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Crazy Mare








CRAZY MARE.


Yohan atravesó a grandes zancadas el hall del aeropuerto dirigiéndose hacia el letrero negro que indicaba con letras amarillas la ansiada clave: Salidas. Consultó su reloj maquinalmente y un segundo después ya había olvidado la hora en que estaba. Albergaba, sin embargo, la certeza de que llegaba a tiempo para cumplimentar todas las formalidades e incluso para aburrirse haciendo crucigramas en su ordenador portátil. No obstante, tenia aprensión por lo que pudiera suceder durante las próximas horas, pues el boletín de noticias de la CNN que había tenido la oportunidad de escuchar mientras se vestía en la habitación del hotel no presagiaba nada bueno. Los controladores aéreos de los aeropuertos de París se habían declarado en huelga indefinida. Estaban decididos a aprovechar el inicio de las vacaciones escolares de la nieve, para uno de los tres grandes sectores en que se divide el territorio francés, con objeto de ejercer una presión eficaz sobre el gobierno. En caso de que su avión sufriera un retraso importante, los planes que había trazado para los próximos días sufrirían graves contratiempos, no solamente porque habría provocado el desplazamiento inútil, o al menos anticipado, de altos responsables de su empresa, con lo que ello implica de complicación logística, sino porque, dado el cariz que mostraba la coyuntura internacional, era urgente redefinir la estrategia de la compañía. Llegado ante el panel que anunciaba los próximos vuelos, tuvo que pararse para morderse el labio inferior en un gesto de contrariedad. No todo estaba perdido, el vuelo no figuraba como cancelado, sino tan sólo como retrasado. Procurando que su decepción no fuera demasiado patente, dejó que su cuerpo se desplomara en uno de los grandes sofás que a dichos efectos se hallan en tales lugares, para las grandes y pequeñas ocasiones. Cerró los ojos y deseó intensamente que para él se tratara de las últimas. Reflexionó, era a la vez pronto y tarde para anularlo todo. Pronto porque su vuelo no estaba cancelado. Tarde porque muchos de los ejecutivos en cuestión ya habrían salido, a menos que sus vuelos no hubieran sufrido retraso como el suyo. Decidió esperar, a pesar de todo. En cambio, tomó el móvil para llamar a Elise, su mujer.
-Hola, cariño. ¿Qué tal va todo?
-Muy bien, ¿Y tú? Me disponía ya a salir de casa.
-¿Has escuchado las noticias? Los puñeteros controladores se han puesto en huelga. Mi vuelo está retrasado.
-Sí, claro. Aquí los telediarios no hablan de otra cosa. Llamé por teléfono y me dijeron que, en principio, el mío saldrá a la hora prevista.
-Bien. ¿Has preparado todo como te dije?
-Sí, os he llenado el frigorífico con provisiones para una semana, por lo menos, teniendo en cuenta que vais a ser siete brutos comiendo y bebiendo sin parar. Asimismo he apilado en el armario varios sacos de patatas fritas, cacahuetes, almendras saladas, pistachos y otros productos igualmente horribles. Sin olvidarme de la abrumadora cantidad de latas de cerveza y tabaco que he acumulado en un rincón de la cocina.
-Muchas gracias, eres un ángel. No olvides poner la llave debajo del felpudo.
-Lo haré, a pesar de que considero que es peligroso. Pero en fin, eso ya te lo dije.
-Descuida, no pasará nada.
-Espero que el primero de ellos no tarde en llegar.
-En principio no. Pero con estos contratiempos no hay nada seguro. Pierde cuidado, nadie va subir a un sexto piso para mirar debajo del felpudo.
-Confiemos en ello. Bien, amor, tengo que salir ya, no vaya a ser que el avión sea puntual y lo pierda con tanta cháchara.
Cerró la comunicación, tomó de nuevo su maleta y se dirigió a la consigna. Pasó los diferentes controles, llegó a la sala de espera y se puso a hacer crucigramas con su ordenador.
Elise dio todas las vueltas que le fue posible al cerrojo y se quedó mirando con aprensión la llave, luego se encogió de hombros y se agachó para colocarla debajo del felpudo. Sonrió al notar que la falda estrecha y corta que había elegido para el viaje se le subió hasta una altura insospechada, dejando sus largas y poderosas piernas totalmente al descubierto. Confió en que nadie la estuviera viendo, no por eso, sino por la llave. En cambio, estaba acostumbrada a que la miraran bien. No en balde dejarse ver había sido su oficio. Mientras se colocaba la falda en su sitio, consciente de que los movimientos que hacía pecaban un tanto de sensuales y de que lo hacía a propósito, a pesar de seguir confiando en que nadie la estuviera viendo, por la llave, claro. Pero aún así tuvo que reconocer que era una lástima que alguien, por ejemplo detrás de esa puerta, ese vecino maduro y padre de familia, aunque apuesto todavía, se hubiera perdido esa postura tan provocativa. En fin, se dirigió al ascensor. Hacía mucho que no recordaba los tiempos del “Crazy mare”. Allí trabajaba cuando conoció a Yohan y tuvo que jurarle varias veces que no era una puta, que las chicas que actuaban en ese club ganaban suficiente pasta como para permitirse no serlo y que, por otra parte, necesitaban llevar una vida tan casta como la de una monja clarisa con objeto de mantener la forma que necesitan para poder realizar el propio espectáculo. Quedó bastante convencido. Los argumentos que le faltaban los obtuvo durante el año aproximadamente que duró el noviazgo, durante los cuales ella supo mostrarse ante él con una discreción impecable. Y en la actualidad sigue manifestándola por cuestiones diversas y variadas, entre las que merece destacar el mero hecho de que, a pesar de todo lo que se diga de los tiempos que vivimos, al menos ella considera que el matrimonio es el desenlace más conveniente para cualquier mujer y que, por tanto, ella hará cuanto esté en su poder para conservarlo y mantenerlo en el mejor estado posible. Lo cual no excluye, por supuesto, las aventuras esporádicas. Al fin llegó el ascensor. De él salió justamente el vecino de la cabellera pimienta y sal. Al saludarla pareció un tanto sorprendido, quizá un si es o no es pasmado. Lo obsequió con una sonrisa una tanto ambigua, lo que nunca se había permitido hacer. Al entrar en el ascensor y cerrar los ojos comprendió por qué lo había hecho. Y es que le hubiera gustado tanto que él hubiera salido del ascensor en el momento mismo en que ella se encontraba con todas las patas al aire y la falda por encima de las nalgas, dejando ver que justamente apenas podía calificarse de bragas ese artefacto de seducción femenina que ella se había puesto aquel día sin saber muy bien la razón. Acaso porque tenía la seguridad completa de que no sería su marido quien las iba a descubrir en esa ocasión. La lección estaba bien aprendida: todo marido debe hallarse absolutamente convencido de que se ha casado con una gazmoña incorregible. Especialmente los maridos que viajan mucho como el suyo. Así, ella dispone de un vestuario para cuando él está y otro para cuando se ausenta. Y su abundante lencería la guarda en un cajón secreto, cerrado con siete llaves.
Abrió el ascensor y se sintió complacida con la claridad del día elegido para efectuar el viaje. Tan sólo iba a ver a su madre, a Boston. Pero eso no quitaba que era un viaje lo que se disponía a hacer a pesar de todo. Y que lo iba a hacer sola. Sin olvidar que en Boston había muchos lugares para visitar y que su madre había alcanzado una edad que no gusta de los programas apretados. Salió rauda de ese embalaje metálico e hizo sonar alegremente los tacones en el mármol del hall, mientras echaba una mirada satisfecha a su imagen de gacela reflejada en los espejos que forraban las paredes de uno y otro lado.
Llevaba muy poco equipaje, por eso su paso era tan ligero. Tal vez regresara algo más cargada. Estaba deseando registrar todos los almacenes de las principales calles comerciales de la mítica ciudad a la que se dirigía. Ya iba a salir cuando se detuvo un instante. En esa ocasión se miró francamente al espejo. Su espesa melena refulgía al sol, que se filtraba de soslayo, con ese reflejo que adquieren las hojas en la eclosión del otoño. La chaqueta apenas disimulaba la esbeltez y redondez de sus formas. Más abajo, la falda estrecha se pegaba violentamente a los muslos, alcanzando a cubrir únicamente la mitad de ellos. En efecto, había logrado situarse donde pretendía, es decir, en esa línea justa que separa la elegancia de la provocación. De ese modo, la marejada de hombres con los que se va a cruzar podrá juzgar que está imponente, pero no que es un putón del tres al cuarto que anda pidiendo guerra y, si se tercia, dinero. En fin, que pretende seducir pero no que le den un par de apretones en cualquier rincón o que uno de esos chulos de baja estofa insista en llevársela a cualquier rellano oscuro y allí calzársela sin quitarle ni siquiera las bragas. Sonrió porque en verdad no haría falta quitarle las bragas que lleva, tan sólo echarla un poco hacia delante para que se apoyara en la barandilla o en los escalones, levantarle un poco la somera falda que, por lo demás, se levantaría sola y enhebrarle sin más el cetro, que se deslizaría hasta el fondo, sin que el finísimo hilo que siente a lo largo del orificio fuera lo bastante para impedirlo. Satisfecha por la certera elección, salió a la calle.
Aquello era París y en París el público masculino pide un especial refinamiento antes de dignarse a torcer la cabeza. Es exigente. No obstante, aún no había recorrido dos medias calles, ya se sentía suficientemente honrada por las penetrantes miradas provenientes del sexo opuesto. Al entrar por la boca del metro, se preguntó si iba a renunciar por ello a algunos grados de su feminidad. No tardó en responder negativamente. Eran las diez de la mañana, el laberinto subterráneo se hallaba repleto de toda clase de gente, especialmente de turistas y no iba a tocar ninguna estación que pudiera catalogarse de difícil. Era un escrúpulo vano. Lo desechó. Una mujer necesita sentirse deseada, aunque sólo sea de tarde en tarde. Pero deseada por todos. Tampoco es eso. Es más que deseada. Dudó un poco antes de confesárselo. Sí, ¿por qué no? Necesita ser, de vez en cuando, un poco puta. Aunque puta sin cobrar, por supuesto. Claro que respecto a su estancia en el “Crazy mare”, y eso a ella nunca se le pasó siquiera por la imaginación confesárselo a Yohan, lo cierto es que dicho club, en ciertas ocasiones, recibe a clientes particularmente favorecidos por la fortuna y más precisamente esos norteamericanos, todavía en edad de merecer, que no quieren volverse a su país sin haber conocido el refinamiento absoluto, el cual ellos lo circunscriben, con razón, en esa y en otras materias, a París. En fin, a veces sucede que ofrecen cantidades que no se pueden rechazar. Y sobre todo por lo que se trata, un simple juego que no por divertido deja de ser agradable. Si bien aquello resultaba tan infrecuente que no daba pie a que ninguna de las chicas se considerara en el fondo de su conciencia una puta, ni siquiera de lujo. Ellas tenían su trabajo, que era catalogado como arte y el cual requería no pocos sacrificios y esfuerzos. Hasta cierto punto, no le mintió a Yohan cuando le aseguró que llevaban una vida de monja clarisa.
A medida que se hundía en el subsuelo de París, las miradas de los hombres se oscurecían cada vez más. Lo que no carecía de cierto morbo. Sobre todo considerando la situación desde una posición en la cual se sentía, al fin y al cabo, en relativa seguridad. Aquello era un juego gratificante al que solía darse a menudo, o bien cuando sabía que podía vestirse de determinada manera sin que la viera su marido al regresar a casa. Y rara vez ocurría algo digno de mención. Es un juego socialmente permitido, como es aceptado y asumido que, en tales casos, tú no estás deseando otra cosa que arrodillarte reverentemente ante su miembro erguido e introducírtelo entero, delante de todos, dentro de tu boca.
En el andén, las miradas que le lanzaban de frente eran breves, furtivas. Mas en cuanto había pasado, notaba que se materializaban como lazos calientes ciñendo enteramente su cuerpo. Ello no rezaba para el andén frontero, desde donde todos los hombres sin excepción bebían con fruición cada uno de sus movimientos. Y ella era la misma gacela complacida con la imagen que había visto reflejada en el espejo del hall, al salir de su apartamento.
Pronto el tren se interpuso como una implacable barrera entre la delicia, ella, y sus empedernidos contempladores. Subió. Había asientos vacíos junto a la puerta opuesta. Sabía que, al sentarse, su falda iba a subir considerablemente, o mejor, bajar, pues sus rodillas se encontrarían en una posición más elevada que la parte superior de sus muslos. La incógnita era hasta dónde iba a bajar o subir el borde de su falda. No por ello dejó de sentarse con toda naturalidad. La falda bajó, o subió, bastante. No le hizo falta echar un vistazo, ya que notaba sus límites en la sedosa piel de sus magníficas extremidades. Juzgó que entraba sin remedio en el terreno de lo sexy, en pleno metro de París, pero que no llegaba a rebasar lo que podría considerarse como el límite de la decencia para dicha ciudad. Le vino a la mente la misma idea que solía concebir en el “Crazy mare”. Podéis mirar bien y disfrutad de la visión de mi cuerpo, pues no hay mal en ello, dadas las proporciones con que ha sido bastido, cualquiera lo puede comprender, incluso yo misma. Y salía infinitamente peor que desnuda al escenario para pasar con ritmo y suficiencia por las más delirantes posiciones de la posesión. Para ella, que había encajado en su cuerpo aquellas miradas incandescentes del club, ¿qué podía representar la pasión controlada de quienes, más o menos abiertamente, recorrían con vistazos, que tenían casi la consistencia de caricias, cada centímetro de sus piernas hasta hundirse por debajo de su atrevida falda? A algunos de ellos les hubiera dejado hacerlo de verdad, sólo eso, acariciarle los muslos, y más que nada por complacerles, permitirles incluso que sus dedos se hundieran unos instantes en la zona prohibida que se halla bajo su minifalda. Pero un juego tan inocente hubiera resultado escandaloso incluso para París. Y por otra parte, ¿quién para a un hombre cuando ha conseguido hacer eso? Cuántas veces ha tendido que dejarles ir hasta el final, cuando ella había pedido únicamente una suave caricia candorosa, como la que da una niña a un niño que encuentra simpático, sólo porque es suave y hace cosquillas.
A la próxima parada le tocaba cambio de línea. Supo por antelación y por experiencia que, al levantarse, provocaría la expectación general. Así sucedió y admitió sin dificultad que ello la satisfizo grandemente. Como agradecimiento por tanta y tal atención, decidió recompensarles con un gesto que, no por natural y obligatorio en tales circunstancias, resulta menos percuciente desde el punto de vista de la provocación sexual y es bajarse la minifalda con el adecuado movimiento de caderas. Sin exagerar, claro, procurando afectar discreción.
El siguiente metro venía lleno y eran muchos los pasajeros que esperaban en el andén. Apunto estuvo de renunciar a él, sin embargo no pudo echar atrás, se hallaba ya arrastrada por una marea humana que pugnaba por subir a bordo. Así que se dejó llevar. En semejante ocasión ni siquiera soñar con el número de la falda otra vez. Bueno, tampoco tenía por qué darse en espectáculo continuamente. Cuanto más, que empezaba a notar una todavía imprecisa, vaporosa, excitación. Mejor ir cortándole ya las alas a esa fantasía. Ocurre que, si se atiene a los hechos, hace mucho tiempo ya que es una esposa ejemplar. Mucho más, en todo caso, que el que empleaba en respetar las reglas de las monjas clarisas cuando estaba en el club. Lo cual no es natural para una mujer de su constitución. Razón por la cual la naturaleza reclama, a su manera, los derechos que le son debidos. Por otra parte, un ser humano no se rige únicamente por las leyes físicas. Buscó casi por instinto la barra metálica que existe en todos los vagones. Sólo cuando la tenía bien agarrada con ambas manos se dio cuenta de la reminiscencia. Se le escapó una sonrisa de nostalgia. Como por casualidad, la mayor parte de los viajeros que se hallaban de pie cerca de ella pertenecía al género masculino. Realmente debía llamar la atención. Recordó que las condiciones exigibles para entrar a trabajar en el “Crazy mare” eran en verdad draconianas. Raras eran las chicas que medían menos de un metro ochenta. Era preciso que impresionaran incluso cuando se hallaban al fondo del escenario y además se perseguía una cierta uniformidad. El director solía decir, como bromeando, “caballo grande, ande o no ande”. Pero no bromeaba, allí toda la yeguada andaba a cuál mejor. Luego, la particular gimnasia que les imponían nunca dejaba de dar su fruto, el cual, por mucho que se cubra, no puede pasar desapercibido en el metro, por ejemplo. En la parada siguiente, no todos consiguieron subir. Los que lo lograron constituyeron un número suficiente para comprimir el vagón, de modo que, cuando arrancó el tren, los cuerpos se hallaban apretujados los unos contra los otros sin remedio y vano hubiera sido todo intento para evitar el contacto. Elise se estremeció toda, de pies a cabeza, cuando notó que, tras ella, un cuerpo colosal se reacomodaba y al estabilizarse sintió que un fuste enorme, tembló al tratar de evaluar sus reales proporciones, se posicionó a lo largo de la raja que divide sus nalgas. Se dijo que hubiera pecado en exceso de pundonorosa al protestar y que, de haberse movido para buscar otra posición menos expuesta, no habría conseguido sino excitarle más. Se quedó quieta, al principio como petrificada. Luego, poco a poco, le fue volviendo el calor al cuerpo. Trató de comunicar a su mirada, aunque el gigante no la veía, pero para los otros, si alguno se había percatado de lo que sucedía, que se resignaba a ello en virtud del cariz inevitable que presidía el hecho, sin lo cual, al menos por conveniencias sociales, trataría de impedirlo o de paliarlo, en lugar de estarse allí absolutamente quieta, dejándose hacer. Sobre todo que, con los vaivenes del tren, aquello comenzaba a complicarse y la extremada verga de aquel coloso no cesaba de aumentar de tamaño. Se atrevió a echar un vistazo a su alrededor. Nadie parecía haberse dado cuenta, pero nunca se sabe, en tales casos todo el mundo disimula y trata de mirar a hurtadillas, cuando creen no ser vistos. Trató de ponerse en el peor de los casos. Todo el mundo lo ve. No solamente la verga que comienza a empujar con fuerza y a incrustarse entre sus nalgas a pesar de la falda, sino todas las restantes vergas del vagón se ponen igualmente duras ¿y qué? No pueden pasar de ahí. En cuanto llegue su estación, bajará y todo el mundo se quedará con un palmo de narices, eso sí, con un cuerno empalmado entre las piernas que no podrán sosegar ni con agua fría. Incluso el castigador no tendrá más remedio que permanecer, o bien bajar, pero no tiene nada que hacer aunque baje, en medio de toda esta civilización. Con ese pensamiento acabó de tranquilizarse. Tanto que, dado que nada podía cambiar el reconocimiento de la verdad, admitió en su fuero interno que aquel contacto rítmico y caliente le estaba comenzando a gustar más de lo que debiera. Con esa simpatía que las mujeres suelen acordar a aquellos que consiguen, aunque sea por métodos discutibles, establecer algún tipo de corriente con ellas, trató de mirarle aunque sólo fuera un instante la cara. Se trataba de un enorme pedazo de negro que algo debió entrever de la autoridad que había alcanzado sobre ella, pues en el momento en que se volvió para mirarlo, le dio un golpe breve aunque intenso con la parte baja de su abdomen que ella recibió en toda la convexidad de sus nalgas, pero especialmente en un centro que fue más neurálgico que nunca y, a través de él, le llegó hasta las mismas entrañas. Cuando quiso darse cuenta, resulta que no había logrado evitar sonreírle en el mismo momento en que recibió el embate. A partir de entonces, resultaba evidente que el único responsable de cierto movimiento de percusión no era el vaivén del tren. Por su parte, el miembro se había hinchado hasta alcanzar un volumen de proporciones insospechadas. Tanto que, en cuanto ella se aparte, el sujeto no podrá ocultar la evidencia. Cierto que ese es su problema. Recordó las pocas veces que había estado con un negro, las más de ellas para poner a prueba la generalizada reputación de amantes ardientes e inagotables que mantienen. En su caso nunca quedó defraudada. Y eso que, a modo de desafío, en algunas ocasiones se habían puesto a jugar, en número de tres o cuatro, con uno solo de ellos. Cuando le tocó a ella, recibió un castigo de vara memorable y aún le cupo la vez en una segunda ronda. También hay que decir que, entre todas, lo habían puesto a mil y lo habían dejado macerar durante un tiempo casi excesivo. Esas imágenes que se agolpaban en su memoria, junto a esos embates, no por discretos menos determinados, que recibía por detrás, acabaron por excitarla francamente. Frotó ligeramente un muslo contra el otro y notó que se deslizaban con mucha más facilidad incluso de la que esperaba. Se hallaba completamente mojada y su respiración comenzaba a acelerarse. Era absolutamente necesario que mantuviera la serenidad. Por otra parte no podía apartar su pensamiento del enorme fragmento de miembro que la estaba empujando sin parar en el lugar en que hace falta empujar. El desenlace se imponía por su propio peso a su lucidez desenfrenada. Imaginaba que la seguía hasta la primera habitación del hotel más próximo, aunque pasara ante todo el vagón y ante la patrona del hotel y ante todo París, si hacía falta, como la más acabada de las putas ¿y qué? Por una hora…. Mas durante esa hora ya veía lo que iba a suceder. La excitación acabaría por traicionar en cualquier momento la increíble prosopopeya del negro, no podría sino estremecerse cuando ella desabrochara lentamente la cremallera de su bragueta y metiera su mano tibia en el interior para enseñarle a aquella enorme verga de toro el camino de salida. En cuanto la tuviera cabeceando como un navío ante su boca se lanzaría con la voracidad que ya se está alzando por todo su cuerpo a hacerle una mamada como nunca en su vida le han hecho al africano ese, alternando los labios de terciopelo con los de ventosa, controlando para que no se le fuera antes de tiempo. Y cuando ya ruja de placer, si todavía le queda algo encima se lo quitará, tal vez se deje únicamente las bragas de zorra que, todo hay que decirlo, si se las ha puesto no es para otra cosa más que para lucirlas, adoptará una posición similar a la actual, si acaso algo más inclinada al agarrarse a los barrotes de la cama o al respaldo del sillón, pondrá el trasero lo más en pompa que pueda y este enorme pedazo de negro ya sabrá que debe hincarle la negra y espectacular polla que posee hasta la misma raíz, aunque para ello tenga que atravesarla toda. No la matará, de ello está segura. Luego aún le sobraría tiempo para coger el avión que la llevaría junto a su madre, en otro continente. Y a la vuelta ya nadie pensaría en ello. Pronto deberá bajarse del tren. Una mano tremenda como una enorme bolsa de agua caliente la agarró del muslo derecho, luego otra igual del izquierdo. Esta vez no sonríe, tiene algo de miedo, no es posible que los más inmediatos no se hayan dado cuenta, sin embargo no se mueve, ni respira, está totalmente entregada a él. Haría cualquier cosa que él le pidiera, incluso allí mismo. Las dos manos suben hasta rozar con sus dedos ambos labios de la vagina, totalmente desprotegida por las sucintas bragas. Cuando la tenía bien sujeta, así, con ambas manos la atrajo hacia sí, al tiempo que le daba un formidable golpe con su ariete. El vecino de su derecha la miró un instante para susurrarle con un ralo de voz: zorra. Y era verdad, un desconocido la estaba tratando en público como un putón y ella condescendía. No solamente condescendía, sino que deseaba con todas sus fuerzas que la cogiera del pelo, la obligara a arrodillarse y la pusiera a chupar. Ella lo hubiera hecho sin chistar hasta el final del trayecto. También notó una tercera mano, más pequeña, que buscaba su esfínter. En el mismo instante en que logró tocarlo, se abrieron las puertas del tren. Que me siga. Si lo hace, del resto me encargo yo.
Bajó en medio de una corriente en la que se distinguían zapatos, pantalones, bolsos, flotando todo en un agua única e indivisible. Aprovechó el desconcierto general para bajarse la falda. Nadie parecía prestarle atención. En cuanto tuvo ambos tacones bien afirmados en el cemento del andén, dio media vuelta. Él la estaba mirando con unos ojos inmensos, almidonados, si bien ligeramente inyectados de sangre. Pero del otro lado del cristal de la puerta ya cerrada. Ella lo observó, a su vez, sin preocuparse por borrar la impresión de súplica que debía surgir a borbotones de su rostro. El tren inició su avance y nadie más se apeó de él. Sin embargo, fueron muchos ojos los que la dejaron clavada en el suelo.
Su última correspondencia era el tren que iba a trasladarla al aeropuerto. Se sentó sin preocuparse ya de la falda ni de quien la miraba. Casi mejor así, ese tipo de aventuras nunca carece de peligro. Y más aún considerando esa tercera mano cuyo dedo corazón había conseguido deslizarse hasta la entrada misma de su esfínter. Sin embargo, le parecía tenerlo todavía ahí, ese dedo, y notaba cómo todo el orificio se le abría ante la quimera de ese contacto. Con los ojos cerrados, pasaba revista en su mente a todas las imágenes y a todas las sensaciones que había percibido o imaginado. Pero un miedo tardío no dejaba aflorar por completo el deseo.
Entró algo aturdida en el hall del aeropuerto. Aunque le sobraba tiempo, decidió registrar en primer lugar su billete y deshacerse del somero equipaje. Recordaba perfectamente de otras ocasiones dónde se hallaba su compañía, así que apenas pensaba en ello. Unas palabras cálidas, pronunciadas por una voz bien timbrada y viril, la sacaron de su ensoñación. Hacía tiempo que nadie le decía un piropo, explícitamente, pues ella bien que los leía en los ojos de todos. Sería seguramente una sinvergonzonería bien torneada. Se dio la vuelta para descubrir al autor del cumplido, del que por cierto no había comprendido nada a causa de su distracción, pero que le había sonado muy bien. Percibió a dos hombres bien plantados, de mediana edad, que llevaban con suficiencia y naturalidad un terno, azul oscuro para uno de ellos y verde botella para el otro, que la obsequiaban con una sonrisa franca, al menos no podía haber equívoco en ese tipo de sonrisas, pero todo sin desentonar y hasta con cierta elegancia masculina. Sonrió a su vez y siguió adelante.


Raymond y James venían de la sede de la Compañía, en Chicago. Para Raymond se trataba, en cierto modo, de una breve vuelta a casa, aunque en realidad vivía desde hacía año y medio en los Estados Unidos. En cuanto a James, París era todavía el mito de la elegancia, la sensualidad y el refinamiento, lo cual no resulta inexacto, pero, para él, enquistado en el cliché que se traen todos los norteamericanos en el hueso de su cabeza. Durante todo el viaje estuvo pensando en el piropo que le soltaría a la primera mujer realmente de bandera con la que se cruzara en Francia y se prometió, además, hacerlo, como una especie de desafío. La ocasión no se hizo esperar, pues en el aeropuerto mismo vio cómo se acercaba una de esas yeguas pura sangre, cuya sola visión puede hacer tambalearse a un hombre normalmente constituido. Entonces le soltó el cumplido, que más le pareció salir de las entrañas que de la memoria. Raymond sonrió también, entre divertido y sorprendido por la inesperada reacción de su colega, al que creía mucho más serio.
-¡Ah, el encanto de París comienza a hacer estragos desde el propio aeropuerto…!
-Era una promesa que me había hecho, con objeto de entrar con buen pie en la ciudad de la seducción. Pero ni siquiera alcancé a soñar que el cumplido llegara a tener un destino tan apropiado como el que acabamos de cruzar.
-En eso debo reconocer que llevas razón.
Y ambos se volvieron una vez más a contemplarla, mientras se alejaba, indiferentes a cualquier posible infracción de las conveniencias sociales.
-¿Hay muchas mujeres así en París?
-Realmente ése era uno de los más refinados ejemplares que he tenido la ocasión de contemplar. Pero también hay que decir que no es infrecuente encontrarse mujeres así en esta ciudad, si bien es preciso notar que bellezas del mundo entero vienen a París a probar suerte.
-Apuesto a que no tardan en convertirse en auténticas parisinas, por influjo de la atmósfera especial que emana la ciudad.
-Eso que dices no es más que la pura verdad. Recuerdo una compatriota tuya con la que me acosté media docena de veces, hija de un magnate, propietario de una compañía petrolífera de Texas, más rubia que un pajar recién hecho bajo el sol, a la que pregunté, por decir algo, si no se cansaba de París y si no se dejaba ganar por el recuerdo de las playas de California y la vida fácil con el dinero de papá. A lo que ella respondió que había venido a París para aprender a hacer bien la felación y que todavía le hacían falta muchas lecciones para alcanzar la perfección.
-Imagino que estará haciendo estragos, de vuelta a casa.
-Los hace, en efecto.
-Ven por aquí. Tomaremos un taxi.
Raymond dio la dirección de memoria y el vehículo arrancó. El periférico norte se hallaba congestionado y avanzaban muy lentamente, con gran profusión de paradas. A pesar de todo, James contemplaba, radiante, los horribles edificios de los alrededores. Raymond se encogió de hombros y decidió llamar a Yohan.
-¿Qué tal va todo, tunante?
-¡Joder! Mi vuelo está cancelado. Regreso ahora a la oficina que he estado ocupando durante estos días. ¡Qué remedio! Me han asegurado que va para largo. ¿Y vosotros, dónde estáis?
-Acabamos de llegar a París. En estos momentos nos hallamos en un taxi, camino de tu casa. Por cierto, dices que tu mujer nos ha dejado la llave del apartamento bajo el felpudo. Pero ¿cómo vamos a hacer para llegar hasta allí? Imagino que habrá un portal y que estará cerrado.
-Claro que estará cerrado. Os las arregláis, que ya sois mayorcitos.
-¡Fantástico!
Raymond apartó el auricular de su oreja, para no oír la risa impertinente de Yohan.
-¡Menudo panorama! Convocarnos en tu apartamento, al otro extremo del mundo, y luego dejarnos allí, mano sobre mano, aguardándote hasta a saber cuándo.
-Son los imponderables, gañán, ¿acaso no has oído hablar de ellos?
-¿Y no había modo de prevenirlo? ¿Los periódicos, no habían anunciado la huelga?
-No seas ingenuo ¿y para qué lo iban a hacer, para que todo el mundo anulara o desplazara sus reservas y perder así el efecto de sorpresa? Cuanto más caos y confusión creen, más fuerza tendrán ante la mesa de negociaciones. Imagínate, se han declarado en huelga a última hora. Y para colmo de males, este gobierno se las da de duro. Espero lo peor.
-¡Pues sí que estamos apañados! Tennos al corriente de la evolución de los acontecimientos. Es imprescindible que estemos todos para tomar una decisión y además nos hacen falta para ello los documentos que habías prometido traer y que iban a constituir el objeto de nuestro trabajo durante estos días.
-Os mandaré una parte por Internet. Comenzad a estudiarla sin mí.
-Vale, cuídate. Hasta pronto.
A James le brillaban, burlones, los ojos.
-Magnífico, esta noche saldremos a ver Paris by night.
-¿No estás cansado?
-Un poco, sí. Pero conociendo a Yohan, mejor que nos demos prisa en divertirnos antes de que llegue. Después nos quitará las oportunidades y las ganas, todo.
-Tienes razón.
En París intra muros, el tráfico era más fluido. Raymond decidió reclinar su cabeza en el respaldo y cerrar los ojos. James, por su parte, no perdía detalle de esa ciudad que le fascinaba y que sólo conocía muy superficialmente. Realmente lucía ese día un sol radiante y los turistas se paseaban en masa por los muelles del Sena, curioseando los puestos de los bouquinistes, las terrazas de los cafés tenían la totalidad de sus mesas ocupada y los camareros las recorrían raudos y gallardos, como gallos que corren de una parte a otra con objeto de poner orden en su harén.
El taxista detuvo el vehículo y señaló un número blanco, sobre una placa azul, situado junto a la entrada de un portal. Ambos viajeros se encaminaron hacia ella y se sintieron un tanto ridículos ante la puerta cerrada.
-Vamos a ver…¿el cartero? No, el cartero tiene llave maestra. ¿El técnico del ascensor?
-Espera, probemos primero suerte, a ver si alguien ha llegado antes que nosotros.
James pulsó sobre el timbre correcto. Aguardaron.
-¿Quién es?
Raymond reconoció la voz de Adrien, que venía de Hamburgo.
-Raymond y James. Tirados en plena calle.
Sonó un chasquido, podían entrar.


Al llegar ante la cinta transportadora de su compañía, Elise se encontró frente a unos empleados cariacontecidos que le anunciaron que el vuelo estaba cancelado.
-Pero si acabo de llamar por teléfono para obtener confirmación.
-Esta vez las cosas se precipitan con gran rapidez –declaró, consternado, el empleado.
-Sin embargo –intervino su compañera- , la compañía le ofrece una habitación de hotel gratuita mientras dure el contratiempo.
-Gracias, prefiero regresar a mi casa.
-¿Podría darnos un número de teléfono, por favor, para que podamos prevenirla en cuanto se confirme la salida?
Elise dictó el dato que le pedían y, sin perder la calma, se despidió amablemente. Mientras se disponía a practicar en sentido inverso el trayecto que acababa de efectuar, consideró su situación. Yohan tardaría en llegar. Aunque no le hubieran retrasado el vuelo, es poco probable que se hubiera encontrado en París antes del día siguiente, como pronto a primera hora. Por otra parte, su apartamento, a esas alturas, debía parecerse a una taberna de suburbio, repleto de hombres comiendo la bazofia que ella había dejado en el frigorífico, bebiendo latas de cerveza y fumando sin parar. No es que le desagradara imaginarse en medio de dicha atmósfera intensamente masculina, ella, la única mujer entre tanto varón, reina y receptáculo de todas las atenciones. Sólo que, en ese caso, se trataba de amigos y compañeros de su marido y su personal deontología prohibía terminantemente tentar al diablo en tales circunstancias. Hasta el momento había conseguido comportarse, al menos en el terreno de las apariencias, como una esposa ejemplar y mucho interés iba en ello pues ni a imaginar se atrevía la situación en que Yohan comenzara a albergar recelos antes de efectuar cada uno de sus numerosos viajes. Cierto que dicha confianza, incluso cabría hablar de despreocupación, se la había ganado a costa de sacrificios importantes. Afortunadamente para ella, jamás tuvo dificultades en reemplazar a un hombre por otro. No, ese magnífico día de sol y París bajo el sol es siempre una fiesta, lo aprovecharía de otra manera. Hacía tiempo que no paseaba sola por sus calles y qué mejor jornada que esa para ir de compras. Buscó en el repertorio de su memoria un buen restaurante y trazó mentalmente el itinerario. Pensó en el modo en que habían transcurrido las últimas semanas, o quizá debía hablar de los últimos meses, y no encontró nada que no fueran recepciones, cenas de negocios o en casa de amigos, sesiones de teatro o cine con Yohan, o bien interminables veladas ante la tele, observando de cuando en cuando con el rabillo del ojo cómo su marido trabajaba, infatigable, ante el ordenador. Por supuesto que, como muy bien dice él, si no fuera así, no ocuparía ni mucho menos el puesto que ocupa en la compañía. Hoy en día, nadie es irreemplazable y las empresas sólo quieren resultados. Ella no se queja en absoluto, en modo alguno está descontenta de su suerte. Debe convenir, sin embargo, en que durante los últimos meses ha vivido realmente como una monja clarisa. Y ello sin la satisfacción, impagable para una mujer, de la exaltada admiración de los hombres. O por lo menos no en la dosis a la que ella está acostumbrada. Sí que se sentía deseada, pero moderadamente, ya que solía salir con su marido y para ello no utilizaba sino la parte, digamos, exotérica de su vestuario. En cuanto él se fue a Singapur, ella se sintió un poco fatigada y decidió concederle a su cuerpo todas las horas de sueño que le pidiera y fueron muchas.
Claro que, tarde o temprano, tendrá que regresar a su apartamento, ello se impone por la fuerza misma de los hechos. Resulta, casi, honesto hacerlo. Lo contrario hubiera podido inducir a sospechas. Su marido debía regresar durante el transcurso de la noche, o a primeras horas de la mañana. Lo lógico es que ella estuviera esperándolo en casa. ¿Dónde había ido a pasar la noche, si no? No era desde luego su culpa que su apartamento estuviera repleto de hombres bebiendo y jugando a las cartas. No había vuelo, ella volvía a su casa. Aunque más tarde, hacia la noche, cuando sólo tenga que verlos un rato, antes de irse cada uno a dormir a su cama.
Instalada ante la mesa y mientras aguardaba a que le trajeran la entrada, llamó a su madre.
-¿Mamá? Mira, de momento no tienes que ir a esperarme al aeropuerto. Han cancelado el vuelo y me han asegurado que la situación no se arreglará durante varios días. No, el tiempo no, mamá, huelga de controladores aéreos. Ahora vuelvo a casa. Sí, te aviso en cuanto la situación se aclare. Un beso.
Mamá, en cambio, no podía vivir en París. A decir verdad, tampoco es eso. Lo que le ocurría era que no podía vivir sin su Boston, ciudad en la que nació y habitó hasta casarse con papá. En cuanto éste murió y se casó su hija, le faltaron pies para regresar a su país. Desde entonces había que ir de cuando en cuando a verla, aprovechando sobre todo las ausencias de Yohan. También ella se dignaba dejarse caer en alguna ocasión por París, curiosamente cuando Yohan debía salir de viaje. Venía unos días antes, por educación, pero en el fondo estaba deseando que se largara lo antes posible para salir con su hija a recorrer las calles de París y visitar los museos y hacer las compras juntas. Ambas necesitaban eso. Luego ya podían pasar meses sin verse.
Devoró con sano apetito el plato principal, el postre y se tomó un café bien cargado después. Aunque sólo bebió agua, la comida la reconfortó. Había conseguido una mesa junto a la ventana, a través de la cual entraba un sol tibio que irradiaba una agradable sensación sobre su piel. Sintió que su cuerpo se distendía, recorrido por un calor que reavivaba todos sus miembros, se dejaba ganar por una suave molicie y recuperaba el irresponsable abandono al que se había entregado por la mañana, al salir de casa, a medida que se iba disipando el temor y su pizca de vergüenza que le había producido el incidente, o aventura, con el moreno. Por primera vez sonrió al pensar en ella y se atrevió a considerar el lado positivo. No bien lo hizo, volvió a sentirse mojada en su centro y apretó los muslos el uno contra el otro, recordando, al propio tiempo, que estaban al aire libre en casi toda su longitud. Esa tercera mano la forzó a plantearse la escena ya imaginada por la mañana en otros términos. En aquella supuesta habitación de hotel habría un segundo hombre con ella. Un hombre cuyos atributos serían, en general, más reducidos, aunque no por ello indignos de atención. El negro estaba de pie, ante ella, sus piernas, como inmensas columnas de alabastro, un poco separadas, su miembro henchido hasta el extremo de hacerle pensar que, de no prodigarle las caricias que se imponían, iba a estallar y se erguía como una serpiente encolerizada, con la piel húmeda y brillante, así se lo introdujo con cuidado en su boca, que se llenó por completo de él. Jamás había tenido en la boca una verga semejante. Se aplicó con devoción al consabido masaje bucal. Poco a poco su respiración comenzó a hacerse bronca, entrecortada. Entonces ella decidió aminorar el ritmo, con objeto de prolongarle el placer. Pero él la increpó: ¡chupa, mamona!¡grandísima zorra!¡putón! Ella obedeció con evidente delectación, sintiéndose halagada hasta la médula por lo que ella consideraba como los cumplidos profundos y esenciales para el normal desenvolvimiento de la vida sexual de una mujer. Sin embargo, a partir de ahí viene la innovación. El gigante de baquelita se desplazó un poco hacia atrás, apoyó sus posaderas en la mesa del recibidor, detrás de la cual un espejo le devolvía una porción de la descomunal y lustrosa espalda oscura. Alargó su mano para agarrarla del pelo y obligarla a seguir chupando. Pero en ese instante notó que por detrás unas manos más finas, de dedos largos, le subían la minifalda hasta descubrir por completo sus grupas que recibieron, de repente, un soplo de aire fresco. No sin una lánguida lentitud, barriendo la retirada con las caricias de su lengua, se sacó por un momento el imponente aparato de la boca y se volvió para mirar a quien, según todos los pronósticos, se disponía a penetrarla por detrás, como una verdadera yegua. Se trataba de otro hombre de color, aunque más fino que el primero, pero no menos alto. Con suma desvergüenza, bajó los ojos para verle la polla. Era un bastón más bien largo y seco, completamente negro, como si hubiera sido recubierto por varias capas de un pulimento oscurísimo. Sin decir palabra, volvió a ocuparse en chupar cuidadosamente, con toda la ciencia de que era capaz, la primera verga, aguardando a que de un momento a otro le hincaran aquella vara de medir hasta la empuñadura.
Se encontraba tan mojada, que se preguntó si no habría manchado el asiento. Vio que estaba hecho de cuero, por lo que podría limpiarlo con la falda, al levantarse, si dicho accidente se había producido. Tranquilizada, se abandonó por un instante a la deliciosa sensación de frotar con toda discreción, una sola vez, sus aterciopelados muslos. Alzó de pronto la mirada, como preocupada por si alguien había adivinado el contenido de su ensoñación. Nadie parecía prestarle atención, ocupados como estaban en devorar el contenido de sus respectivos platos. Si bien, al volver a la realidad, no dejó de percatarse de que el camarero, cada vez que pasaba por su lado, echaba una furtiva mirada a sus piernas descubiertas, para delectación de los ojos de cualquiera. No le hubiera hecho gracia dejarse agarrar por aquellas manos indefectiblemente grasientas, o por lo menos oliendo a comida y a billetes sobados. Pero reconoció que también él tenía derecho, cuando concluyera su modesto trabajo, a masturbarse en la oscuridad de su tugurio pensando en ese tipo de piernas que nunca estará al alcance de su mano. En su honor, las cruzó, provocando un descenso suplementario del borde de la falda. El nerviosismo del camarero fue perceptible sólo para ella, pues, a duras penas, logró dominarse. Cuando pidió la cuenta, él se puso de manera que daba la espalda a la casi totalidad del local y, con la excusa de consultar su cuaderno de pedidos, trató de grabar en su memoria la imagen de aquellas piernas sublimes, mas sus ojos desbordaban por todas partes. Ella se dejó contemplar como quien hace una obra de caridad. Luego él trajo la factura en un estuche de cuero y aprovechó para descerrajarle, ya sin el menor disimulo, porque llega un momento en que los hombres pierden la cabeza cualquiera que sea el riesgo en el que incurran, una postrera y desesperada mirada. La cual ella acogió con una sonrisa, cuya interpretación correcta, poco importaba si él lo había entendido así, era: no te hagas ilusiones, pero contempla a tu sabor la visión que se te ofrece y haz luego de ella el uso que más te convenga. Pagó, dejó una consecuente propina y salió a pasear bajo el sol y a recorrer tiendas.
¿Se atrevería a entrar en una tienda de lencería sexy? Pues claro que se atrevería. Conocía una que se encontraba sólo a unas manzanas de allí. Cuando estaba en el “Crazy mare” solía ir a esa tienda, pero nunca sola, acompañada siempre del patrón, quien a veces acudía con algunos amigos o favorecidos, a los que les había prometido sin duda ver en paños menores a los mejores cuerpos de París, y de otras chicas. Tres o cuatro, en cada ocasión, no más. Bastaba con ese número para hacerse una idea del efecto y renovar el vestuario con el mejor gusto posible. Esa era, de hecho, la excusa que justificaba la presencia de ese cortejo masculino. Según él, se trataba de auténticos expertos en mujeres, cuya intuición en ese aspecto se revelaba siempre certera.
Puesto que iban a mimar y a reproducir en escena, más o menos explícitamente, el misterioso acto del amor, procuró inculcarles su particular filosofía respecto a dicho acto, fundamental en la existencia de los hombres y de las sociedades, el cual, no por contradictorio dejaba de ser eficaz. En primer lugar debía ser como un juego, en el que no faltaría una cierta alegría, una suerte de gozo simpático en el cumplimiento del acto de darse, el cual no debía verse como un acto feo o deshonesto y, bajo ningún punto de vista, como una pérdida dramática. Una chica del “Crazy mare” debía saber ofrecerse con facilidad y soltura, siempre y cuando se diera lo que él denominaba, con un criterio bastante ancho, un cierto decoro. Una chica que no poseyera esa cualidad, jamás alcanzaría la perfección en el escenario de ese cabaret, porque en él se trataba única y absolutamente de ello, aunque jamás se practicara el acto propiamente dicho. Y él sólo admitía en él la perfección. Pero atención, se trataba de un juego muy serio, como un ritual del que no convenía abusar. Odiaba la promiscuidad indiscriminada. Elise recordó una anécdota que servía para ilustrar adecuadamente dicha concepción y que ocurrió precisamente en la tienda a la que ella se dirigía. Fueron ella y tres chicas más, acompañadas por el patrón y no menos de cinco hombres más, impecablemente vestidos. Desembarcaron en la puerta con dos imponentes coches de lujo, que luego salieron de inmediato y regresaron puntuales para recogerles. Obviamente la encargada principal les condujo de inmediato a una sala privada, situada en el primer piso, con grandes ventanales abiertos a la calle para que entrara la mayor luz posible. El patrón le preguntó a la encargada principal si todo estaba listo. La interpelada respondió afirmativamente. Entonces le rogó que los dejaran solos un momento y que ya les avisaría cuando podían empezar a traer el género. Así se hizo y se cerraron las puertas de la sala. En un extremo había unos cambiadores que se revelaron completamente inútiles y que, mirándolo bien, de nada servían pues con toda evidencia iban a vestirlas con una indumentaria mucho más descarada que el simple y crudo desnudo. En el otro había como una tarima y en ella una mesa y varias sillas. Elise ya lo sabía de otras ocasiones y las otras, o bien lo sabían o bien se lo figuraban, el objeto de su presencia no era únicamente probarse las diferentes piezas sino efectuar diferentes retazos de los números pertenecientes a nuestro repertorio, pero así, a palo seco y sin música, con espectadores, todos ellos varones, a menos de un metro de sus cuerpos, atentos todos al menor detalle y corrigiendo a menudo la posición de una braguita, de un cordón, por delicada que fuera su ubicación, e incluso la propia postura de las chicas. Se escapaban palmaditas de ánimo y de admiración e incluso caricias furtivas, casi siempre de la parte del patrón, pero a veces también de sus invitados a quienes incitaba con un gracejo muy suyo: “¿A que nunca pensaste que cuerpos así podían existir de verdad? Ven, tienta este muslo, verás. Puro mármol de carrara. “
Como otras veces, les condujo a la tarima y argumentó de esta guisa: “Mis amigos no han estado todavía en nuestro cabaret y desconocen por completo con qué suavidad y maestría puede desnudarse una chica del “Crazy mare.” Y sin más las fue nombrando una tras otra para que efectuaran su número de desnudo integral con apoyo de sillas y mesa. Cuando le llegó el turno a Elise, le pidió a uno de los invitados que tomara asiento en la silla en la que ella debía concluir su número, sentándose, completamente desnuda, en posición inversa a la habitual, es decir, que cayó sobre el afortunado varón con los muslos ciñéndole la cintura y los brazos el cuello, apoyándose, detrás, en los barrotes del respaldo y, por suerte o por necesidad, su vagina vino a posarse como una paloma sobre su pene en plena erección, como es natural. “Soberbio ¿no?” Elise sabía que debía prolongar un instante la pose, reforzando incluso con un leve impulso el peso de su equilibrado cuerpo sobre la parte dura que tanto la honraba. Después se levantó como una reina, con su majestuosa sonrisa. Todos aplaudieron sin mucho ruido pero con evidente admiración.
Acto seguido fue hasta la puerta y susurró una orden. Las empleadas no se hicieron esperar y comenzaron a acudir acarreando en cajas de cartón o bolsas de plástico los diferentes modelos que había que probarse. Luego abrieron los paquetes y fueron extendiendo su contenido sobre la mesa. Cuando todo estuvo listo, de nuevo les rogó que los dejaran solos.
Durante cierto tiempo se lanzaron a un examen detenido, táctil y visual, de las someras prendas, aparentando haberse olvidado por completo de las chicas desnudas que, en ese momento, exhibían sus portentosos cuerpos de balde. Algunas de ellas, algo despechadas, se cruzaron de brazos. Una primera porción fue rechazada mediante dicho procedimiento. Bueno, esto otro hay que verlo puesto, dijo al fin. Y él mismo nombraba a la chica que debía probarse la prenda en cuestión. Hecho lo cual, se le pedía que adoptara las más sugerentes y variadas posturas con objeto de apreciar el rendimiento de dicha pieza. “A ver, ese culito, un poco más empinado. Así, respingón””Veamos ahora por delante. Yo creo que aún podía ser una pizca más enchonadito. Así estaría perfecto. Este otro modelo quizá convenga más. Elise, pruébatelo tú.” Lo hizo y, sin mirar, notó que la parte central de su anatomía que todos observaban con atención de entomólogo, se hallaba casi enteramente al descubierto. ¿Qué podía importar si unos segundos antes lo estaba por completo? “Ahora veamos el efecto de la parte posterior. Así, apoyadita en la mesa. Las grupas, más altas. Bien. ¿Qué tal?” Imponente, sobrecogedor”. Respondieron. “Pero quién ¿las braguitas o ella?” “Ambas, pero sobre todo ella.” “Se me acaba de ocurrir que siempre habrá en el público alguien que, como yo ahora, se pregunte si ese ligero cordón, casi un hilo, molesta realmente para la penetración. Constantemente trato de ponerme en el lugar del público y de pensar lo que ellos piensan. Es el secreto de la longevidad de mi espectáculo. Hay otros cabarets de prestigio a los que la gente va como quien visita cualquier otro monumento de París. Al mío se acude a causa de la certeza absoluta que tienen de alcanzar el paroxismo de la excitación.” Elise ya sabía que se la iban a tirar allí mismo y que aquello no era más que una excusa. Pero sabía también que sólo era un juego y que tenía que seguirlo. De no haberlo hecho, al día siguiente habría sido despedida sin contemplaciones. “A ver, que alguien nos saque de dudas, tú mismo, si quieres –señaló al más joven, casi un adolescente-. Pruébalo, dinos si ese fino cordón de terciopelo irrita, distrae o si bien su roce aumenta el placer.” El interpelado procedió a quitarse la chaqueta, luego los pantalones y camisa. Elise, dócil, sin perder la sonrisa y sin cambiar un ápice la posición que le habían pedido, lo miraba hacer y se abandonaba por completo a la lógica de los acontecimientos. Trataba de distenderse también porque debían pillarla excitada y mojada y practicable, ello era esencial. Tuvo tiempo igualmente de mirar a través de los ventanales e imaginó que tras los visillos la observaban decenas de ojos y que sus propietarios se masturbaban ante el espectáculo irresistible que estaban contemplando, lo que contribuyó no poco a culminar el proceso de preparación, antes de sentir que le hincaban por entero y de un solo golpe el no por esperado menos sorprendente ariete. “Para el primer puyazo no molesta, desde luego”. Ella bien sabía que jamás la habían sorprendido seca e impracticable “A ver ahora qué sucede con el reiterado castigo de varas” El émbolo comenzó a deslizarse por el interior de su tubo con un movimiento uniformemente acelerado y a ella a gustarle cada vez más. Todos los demás, sin excepción, escrutaban cada uno de sus gestos. Un último escrúpulo le impedía gozar abiertamente, aunque todo su interior lo hacía ya con una intensidad tan vehemente que pronto resultaría vano cualquier intento de disimulo. Una vez se le escapó el primer grito, los demás le salieron a borbotones de la boca, hasta que a cada empellón le correspondía uno. También el joven se puso a rugir como un león dentro de ella. Hasta que al final se abandonó por completo y un flujo de lava le abrasó las entrañas. Ya no gritaba, gemía con un placer tan intenso que tenía todas las apariencias del dolor. El muchacho se sirvió de ella una segunda vez y una tercera. Ella lo incitaba sin parar, ayudándolo con los movimientos rítmicos aprendidos en el escenario y aplicados posteriormente a la vida real. Cuando al fin desenvainó la espada, ella no se movió, deseando en el fondo de su alma, que otro tomara su lugar. “En verdad, no molesta para nada el dichoso cordón. Aunque tampoco creo que añada nada. Uno se olvida simplemente de él, especialmente si se calza a una hembra así.” Pero los demás se tiraron a las otras, mediante un procedimiento similar. Sólo hacia el final, cuando el río andaba ya muy revuelto, le dieron unos cuantos embates más por detrás, mientras la hacían chupar. Otras veces, en cambio, el patrón las ignoraba durante largas temporadas, lo que las hacía sufrir, pues en todo momento andaban esperando que las empalara en los probadores, donde estaban desnudas y listas para el empleo, como a veces, de hecho ocurría, o en los corredores, por los que ellas transitaban peor que desnudas. Mas eran temporadas de vacas flacas, en las que él les imponía la más absoluta abstinencia y les prohibía cualquier desliz en el exterior. “Que ninguna me salga al escenario sin desear en cuerpo y alma el arado del varón. Sois tierras labrantías y vuestra vocación es abriros por todos vuestros pliegues.” Y Elise danzaba imaginándose la afilada punta de un arado rozándole la vagina o incluso el esfínter, jamás daba un paso en falso ni hacía un movimiento desacompasado. Y en ciertos instantes privilegiados de su actuación, cada espectador conocía que todo el volumen del cuerpo de ella se había estremecido por un golpe seco dado con su propio falo.
Llegada a la tienda, se preguntó si alguien la había reconocido. Pero nadie daba la impresión de haberlo hecho. La atendieron como a una cliente normal, sin distinción de ninguna clase. Se sintió con el ánimo adecuado para hacer una buena compra. Preguntó si podía probarse los modelos y le señalaron los probadores, al fondo. Esa vez sí iba a utilizar los probadores porque había dos o tres hombres pululando, medio escondidos tras el género, la mayor parte de las veces transparente, aunque sin mostrarse intransigente con las rendijas que a veces quedaban tras cerrar, con un gesto único y natural, la cortina. Si alguno conseguía vislumbrar, en cualquiera de los espejos, una parte más o menos extensa de su cuerpo, no había mal en ello.


Adrien les había dejado la puerta entreabierta. Lo encontraron en el salón, frente a su ordenador portátil. Les pidió que lo siguieran al despacho, donde conectó el aparato a una impresora, la cual comenzó enseguida a vomitar papel por un tubo.
-Me lo acaba de mandar Yohan, con la recomendación de que comencemos a estudiarlo sin aguardar más. Lo voy a dividir en tres montones iguales y nos ponemos manos a la obra de inmediato.
-Pero bueno, ¿qué maneras son éstas de recibirnos?¿Qué tal se encuentran tu mujer y tus hijos, Raymond?¿Y tú, James?¿qué tal te ha ido desde la última vez que nos vimos, hace ya ocho meses?
-Disculpadme, pero es que a mí todas estas cosas me ponen de pésimo humor. No me agrada la idea de desplazarme, sobre todo mis hijos me preocupan, me obligan a tener continuamente un ojo sobre ellos. Y cuando viajo, me gusta arreglarlo todo pronto y bien. Llego aquí y me encuentro con esto. Así que ya os podéis figurar cómo me siento. Mi parecer es que procuremos aclararnos bien las ideas los tres, Yohan es la fuente de la mayor parte de la información, se supone que domina el tema, los demás ya se irán incorporando como puedan al tren en marcha. En cuanto estemos al completo, pasamos directamente a la deliberación y zanjamos el asunto.
-Me parece razonable lo que dices. Considera, no obstante, que, en cualquier caso, Yohan no estará aquí antes de tres días. Y eso aplicando una previsión optimista. Tomando pues en cuenta dicha estimación, creo que podemos concedernos una breve siesta, después de comer lo primero que encontremos en la nevera. Ten en cuenta que James y yo hemos hecho un viaje de diez horas.
Por toda respuesta, Adrien exhaló un profundo suspiro. Volvieron con el rimero de folios y el ordenador al salón. Con gesto fatigado, Adrien les indicó la cocina.
-En la nevera hay víveres para un mes. Y en la entrada, cerveza para un año.
-¿Has comido?
-No.
-Pues venga. A ello.
Adrien se resignó a quitarse de delante de la pantalla. Se dirigió al frigorífico, seguido por los otros dos.
-Veamos…¿qué os parece pollo frito con patatas?
-Perfecto, sácalo y tú, James, haz las raciones y caliéntalas en el microondas, mientras yo pongo la mesa.
-¿Hay cerveza fría?
-Claro, mira.
-¿Quién ha preparado todo esto?
-Parece que la mujer de Yohan ¿quién iba a ser si no?
-Podía haberlo encargado a una empleada del hogar o haber mandado directamente el pedido a un supermercado ¿qué se yo?
-No. Creí entender que era la mujer de Yohan quien debía ocuparse personalmente de ello.
-Pues presumo que es una mujer que conoce bien a los hombres.
-¿Qué sabrás tú? Anda, ve poniendo esto en el microondas.
Diez minutos más tarde estaban comiendo ante el televisor. En los aeropuertos de Orly y Charles de Gaulle reinaba el desbarajuste más absoluto. Sindicatos y gobierno se tiraban mutuamente los tejos a la cabeza. Por su parte, los viajeros, temiéndose lo peor, comenzaban a contestar mal a las preguntas de los periodistas.
-Me parece que Yohan ya puede comprarse una casa en Singapur.
Raymond rió la salida de James. No así Adrien.
-Si te gustan las gracias, puedes empezar por fregar los platos el primero.
-Siempre y cuando se establezca un turno riguroso.
-Se establecerá.
Entre los tres quitaron la mesa y James, como prometido, se situó ante el fregadero y la emprendió con los platos. Después de la siesta, leerán unas cuantas páginas de esa novela de amor que les ha enviado Yohan y luego les convencerá para que salgan a tomar una copa y tal vez, si les enreda un poco más, acaben la noche en un cabaret. No se le despintaba de la memoria la poderosa imagen de la mujer que había cruzado en el aeropuerto, se dijo que ella muy bien podía trabajar en un cabaret de París. Y no de los peores. En todo caso, un cuerpo así, era un desperdicio que no fuera expuesto a la contemplación pública. Si París poseía cien mujeres así, podía considerarse una ciudad afortunada. ¡Joder y además es que era guapísima de cara! Y qué empaque para responder a su picante atrevimiento con esa sonrisa de absoluta comprensión del deseo masculino. ¿Pero qué quieres, no voy a ir dándome a todos los hombres que se queden prendados de mí? Sería el cuento de nunca acabar, terminaría perdiéndole el gusto a la cosa. Claro. En fin…algún afortunado mortal la tendrá esta noche en la cama, en un rincón ignoto del globo.
Cumplida su obligación, se dirigió al cuarto que se había reservado, el cual resultó ser la habitación de matrimonio. Pero los demás se habían pillado las otras. Tendrá que compartirla, sin duda, con Yohan cuando éste regrese y los demás con otros… Cuando estén todos al completo, serán una buena cuadrilla, metidos en un solo apartamento, aunque grande. Abrió la cama. Las sábanas estaban recién cambiadas. Sin embargo en la pieza flotaba un olor suave que le pareció intensamente agradable. Descorrió los visillos y se encontró con una Torre Eiffel a una distancia insospechadamente corta. La novia de París, con sus interminables piernas. El sol había entrado a raudales. Sin embargo, no volvió a correr los visillos. Se acostó, arropado por el sol y por unas sábanas blanquísimas. De repente, con los ojos cerrados, cayó en la cuenta, olía a perfume de mujer. En la atmósfera luminosa de esa habitación flotaba un suave aunque inconfundible perfume caro de mujer.


Entró en Galerías Lafayette sin un objetivo concreto, para pasar el rato. Obviamente se compró cosas, todas ellas susceptibles de ser catalogadas dentro del campo de su vestuario esotérico. Era lo único que le apetecía comprar ese día, definitivamente colocado bajo el signo de la feminidad. Más precisamente de la sensualidad femenina. Encontró un magnífico traje muy ajustado y dejando al descubierto una porción inconcebible de la espalda y otra no menos alucinante de las piernas. Como era habitual, un cierto número de curiosos vigilaba de lejos o de cerca sus evoluciones ante el espejo, sus entradas y salidas de los probadores. Doctora consumada en el arte de la seducción, empleó todos los gestos y posturas de la gama baja, aprendidos y refrendados en el escenario. Los gestos de la gama baja eran imprescindibles para mantener la tensión durante los momentos, necesarios, de anticlímax. También en el escenario regía esa regla, por lo demás general, de balance entre tensión y calma. Y ahora que mencionaba ese principio universal del que tanto les había hablado el patrón, comprendía mejor esa tensión particular a la que estaba siendo sometida por su naturaleza íntima. Era tan intensa justamente porque la calma chicha había reinado en ella durante un tiempo acaso excesivo y la ley del péndulo es implacable. De ese poder avasallador sacaba el gusto y la dedicación por ese espectáculo al que se estaba consagrando. Realmente echaba de menos el “Crazy mare” y, mientras se probaba el vestido sintiendo a lo largo de sus formas las miradas cálidas de los curiosos, se propuso reconsiderar la propuesta del patrón, quien apuntó la posibilidad de trabajar, como él dijo, a tiempo parcial, es decir, esporádicamente, así, cuando a ella le viniera en gana, cuando le viniera el gusto, dijo él. Y añadió maliciosamente: a lo mejor, cuando tu marido esté ausente y te aburras sola en casa. Únicamente tienes que venir un poco antes, ensayar tus números de siempre, porque donde hay siempre queda, y eso sí, mantenerte en forma permanentemente practicando los ejercicios físicos en casa, combinados con algún deporte. Precepto este último que ella había aplicado con cierta constancia, aunque sólo fuera por higiene de vida, pero también porque era perfectamente consciente de que su cuerpo, tal y como estaba constituido y trabajado, era una fuente constante, así como una herramienta, de placer y satisfacción, tanto en el plano físico como en el psíquico.
Era una mujer y, en cuanto tal, dejó pasar las horas en el reputado centro comercial sin apenas sentirlas. Cuando salió a la calle, comenzaba a anochecer. Debía transportar su pequeño maletín de viaje y varias bolsas de plástico con las compras que acababa de realizar. Estaba claro que, con toda aquella impedimenta, debía regresar a casa ya. En el fondo lo estaba deseando y lo estaba temiendo a la vez.


James se levantó de la siesta como un hombre totalmente nuevo. Había dormido profundamente y había tenido, al propio tiempo, sueños agradables. Una vez más se confirmaba su teoría de que, cuando más intensos eran los sueños, aunque fueran pesadillas que dan la impresión de un prolongado sufrimiento, más fresco y descansado se levanta uno. El sueño había estado, por supuesto, sobrecargado de erotismo. La culpa, evidentemente, su encuentro de la mañana.
Más en: http://www.bubok.com/libros/3258/crazy-mare
Batesphilip17 de mayo de 2009

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