No hay nada que disfrute más en este mundo que sentarme frente a mi ventana azul junto a mi gato Momo que aunque lejano siempre está presente mientras me aferro a la esperanza de una taza de café infinito. Después de todo, la felicidad se encuentra atada a los más simples actos, tan simples como apreciar las pocas nubes que me permiten ver los espacios entre los edificios.
Y es que el ronroneo de Momo resulta ser ese perfecto catalizador que me enfoca en apreciar aquella sencillez, por ejemplo, la poca naturaleza que aún se escapa del domino de la urbe. Aquellos rastros de maleza que se niegan a extinguirse, aquellas palomas que aunque mascotas de la ciudad permiten recordar la presencia de vida ajena al hombre.
Hace tiempo luego del fin de una relación destructiva de aquellas que generan tanto dolor que resulta agobiante llorar por lo prolongado que puede llegar a ser, tuve en uno de esos pocos espacios de deshidratación la muestra de que el mundo también se dolía. Porque después de todo nosotros como humanos nos cansamos de llorar, es más lloramos hasta que nuestro cuerpo lo permite, ya que después de cierto punto ya no salen lágrimas.
A través de mi ventana azul que por cierto genera un bellísimo efecto de viveza en la lluvia, pude ver que la tierra ya sufrió mucho, a tal punto que sus lágrimas ya no son tan frecuentes, a tal punto de que sus lágrimas ya no son tan prolongadas, a tal punto que ya se siente como pierde su vida con las pocas gotas cargadas de dolor que aun humedecen las calles de Bogotá.
Mi corazón roto y mi gato Momo me han ayudado a ver que ya hemos hecho sufrir mucho a la tierra.
Miguel Ángel Moreno Barajas

Seguir AutorRecomendar Texto Agregar a Favoritos