas de pies descalzos. ¿Y tus zapatos? ponte algo que vas a coger frío. No te preocupes amor, ahora voy a ponerme las botas, -respondió. Se acercó lentamente, y echando los brazos atrás y poniéndose de puntillas, estiró su cuello y su escaso metro sesenta todo lo que pudo, y aún sin ser exactamente un beso, nuestros labios, hambrientos los míos y carnosos los suyos, se conocieron.
Dejó su copa en la mesita frente al sofá, y desabrochando los botones de mi camisa, sin prisa pero sin pausa, me la quitó y tiró atrás de aquella manera. Metió las manos en mis vaqueros, tiró hacia ella y desabrochó los botones de la bragueta. Incrédulo, siempre soñé con alguien que llevara la iniciativa, que se preocupara más por mí que por ella, que hiciera el trabajo sucio. Y ahí estaba, sumisa, regalada, sin preocupaciones. Y yo, boca arriba, con las manos en la nuca. Me rodeó con sus bracitos y tiró como una fiera de los pantalones, y aún costándole porque en aquella época se llevaban ajustados, me los quitó con zapatos y todo. Se echó hacia atrás, y zigzagueando su vestido de algodón con delnates negros, lo dejó caer sobre sus pies descalzos, levantó uno y echó a un lado el vestido con el otro. Me empujó sobre el sofá con un hielo en la boca, se acercó y me besó sintiendo el frió de sus labios. Jugamos hasta que se deshizo, esmerándonos el uno en el otro, contrayendo y dilatando nuestras fantasías más íntimas y dando alas a una creatividad que nunca desarrollamos por pudor. Acarició mi oreja con su lengua helada y recreándose recorrió desde mi nuca hasta el hueco de la clavícula, pasando por el cuello, por mis hombros… acabando en mis tetillas. Creía que los hombre teníamos una zona erógena, a lo sumo dos, no más, pero con ella descubriríamos los verdaderos entresijos de nuestro cuerpo. El pelo podía ser erógeno, los besos en los párpados, llenos de terminaciones nerviosas, los lóbulo de las orejas, el cuello, la nuca, la espalda, los muslos, y porqué no, el perineo también. Me dio la vuelta, era la jefa. Cogió otro y recorrió mi espalda, desde la nuca hasta donde perdía el nombre, escribiendo el suyo y haciéndome sentir algo más que placer. Era un animal de cama, la miraba, lo sabía, y ella a su vez me miraba, sabía que lo sabía, se reía. Los pliegues del sofá, acostumbrados a fantasías eróticas y noches solitarias frente al televisor, no dejaban marcas en sus muslos. Volteándome de nuevo y aún, con el hielo entre sus labios, pasó cerca de mi entrepierna, se paró en la ingle y se montó sobre mí, escupiéndolo y mordiéndome los pezones.

Desde las alturas, donde todo tiene una óptica distinta, me guiñó un ojo, se relamió los labios con la punta de la lengua y bajó la mano hasta que lo encontró. Lo acarició para reanimarlo, y una vez listo lo introdujo dentro suya. Te voy a enseñar la fusión, -dijo en tono didáctico, desplomando sus sesenta kilos sobre mí y haciendo más profunda la penetración. Me volvió a mirar, sacó un pañuelo escondido bajo un cojín y me ató al brazo del sofá. Podía ser una venganza por lo de la caravana y tener dos matones tras la puerta, pero también podía ser lo mejor que me había pasado nunca, por una vez acabaría lo que había empezado apechugando con las consecuencias… Lo que empezó con movimientos perfectamente pélvicos y circulares se asemejaban más, a espasmos cíclicos que a movimientos armónicos, cada vez más acelerada, cada vez más violenta. Su cara infantil e inocente tornaba irascible al ritmo de estos, parecía haberse olvidado del placer, se le acabó el amor. Inmóvil por el cúmulo de sensaciones que me desbordaban e incapaz de reaccionar, el placer del principio pasó a un dolor soportable que en dos o tres espasmos más, dejaría de serlo. Le dije que me hacía daño, que parara, que el juego se acabó, pero ni caso. Sudorosa y jadeante me miraba y se dejaba caer sobre mí, sobre mis manos atadas, apretándome contra el sofá. Después se reincorporaba, entreabría un poco la boca y cogía aire, como si le faltara, ansiosa, impaciente. Sin salir de mí, se dio la vuelta como animal de cama que era, y con más espasmos, ahora en sentido contrario, se dejó caer, boca arriba, con el respirar entrecortado, los dos acabados.
A la mañana siguiente desperté desatado e inconscientemente agarrado a sus pechos. Ella encima, con la cabeza en el cuello, dibujando una sonrisa fruto de algún sueño placentero y murmurando a regañadientes. La aparté sin hacer ruido, intentando no despertarla y dándole un beso en la mejilla, me puse los calzoncillos y salí al patio a fumarme un cigarro. El día amaneció alegre, el Lorenzo estaba saliendo y en poco, la fresca cedería su turno al calorcito. Ese mismo día y esa misma noche tendría mi cita con Isabel, la que esperé durante años y apenas recordaba. Pensaba si acudir o no, y era curioso porque tuve que pasar con Cristina una noche como la de ayer para darme cuenta, que poco o nada, tenía que envidiarle. A la vez, afloraba mi lado egoísta, se hacía notar y me preguntaba por qué no, por qué conformarse con las migajas y las sobras cuando podía quedarme con el pastel, con lo que fue motivo de mi existencia durante años. Quizás por miedo a perder una forma de vida y una motivación para seguir, quizás no cumpliera las expectativas depositadas en ella, quizás inventaba “quizás”, estaba acojonado, no quería que se enterara de mi cita. Podía estar fingiendo, podía no haberse regalado tan repentinamente a los placeres de la carne y sentir por mi algo más que lo sexual. Las palabras viperinas se volvieron en mi contra, me envenenaron de algo que nunca creía haber sentido por ella, algo que tornaba preocupante y que tenía miedo a pronunciar. Y a punto de sembrarlo en un geranio de flores marchitas apareció. No lo apagues, déjame la última calada. Vale, -respondí, sabiendo que nunca compartiría con Isabel, un placer tan grande y a la vez tan pequeño, como el de fumarnos un cigarrillo a medias tras una noche sin tapujos.

Antonio18 de diciembre de 2007

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