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Cartas de Amor En la Distancia 31

-¿Crees que acabaron la relación? –preguntó Gabriel.
-No lo sé, pero apostaría que no.
-Pero tu madre parecía tener muy claro que quería terminar.
Ella rió de buena gana, echando la cabeza hacia atrás y mirándole con burla.
-Qué tonto eres y qué poco sabes de mujeres. No tienes ni idea de las veces que yo tuve claro mandarte a hacer puñetas, y el propósito me duró unas cuantas horas nada más. Sospecho que a Mamá le pasó lo mismo con ese cura del demonio.
Gabriel intentó sonreír, aunque ella se dio cuenta de que estaba confuso. Los hombres eran bastante simples y ni haciendo una novena a San Judas Tadeo, patrón de los imposibles, llegarían a conocer una décima parte del alma femenina. Mamá, ella lo sabía, estaba en el momento en que escribió esas líneas, defraudada, enfadada y furiosa con ese dichoso cura; pero seguramente al día siguiente o incluso antes estaría ya haciendo planes para verle. Sonrió para sí, porque no dejaba de hacerle gracia pensar en su madre en ese plan de seductora de hombres.
Sin embargo, tal vez estaba siendo injusta con su madre, porque recordaba perfectamente cómo el inspector de educación de la zona, que visitaba la escuela unas tres veces al año, estaba perdidamente enamorado de Mamá, desde siempre, y el pobrecillo era incapaz de disimularlo. Algo tendría su madre, aunque a ella el atractivo se le escapase; quizá porque la veía con ojos muy distintos.
-Gabriel, ¿tú crees que Mamá era guapa?
Él se quedó pensando un rato, mesándose la barba, no porque no supiese la respuesta, sino porque dudaba si al contestar sinceramente podría hacer enfadar a Isabel, tan suspicaz últimamente.
-¿Qué si tu madre era guapa?
-Sí, eso te he preguntado.
-No, creo que no era guapa-contestó seriamente, y con un gesto detuvo a Isabel para que callase y le permitiese seguir hablando. No, creo que Natalia no era guapa; era hermosa y distinguida, y distinta.
-No lo entiendo. ¿Qué diferencia hay?
-Mucha, querida-dijo, dándose importancia. A veces los hombres sabemos cosas que a vosotras se os escapan.
-Pues te ruego que me ilustres-le respondió ella con sorna.
-Guapas lo son esas chicas despampanantes entre los veinte y los treinta años; esas que consiguen que los hombres las miren cuando pasan. Y hermosas son las mujeres que cuando ya han cumplido los cuarenta años logran que los hombres con dos dedos de frente envidien a quien las lleva del brazo. Esa era tu madre; igual de hermosa con un pijama al levantarse de cama que cuando se arreglaba para salir. La belleza de Natalia le venía de dentro y no cambiaba por una pintura de labios o un vestido. Y me alegra poder decir que esa clase la has heredado tú. Sospecho que Eulalia ha salido a la familia de tu padre-terminó sonriendo maliciosamente.
Isabel, en otras circunstancias le hubiese soltado un sermón, pero estaba tan halagada por las palabras que acababa de oír, que ni se le ocurrió, por lo cual Gabriel no dejó de felicitarse.
-Y ya que he conseguido ponerte de buen humor, ¿por qué no leemos alguna de las cartas del cura? Confieso que siento mucha curiosidad por saber qué tenía que decirle a Natalia. Mucho debió de haber sido, a juzgar por lo que abulta el fajo de cartas.
-No sé, cariño, ¿de verdad te apetece leerlas?
-Pues sí, en caso contrario no te lo pediría.
-Bueno, vale, pesado. Ahora te las paso y las vas leyendo en voz alta.
Abrió el primer cajón de la mesita de noche y sacó el montón de sobres. Estuvo rebuscando un rato entre ellas para abrir la primera en orden cronológico.
-Ten, ya puedes empezar a desvelar el misterio.

"Mi Natalia:
Después de la última conversación, tan penosa por otra parte, que mantuvimos hace unos cuantos días, no he tenido fuerzas para llamarte por teléfono. No creo que fuese capaz de oír tu voz. ¿Qué te puedo decir, vida mía? Solamente que entiendo tu postura y que tienes toda la razón del mundo en reprocharme que no pueda darte lo que te mereces. Créeme cuando te digo que no hay nada en el mundo que yo desease más que poder ofrecerte lo que cualquier otro hombre. Pero yo no soy libre, creo que nunca en mi vida lo he sido y desde luego nunca lo seré. Cuando hice esos votos sabía que eran para toda la vida y el haberte conocido, aunque sea lo más maravilloso que me ha pasado, no puede cambiar nada con respecto a mi vida anterior. Yo soy sacerdote y lo seré hasta el día de mi muerte. Nada ni nadie puede cambiar eso, ni siquiera el que yo te quiera más que a mi vida. Creo que eso tú lo sabes, que siempre lo has sabido. Desconozco por qué motivo nos hemos encontrado tú y yo; y si, pienso como tú, que el destino ha sido muy cruel con nosotros, al habernos reunido tan sólo para saber que nunca podremos ser el uno para el otro jamás.
Yo no te puedo pedir nada, alma mía, no estoy en condiciones de hacerlo, pero si te queda algo de amor hacia mí, te suplico de rodillas que no me prives de saber de ti, que permitas que te vea de vez en cuando y que hablemos, simplemente para tener el consuelo de saber cómo estás.
Te ruego que sepas perdonarme y entender que esto es lo más doloroso que he hecho en mi vida
Víctor"

La lectura de esa primera carta le había dejado a Isabel un sabor agridulce. Su deseo era defenestrar la figura de ese cura desconocido, odiarle y verle como un enemigo y una persona siniestra y deplorable. Pero por más que lo desease, cada cosa nueva que sabía de él se lo ponía más complicado y en este justo instante no podía evitar el sentir una ligera piedad mezclada con simpatía. Ella no era tonta y sabía ver perfectamente en esas pocas líneas el sufrimiento inmenso de un ser humano que se debatía entre sus deseos y sus obligaciones. Se giró para comentarlo con Gabriel, pero se dio cuenta con algo de enfado de que se había quedado dormido. Le miró con inquina al principio, aunque su gesto se suavizó cuando se detuvo a observarle; yacía acostado de lado, pegado a ella, con la cabeza a la altura de su pecho y una de sus manos bajo la barbilla, como un niño pequeño. De repente la envolvió un halo de ternura y le tapó mejor, le besó el pelo y se tendió a su lado despacio para no despertarle. No sabía cuál sería su futuro al lado de este hombre, pero en este justo instante no le preocupaba; y decidió, hasta donde fuese capaz, vivir el día a día sin pensar demasiado en los problemas venideros.
Esa noche soñó con Víctor Medina; y le vio tal y como estaba representado en la foto que había encontrado en el medallón de Mamá. Lo curioso era que a su lado estaba un bebé, un niño de pocos meses, sin rostro, solamente su figura pequeña y desvalida envuelta en una toquilla. Lloraba desconsolado y sólo se calmaba cuando el cura le tomaba en brazos y le arrullaba en silencio. Luego era Mamá quien se hacía cargo del bebé con una sonrisa y los tres echaban a caminar por una carretera jalonada de árboles altos y frondosos a ambos lados.
Cuando se despertó por la mañana el sueño estaba todavía muy presente y se preguntaba qué querría decir. Ella no era muy dada a interpretar los sueños; pensaba que la mayoría de las veces carecían de todo sentido y por el contrario solían estar relacionados con las cosas que se habían visto u oído inmediatamente antes de irse a la cama. Pero no recordaba nada en relación con bebés que hubiese tratado la noche anterior. ¿Podría tratarse del siempre presente anhelo de ser madre? Pero entonces, si ese era el significado, ¿Qué hacían Mamá y el cura en su sueño? Mientras se secaba después de la rápida ducha mañanera, se dijo a si misma que no podía perder el tiempo con tonterías y ahora lo primordial era verse con el agente de la inmobiliaria para que les informase de los posibles compradores de la casa. Le dolía venderla, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Mamá no tenía más que aquella vieja casa y se la había legado por partes iguales a sus tres hijos. Sus hermanos no querían saber nada de mantenerla, así que lo más sensato era ponerla a la venta. Cierto que con la caída de precios del mercado inmobiliario no era posible pedir mucho dinero, pero al menos les evitaría gastos y preocupaciones. Además, las casas cuando nadie las habitaba terminaban por estropearse y perder el alma que las había animado. Animada por estos pensamientos tan sensatos y racionales, se dijo que al salir de la oficina a las tres iría a la inmobiliaria a enterarse de cómo iba el asunto de la venta.
Y como no era de las personas que dejan que crezca la hierba bajo sus pies, cuando salió de trabajar se encaminó a la agencia que gestionaba la venta de la casa. A aquellas horas había poco movimiento. La mayoría de los vendedores estaba disfrutando de su hora de la comida y al entrar se detuvo en la recepción, atendida por una chica de unos veinte años que se llamaba, según la identificación prendida de su hombro, Mónika con K. Odiaba la manía que le daba a la gente por variar su nombre con letras que no venían al caso. La chica, de manera poco profesional, mascaba chicle mientras tecleaba en su ordenador; y sin levantar la vista para mirarla, le preguntó en voz monótona qué deseaba.
-Quiero ver a Esteban Sande, él es quien está gestionando la venta de mi casa-le contestó cada vez de peor humor al comprobar su mala educación. Sin separar la vista de la pantalla, le indicó con un gesto que se sentase en el sofá de la entrada. Por el teléfono interior habló con alguien y todavía sin dignarse mirarla, le dijo que estaba ocupado, pero que en diez minutos la recibiría si quería esperar.
Ella se sentó donde le indicó la chica y como no tenía otra cosa que hacer, se dedicó a examinarla. Y conforme más la miraba, más vieja y fuera de lugar se sentía; quizá porque estaba juzgando a alguien por su aspecto, cosa que nunca se había permitido hacer. Esta muchacha no era fea por más que ella hiciese lo posible por parecerlo. Llevaba el pelo teñido de un negro tan intenso que le daba un tono azulado, y cortado en punta. Los anillos e imperdibles eran como un apéndice más de su cuerpo, diseminados sin orden ni concierto a lo largo de su breve anatomía. Sus piernas delgaduchas iban enfundadas en unas gruesas medias negras que remataban en unas botas más propias de un aguerrido oficial del glorioso ejército que de una chicuela anoréxica y desnutrida. Y la guinda del pastel era un vestido negro que más que un traje parecía un pingo sacado del más inmundo rastrillo y que al ser de unas dos tallas más de las que ella necesitaba, se enrollaba en su esquelética persona como una serpiente a un árbol.
Beth16 de noviembre de 2011

4 Comentarios

  • Serge

    Beth:
    "y decidió, hasta donde fuese capaz, vivir el día a día sin pensar demasiado en los problemas venideros".

    La descripción de esa recepcionista me ha dado risa. Por lo que veo Isabel es muy observadora y fisgona.

    Un gusto leerte, amita.

    Sergei.

    18/11/11 07:11

  • Beth

    En eso también ha salido a su madre literaria, en lo de fisgona. Lo siento. Una caricia, gatito

    18/11/11 10:11

  • Laredacción

    Es muy bueno que las mujeres, en su mayoría, piensen que los hombres somos muy simples; ésto, bien empleado, nos da cierta ventaja...

    ¿Tardará mucho Isabel en descubrir que su verdadero padre es...?

    19/11/11 01:11

  • Beth

    Yo no conozco demasiado bien a los hombres, Esteban, y nunca me ha gustado generalizar, pero no os calificaría de simples; más bien de unidireccionales y a veces ciegos. Pero bueno, no todos son topos en estos caminos del Señor.

    19/11/11 02:11

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