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Cartas de Amor En la Distancia 20

Cuando ya estaba sacando del horno la bandeja, con las manos protegidas por los viejos guantes de silicona de Mamá, Gabriel apareció en la cocina, apoyándose de manera indolente en el quicio de la puerta.
-Huele que alimenta. ¿Qué es?
-Lasaña de carne con espinacas, como a ti te gusta.
-Te has tomado muy en serio eso de que al corazón de los hombres se llega por el estómago, ¿verdad?
Ella se encogió de hombros, sin saber qué contestarle. Quizá era algo boba, porque después de cinco años todavía le resultaba difícil saber cuándo hablaba en broma y cuando en serio.
-¿Has leído algo? ¿Qué te ha parecido?
-He leído hasta la marca que tú dejaste, porque pensé que no era bueno avanzar más sin ti. Si te parece, mientras dejamos que esa lasaña se enfríe algo antes de que nos pele la lengua, puedo leer en voz alta un poco más. La verdad es que la historia que tu madre cuenta me ha llamado la atención, me parece de lo más interesante.
-Claro-tronó ella, enfadada. No es tu madre la que se lía con un cura; es normal que te parezca divertido; mientras que a mí lo que me parece es bastante asqueroso. Lee, lee si te vas a sentir mejor. Además, aunque me duela, yo tengo que ir hasta el final.
Y se sentó en una de las sillas de enea que había visto en la cocina desde que podía recordar. Los cojines cambiaban de manera periódica, según el estado de ánimo de Mamá, y los días en que ella estaba alegre eran dorados con florecitas escarlata, y cuando estaba un poco más melancólica, las sillas se ponían el traje malva desvaído, con hojas de color verde manzana situadas estratégicamente, como si de verdad cayesen de algún árbol imaginario que hubiese echado sus raíces en la cocina centenaria. Gabriel se sentó a su lado y empezó a leer con su voz lenta y pausada, con ese punto de caricia que a ella la volvía loca y que cuando estaban separados tanto anhelaba.
Me callé ante la información que me estaba dando. Él lo sabía casi todo de mi vida y conocía a mis hijos, a mis amigos e incluso había visto alguna vez a mi marido, aunque pocas porque Leandro no frecuentaba demasiado la iglesia. Pero yo no sabía nada en absoluto de él, porque nunca hablaba de sí mismo, y la verdad es que yo tampoco había preguntado. Siempre he pensado que cuando el de enfrente no cuenta, será porque no desea que se sepan sus cosas, así que no tengo la mala costumbre de hurgar en las vidas ajenas.
-Así que ahora que ya te he contado los motivos por los que vivo solo, como un ermitaño, cuéntame tú que tal van tus cosas. ¿Estás mejor en tu casa, con los tuyos?
Era una forma de hablar eufemística, porque los problemas que tenía en mi casa; él sabía sobradamente que solo afectaban a mi relación con Leandro. Con mis hijos hace tiempo que había firmado una especie de armisticio y mientras trajesen unas notas razonablemente buenas y su comportamiento estuviese dentro de las locuras normales de la adolescencia, yo me mantendría vigilante pero fuera de sus vidas, como una especie de vigía en una atalaya. Y con mi madre, a pesar de todo, intentaba mantener una relación cordial. De momento vivía todavía sola, pero era cuestión de pocos años que tuviese que traerla a casa conmigo, antes de que su salud empeorase. Era Leandro quien me causaba más dolores de cabeza, o yo a él.
-Todo discurre por los cauces adecuados-le dije con voz que intenté que fuese neutra, sin asomo de sentimientos.
-La última vez que hablamos parecías muy angustiada-me recordó. Y yo maldije para mis adentros su buena memoria; para lo que le convenía, claro, porque en otras ocasiones no recordaba ni lo que había hecho la hora anterior.
-Ya me conoces, a veces soy algo exagerada y tiendo a magnificar las cosas. Es normal que un matrimonio haya problemas; son muchas cosas que tener en cuenta, los hijos, el trabajo, la casa…en fin, que cuando hablamos la última vez me pillaste en un momento bajo y dije cosas de las que me arrepiento, y te pido perdón por haber descargado contigo mis frustraciones pasajeras.
Me miró a los ojos con profundidad, como leyendo no solo en los míos, sino en toda mi alma. Y no fui capaz de sostenerle la mirada; me entretuve, como una cobarde, en contar las baldosas entre su silla y la mía.
-No fue esa la sensación que tuve cuando hablamos, la de que magnificases nada. Yo creo que más bien te encontrabas al borde de la desesperación y tenías que hablar con alguien.

Gabriel se detuvo un momento para beber un sorbo de agua. Miró a Isabel y le preguntó si quería que siguiese leyendo. Ella asintió, sin decir nada, solo con la cabeza. No era capaz de reconocer en voz alta que quería saber más, sobre todo ahora que estaban entrando en la vida privada de sus padres, por la que tanto se había preguntado.

Como Natalia no le contestaba y seguía con la mirada fija en el suelo, Víctor la apremió, dándole una ligera palmadita en la mano. Ese contacto les erizó a los dos, a pesar de su inocencia y su ligereza, y el sacerdote la miró fijamente, dejando translucir en sus ojos mucho más de lo que hubiese deseado. Algo se le removió por dentro cuando se dio cuenta de que ella respondía a su mirada y a lo que ello implicaba; y sobre todo cuando apreció como la boca le temblaba como en una especie de tic involuntario. Ambos eran conscientes de que el aire estaba cargado de deseo, de palabras no dichas, incluso tal vez de reproches velados, de miedos y dudas.

-Habla, Natalia, di algo. No te quedes ahí callada, sentada al borde de la silla y mirándome como si te estuviese haciendo daño.

-Es así, en cierto modo.

-¿Te hago daño? ¿De qué manera te hago daño? Sabes que me dejaría arrancar la piel a tiras antes de dañarte en nada. Sólo quiero ayudarte, protegerte, que estés bien en todo momento. Sólo si tú estás bien yo puedo tener paz. Pero no me digas que te hago daño.

Natalia se levantó de la silla y caminó hacia la ventana que daba a la plaza. Apartó un poco el visillo bordado, raído ya en algunos sitios, y miró al viejo roble bajo cuya sombra se sentaban en verano los viejos a contar sus cuentos y a jugar a los dados. Ahora, en este sábado del mes de febrero, frío y ventoso, la plaza estaba desierta y vacía de risas, de niños, de juegos infantiles y de confidencias de novios que se ven a media tarde. Sólo una anciana con abrigo negro y bufanda arrastraba un perro casi tan viejo como ella. Los dos llevaban el mismo paso cansino y arrastrado de esos seres a los que les queda ya poco camino que recorrer. Natalia se fijó en la estampa de la pobre mujer con su perro y se dijo a sí misma que el tiempo pasaba rápido; ella tenía ya cuarenta años cumplidos y dos hijos que se estaban haciendo mayores. Pronto, antes de que se diese cuenta, sería como esa anciana triste y encorvada, esperando que llegase la Dama de la Guadaña para poner fin a su monotonía. No le asustaba la muerte; había estado presente cuando su padre se fue y era un paso lógico hacia el destino final. Lo que le asustaba era no haber vivido. Siempre había estado pendiente de lo que deseaban los demás: primero su madre con todas sus exigencias, luego Leandro y su manera especial de ver la vida, por último sus hijos y sus necesidades. ¿Y ella? ¿Y la Natalia mujer? Pensó que nadie la veía así; era la hija, la esposa, la madre, la amiga…Pero en su corazón había ansias, deseos incumplidos, anhelos ocultos que nadie se molestaba en conocer. Él era la única persona que se había molestado en preguntarle cómo se sentía y lo que necesitaba. El único hombre al que podía querer, el que le podía enseñar a amar de nuevo o quizá por vez primera con total intensidad era tal vez también el único que no podría amarla como ella necesitaba, como requería y como se merecía. Nunca podría ser suyo; pertenecía a otra; a una mujer muy exigente, muy celosa, muy poderosa y a la que nunca podría vencer. La Iglesia era una formidable adversaria contra la que no cabía hacerse un nuevo peinado, ni ponerse más escote o comprarse un vestido nuevo. No podía luchar contra una entidad, contra una manera de ver la vida, y menos todavía contra el sentido de la obligación y del deber de Víctor. Había hecho unos votos que para él eran sagrados y sabía que nunca los rompería. De repente, cuando se dio cuenta de que nunca podría tener lo que tanto deseaba, Natalia sintió frío y una pena inmensa por sí misma, que la obligó a abrazarse ante la ventana, para mitigar los temblores que la sacudían. Sin darse cuenta apenas y sin que pudiese evitarlo, las lágrimas empezaron a empapar sus mejillas, cayendo mansamente por la barbilla hasta detenerse en la lana de su jersey, mojando su pecho como cuando daba de mamar a sus hijos, que siempre debía vigilar el estado de su ropa antes de salir a la calle.
Beth24 de octubre de 2011

10 Comentarios

  • Vocesdelibertad

    Al borde de la silla, me tienes.
    Interesante historia!!

    24/10/11 08:10

  • Beth

    Gracias querida Voces. Un beso

    24/10/11 09:10

  • Endlesslove

    Me encanta como vas mezclando lo de la cocina en tus novelas, aunque a mí se me queme el agua, disfruto verlo y envidio a quien sabe hacerlo y se complace en ello.

    Ese corazón de Natalia, lleno de ansias, y deseos incumplidos. Estoy triste como lo está ella.
    Venia atrasada… pero ya llegué

    25/10/11 04:10

  • Beth

    A Susana, a mi la cocina me encanta desde siempre y no es que sea una maestra pero disfruto entre pucheros. Natalia quiere vivir la vida a raudales y el mundo no trata bien a las mujeres valientes que rompen moldes

    25/10/11 11:10

  • Serge

    Beth:
    "¿Y ella? ¿Y la Natalia mujer? Pensó que nadie la veía así; era la hija, la esposa, la madre, la amiga…Pero en su corazón había ansias, deseos incumplidos, anhelos ocultos que nadie se molestaba en conocer".

    Amita, muchas veces nos olvidamos de nosotros mismos ya sea por los hijos, por el trabajo, por tantas cosas. Nunca debemos olvidarnos de nosotros eso es algo que se lo debemos a nuestra dignidad.

    Un gusto leerte.

    Sergei.

    26/10/11 01:10

  • Beth

    Opino igual. Si no pensamos en nuestro propio yo, nadie lo hará. Un beso a mi gatito

    26/10/11 11:10

  • Laredacción

    BETH
    El relato continúa interesante, pero hay algo que no alcanzo a comprender: en la lectura del diario de Natalia (que insisto en que debería ir entrecomillado) se alternan la narración en primera persona " Me callé ante la información que..." con la narración en tercera persona "Natalia se levantó de la silla" ¿Está escrito por dos personas diferentes?
    Explícamelo, que estoy en un sinvivir...
    Besos.

    26/10/11 08:10

  • Beth

    No seas impaciente Esteban, eso se explica un poco más adelante. Todo en la vida tiene su explicación. Y no son dos personas las que hablan. Lo del entrecomillado ya lo se. Va en cursiva en el manuscrito pero cuando copio y pego la cursiva aquí no sale como en el original, no se por qué ni que hago mal. Lo siento, soy muy torpe en informática. Bueno...y en la vida en general

    26/10/11 09:10

  • Danae

    Ay, si es que los sentimientos no se dominan ... aunque sí los comportamientos, siempre y cuando no los tientes o acorrales demasiado ...
    Sigo leyendo ...

    30/11/11 09:11

  • Beth

    No, los sentimientos por más que lo intentemos suelen ser como un caballo desbocado

    30/11/11 09:11

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