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Cartas de Amor En la Distancia 5

Antes de irse a la cama Isabel entró en la que había sido la habitación de su madre. Todo estaba de la misma manera en que ella lo había dejado su último día de vida; las zapatillas al lado de la mesita de noche, donde reposaban sus gafas y el último libro que había leído. Del armario entreabierto asomaba la manga de su bata de terciopelo azul, y en el baño todavía perduraba el aroma del perfume de lilas de Mamá. No pudo evitar que la sacudiese un escalofrío. Aquello era totalmente insano y fuera de lugar, y le hizo recordar la biografía que había leído de la reina Victoria de Inglaterra, que veinticinco años después de la muerte de su marido exigía que un criado cumpliese con el ritual de abrir su cama cada noche. No, ella no permitiría que este cuarto se convirtiese en una especie de ara de sacrificio y de conmemoración. Mañana mismo a primera hora se pondrían manos a la obra y decidirían que tiraban y que valía la pena conservar. De la inmobiliaria les apremiaban para que vaciasen la casa de trastos inútiles, porque sería más fácil de vender. Y cada día estaba más claro que habría que venderla. Los tres hermanos no se ponían de acuerdo en nada, así que era imposible que gestionasen una propiedad conjunta. Pero a ella la apenaba la venta; había sido su hogar, la casa de su infancia, su más íntimo refugio. Mientras Mamá estaba viva aquel era el hogar al que siempre podía regresar si las cosas iban mal. Otra vez las malditas lágrimas le empañaban los ojos. Se las limpió con la manga de la chaqueta y abriendo el armario, tomó el abrigo negro que siempre llevaba su madre y lo olió. Nada hay tan personal y que haga tanto daño como rememorar olores. Aquel era el aroma de su niñez, de la seguridad, del amor sin límites de su infancia. Había sido una niña feliz, y aunque nunca lo había dicho en voz alta, siempre pensó que su madre la prefería. Naturalmente, no por nada que Mamá hubiese dicho o hubiese hecho, porque a sus tres hijos les trataba igual; pero las dos eran tan parecidas que bastaba que se mirasen para entenderse. Y sin embargo, Isabel estaba segura de que Mamá se había llevado a la tumba un secreto. Aquellas visitas cada 31 de marzo al santuario, con el ramo de rosas amarillas. Los siguientes días Mamá siempre estaba triste y melancólica, sin ganas de hablar. Lo único que hacía era sentarse en la mecedora al lado del fuego, escuchando una antigua canción portuguesa que, inevitablemente, la hacía llorar. Cuando ella era pequeña solía sentarse a los pies de su madre y tomaba su mano, intentando que sonriese. Ella se daba cuenta; Isabel lo sabía por el ligero apretón que sentía en su manita, pero nunca decía nada. Y Papá, si aparecía en aquel momento por allí, las miraba a las dos con cara triste y. metiendo las manos en lo más hondo de los bolsillos, se iba con la cabeza gacha y la mirada apagada.
Sacudió la cabeza intentado alejar aquellos pensamientos que la desasosegaban. Y como en un acto reflejo se acercó al joyero de su madre, abandonado como un barco a la deriva encima del tocador. Lo abrió y volcó su contenido encima de la cama, sentándose para echar un vistazo. Su madre nunca tuvo muchas joyas, al principio porque con tres hijos le costaba llegar a fin de mes y aquella casa enorme era una boca hambrienta más que alimentar; siempre había un tejado que reparar, ventanas que reponer, una tubería que derramaba, la caldera que pedía un arreglo. Revolvió hasta encontrar la alianza de boda de su madre, desgastada ya, y vio también los pendientes de azabache que habían sido de la abuela, el collar de perlas que ella le había comprado a Mamá con su primer sueldo, aquella sortija con un aguamarina para la que su pobre madre había ahorrado tanto. Y ¿Qué era esto? Al principio le pareció que se trataba de un reloj masculino, de esos que cuelgan del bolsillo con una cadena; pero se dio cuenta de que se trataba de un colgante de mujer. Estaba sujeto a un grueso cordón de plata y se abría. Con dedos temblorosos manipuló el cierre hasta que consiguió vencer el mecanismo y vio su interior. Había dos fotos: una era de ella misma cuando era un bebé recién nacido, pelona y llorando, pues a decir de su madre así se había pasado los cuatro primeros meses de su vida; y del otro lado aparecía la imagen de un hombre de unos cuarenta años; de pelo y ojos oscuros, rostro delgado y ascético, pero con unos labios gruesos y sensuales. ¿Quién era este hombre? Papá no, desde luego; su padre tenía los ojos también oscuros, pero la estructura de su cara era más cuadrada y tenía el mentón como hendido; en nada se parecía a esa foto. Tampoco era el abuelo ni siquiera el Tío Luís. Pensó que sería mejor, de todos modos, que Eulalia no lo encontrase; así que, como si quisiera proteger a su madre de algo, aunque no tenía ni idea de qué, miró a ambos lados como una delincuente, y lo escondió en lo más hondo del bolsillo de su chaqueta.
Antes de meterse en la cama Isabel se dio un largo baño. Sentía la espalda dolorida y el agua caliente era el mejor de los alivios. Cuando ya estaba acostada Eulalia tocó a la puerta y para su sorpresa, llevaba una bandeja con dos tazas de esa infusión que Mamá solía preparar, con menta y valeriana.
-Necesitamos dormir bien, mañana nos espera un día duro-le dijo su hermana, sentándose en la cama, a su lado, mientras le alargaba una de las tazas.
Isabel estaba tan sorprendida que no sabía muy bien qué decir. Eulalia no era demasiado cariñosa y desde luego nunca se había caracterizado por su preocupación por los demás, excepto por su marido y por sus hijos.
-¿Por dónde crees que debemos empezar a sacar trastos?
-Había pensado en vaciar primero el cuarto de Mamá, es donde más cosas suyas habrá y seguramente lo que nos va a resultar más penoso. Así también podremos elegir con que nos vamos a quedar cada una, como recuerdo.
Eulalia torció el gesto, dudosa. ¿Habría algo de los cachivaches de Mamá que ella pudiese aprovechar? Lo dudaba. Desde luego, no quería ninguno de los libros, en su casa no tenía sitio para las cosas raras que ella leía; los muebles eran del siglo pasado, y el que no estaba ajado y desportillado, estaba carcomido. Mejor harían encendiendo una hoguera en el jardín trasero o dándole todas aquellas porquerías al trapero.
-Bueno, Isabel, no se. Creo que yo no voy a llevarme nada, ya bastantes cosas acumulamos. No creo que a Andrés le hiciese gracia verme aparecer con alguno de los trastos de esta casa.
-¿Haces algo sin consultarle, Eulalia?
-No se que quieres decir. Como tú no estás casada ni tienes una familia de verdad, desconoces el enorme sacrificio que el matrimonio representa. Hay que renunciar a muchas cosas para sacar una familia adelante.
Isabel desistió de contestarle, de decirle lo que pensaba, porque entonces eso las llevaría a una discusión larga y poco edificante y sobre todo le dejaría un sabor tan amargo que ya no podría conciliar el sueño, así que se limitó a encogerse de hombros y a musitar algo así como “si tú lo dices…” que le tapó la boca a su hermana. Eulalia estaba tan pagada de si misma que la única manera de mantenerla contenta era darle la razón. Y había ocasiones en que eso resultaba rentable; esta era una de ellas.
-Mañana vendrá Carmen, la señora que le ayudaba a Mamá en la casa, para ayudarnos-le dijo a Eulalia, para cambiar de tema pero también para que estuviera sobre aviso, porque era capaz de enfadarse y soltarle una de sus monumentales broncas delante de la buena señora, que desde luego no se lo merecía.
-¿Lo crees necesario?
-Pues si, de todo punto necesario. Ya te he dicho que yo dispongo solo de dos días y aquí hay mucho qué hacer. Cuando lo hayamos clasificado todo habrá que limpiar cristales, descolgar cortinas, fregar suelos…
-No me gusta esa mujer.
-¿Es que te gusta alguien, Eulalia? A todo el mundo le encuentras pegas. Carmen es una persona amable que le hizo mucha compañía a nuestra madre en los últimos tiempos. Más que sus hijos, tengo que reconocerlo.
-No es que le hiciese compañía exactamente. Era una criada, por Dios.
-No, no era una criada. No se en que mundo vives, Eulalia. Era simplemente una señora del pueblo que venía dos días por semana para ayudarle a Mamá, y ella la consideraba algo así como una amiga, no como una criada. Yo creo que de tanto presumir de moderna, te has quedado en el siglo XIX.
La hermana mayor no se dignó a contestarle. Era imposible que estuviesen juntas más de una hora sin discutir, nunca lo habían conseguido. Los catorce años de diferencia entre ellas, además de que eran dos caracteres opuestos, les pasaban factura de manera irremediable. Se levantó con la bandeja en la mano y desde la puerta le deseó buenas noches con voz seca y cortante. Isabel apagó la luz y se arrebujó debajo del edredón que olía a espliego, como toda la ropa de cama de Mamá. Aunque apenas estuviesen en octubre el tiempo era fresco en aquel lugar de montaña y además ella siempre había sido friolera. Se había levantado algo de viento y se fue adormilando con el ruido de las copas de los árboles que se mecían en el jardín. El ruido de la casa, de las maderas que durante la noche crujían y se acomodaban como un viejo barco que encuentra su camino a través del océano, la fue acunando. Eran los ruidos de su infancia, y se sentía segura con ese arrullo.

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Beth01 de octubre de 2011

10 Comentarios

  • Endlesslove

    "Nada hay tan personal y que haga tanto daño como rememorar olores".
    Yo también soy de olores Mabel , me transportan puedo aferrarme a un olor fácilmente y más si me trae recuerdos.
    Que difícil esa relación de las hermanas ...
    Un abrazo fuerte
    te sigo...
    Susana

    02/10/11 02:10

  • Beth

    La nariz tiene mucha memoria, Susana.Hay un perfume de Cacharel que era el mío hasta que una mañana me lo puse para ir a ver a una amiga que acababa de tener un niño. Y ya no me lo volví a poner, porque me recuerda que esa mañana, y en presencia, le dijeron que su hijo tenía Síndrome de Down.

    A veces es más hermana una persona que no lleva tu propia sangre. Un abrazo, querida

    02/10/11 09:10

  • Laredaccion

    Los retratos de las dos hermanas, ¿La buena y la mala?, están quedando muy bien definidos.
    Me ha gustado el tema de los olores y su relación con los recuerdos de la infancia; a mí también me ocurre.
    El relato sigue muy bien ejecutado.
    Un saludo.
    Esteban.

    02/10/11 10:10

  • Beth

    Gracias Esteban. No, no he querido hacer retratos de buena y mala, porque pienso que nadie es totalmente bueno ni malo. Simplemente son distintas, y les cuesta entenderse precisamente por eso. Solemos pensar que nuestra manera de ver la vida es siempre la correcta y eso les pasa a ellas, que creen que la otra lo está haciendo todo mal

    02/10/11 11:10

  • Vocesdelibertad

    "El ruido de la casa, de las maderas que durante la noche crujían y se acomodaban como un viejo barco que encuentra su camino a través del océano, la fue acunando. Eran los ruidos de su infancia, y se sentía segura con ese arrullo."

    Eres fantástica! tienes una manera sencilla y exquisita de describir cada instante... mmm estoy entusiasmada y eso que se supone que estoy en la parte "light", ya me imagino las páginas en las que me quedo ansiosa esperando las siguientes.

    Linda historia!!

    05/10/11 07:10

  • Beth

    Ay Voces, cada vez que escribo intento conjurar a los fantasmas de mis recuerdos y de mi infancia. A veces lo consigo, otras veces no, pero lo intento. Un beso

    05/10/11 09:10

  • Serge

    Beth:
    Amita, siempre admirado con tu forma de escribir.
    Con respecto al amor de los padres por allí escuche que éste es jerárquico siempre hay un hijo más querido sobre los demás aunque ellos digan lo contrario.
    Las vivencias sucedidas en la casa con su madre estan bien detalladas; pero me quedo con la incertidumbre ¿Quién será el señor de la foto?

    Un gusto leerte.

    Sergei.

    05/10/11 11:10

  • Beth

    Que curiosidad felina, ten paciencia Alteza que a su debido tiempo lo sabrás

    06/10/11 12:10

  • Danae

    Nada hay tan personal y que haga tanto daño como rememorar olores.

    Es cierto, querida Beth. Aromas del pasado que quedan en nuestra percepción y que cuando nos vienen, nos traen toda suerte de recuerdos.
    Un enorme abrazo.

    19/10/11 01:10

  • Beth

    No se si hay una zona especial en el cerebro destinada a los recuerdos de olores pero así es

    19/10/11 10:10

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