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Cartas de Amor En la Distancia 6

Tuvo extraños sueños aquella noche. Soñó con su infancia, cuando correteaba por los prados y los campos de los alrededores, después de merendar, con las trenzas al viento golpeándole la espalda y las rodillas siempre raspadas de caídas y demás desastres. Siempre había sido un poco chicazo y prefería subirse a los árboles que jugar con muñecas. Cuantas veces Mamá había tenido que curarle las heridas cuando ya al anochecer llegaba a casa, con los calcetines por los tobillos y el dobladillo descosido. Pero extrañamente en su sueño aparecía Gabriel tal y como era ahora, en la actualidad, con su barba entrecana y su aire indolente. No sabía por qué, entre todos los hombres que conocía había tenido que enamorarse precisamente de él. Llevaban juntos cinco años y ella le quería más que a su vida, pero se daba cuenta de que el suyo era un amor complicado. Quizá el que no se pudiese quedar embarazada era un designio, algo que le venía a dar a entender que esa unión nunca llegaría a buen puerto. Gabriel era una persona encantadora, el hombre que ella consideraba ideal para compartir su vida, pero nunca podría darle lo que ella necesitaba. Entonces, ¿Qué sentido tenía seguir adelante? Un año antes, cuando él volvió a las andadas, pensó que nunca sería capaz de perdonarle, y tuvo la maleta hecha para abandonarle, pero al final no fue capaz. Bastó con verle sentado en el borde de la cama, con las lágrimas resbalando por sus mejillas y mojando las manos, posadas encima de las rodillas, para que no fuese capaz de marcharse. Y le perdonó; aunque el corazón le doliese hasta hacerle perder el sentido. Hubiese sido más fácil el perdón si el desliz hubiese sido con otra mujer, pero con ella, con Ana, le resultaba muy difícil olvidar. Sabía que sus lazos nunca se habían roto del todo, porque ella usaba a una tercera persona inocente, a su pobre hijo Enrique, enfermo desde el día en que nació, para tenerle atado a ella y a sus caprichos por la fina cadena de la culpabilidad y la dependencia. Y él siempre caía, no se daba cuenta de que le usaba a su antojo como si en vez de un hombre fuese un pobre muñeco de trapo.
Se despertó sudorosa y con el pelo revuelto. Se pasó una mano por los ojos para despejarse y al mirar el reloj vio que eran las cinco de la mañana. Demasiado temprano para levantarse, pero sabía que ya sería incapaz de conciliar el sueño de nuevo. Así que se levantó despacio y se abrigó con su vieja bata de franela, descosida ya en muchos sitios y que seguía colgada en el armario de su habitación desde que era apenas una adolescente. Se calzó las zapatillas y bajó a la cocina despacio, tanteando las escaleras, sin querer ni encender la luz por temor a que su hermana se despertase. Acercó al fuego la tetera y se sentó en la mecedora que había sido de Mamá. Parecía conservar todavía algo de su calor. Cuantas veces, al llegar del colegio o del cercano pueblo, se la había encontrado allí sentada, leyendo, cosiendo o simplemente con la vista perdida en el vacío, pensando. Mamá era una mujer callada, nunca había sido demasiado comunicativa y estaba segura de que algo en su vida había ido siempre terriblemente mal, aunque no pudiese decir exactamente qué. Cuando la sorprendía así, con la mirada tan triste que parecía que su corazón iba a romperse en pedazos, el mundo de Isabel parecía desmoronarse. Mamá era su referente, su fortaleza, la columna vertebral de la casa y de la familia. ¿Qué harían todos si ella se desmoronaba? Pero nunca lo había hecho. Apenas se daba cuenta de que alguien había llegado, mudaba el gesto, se alisaba el pelo y el vestido y dibujaba una sonrisa valerosa mientras indefectiblemente preguntaba
-¿Te preparo algo de cenar?
La mayor parte de las veces Isabel no tenía hambre, pero le decía que si, porque sabía que su madre solo se encontraba contenta y útil cuando daba de comer a la gente o se preocupaba por su bienestar.
Mamá siempre pensaba que en la comida y en la cotidianeidad estaba el consuelo a todos los males. Y puede que tuviese razón; había algo medicinal y profundamente calmante en el hecho de aferrarse a las tareas cotidianas y repetitivas. Mientras fuese necesario hacer las camas diariamente, limpiar, sacar a pasear al perro o planchar, todo iba bien. Mientras tomaba el te y se calentaba las manos al mismo tiempo contra la taza, volvió a pensar en el sueño que había tenido. Ella amaba a Gabriel, le amaba con toda el alma, como nunca había querido a nadie, pero no podía llegar del todo hasta él. Había una parte suya en la que nunca podría entrar. Y tenía miedo, siempre temía perderle. En el fondo, aunque la gente la viese como la mujer triunfadora y valiente que era capaz de hacerle frente a todo, sabía bien que era una persona frágil, a la que bastaba una mirada fría, una palabra seca o la sospecha de que la persona amada se estaba alejando, para hacer que su precario equilibrio se derrumbase. Ella había aceptado que Gabriel tenía una vida anterior y lo había hecho con todas las consecuencias. Se había casado cuando era muy joven con Ana, una compañera de estudios, y habían tenido un niño que ahora contaba diez años y que siempre, desde el día en que nació, había tenido una salud muy delicada, debido a una extraña afección en el riñón. Aunque el matrimonio hacía mucho tiempo que iba mal, él se resistía a una separación por el niño. Isabel había soportado la situación durante cinco años, viéndole solo algún fin de semana o alguna noche esporádica que podía pasar con ella en su casa. Al principio pensó que le bastaría, pero pronto se dio cuenta de que era muy duro ser la otra. Y aunque hacía dos años que se habían divorciado y supuestamente Gabriel se había mudado con ella, las cosas no iban bien. Ana, aprovechando la enfermedad del niño, le llamaba a cada momento y la mayoría de las veces de noche. Cuando eso sucedía ella sabía que ya no volvería a casa a dormir. Y en una de esas ocasiones, supo que habían vuelto a acostarse juntos. Él mismo se lo confesó al día siguiente, sábado, cuando volvió a las ocho de la mañana. Ella estaba todavía acostada, aunque no dormía. De hecho, no había sido capaz de cerrar ojo en toda la noche. Pero cuando oyó girar el picaporte, se arrebujó bajo el edredón y fingió dormir. No quería pasar por la humillación de que la viera preocupada. Oyó como se acercaba a la cama, pero apenas se detuvo. Y a los cinco minutos le escuchó darse una ducha. Y entonces lo supo; se había acostado con ella y ahora estaba quitándose su olor. Rogó en silencio que al menos no se lo contase; así todavía podría disimular y hacerse la tonta. Pero a veces Dios sufre de sordera aguda y este fue uno de esos casos. A los quince minutos notó que estaba a su lado porque olió su colonia. Esperó, quieta como una muerta bajo las sábanas. Y de hecho temía que de pronto su corazón dejase de latir, tal era su dolor.
-Isabel, ¿estás dormida? Me gustaría que hablásemos.
Ya no le quedó otro remedio que abrir los ojos. Se incorporó despacio, como si se marease, y quedó sentada en la cama, mirándole a los ojos. Vio en ellos culpa, pena, arrepentimiento.
-No me rompas el corazón, Gabriel, no lo hagas. No digas nada. Prefiero no saber.
Le conmovió ver sus dulces ojos castaños, grandes y almendrados. La ducha le había dejado un aspecto de niño inocente, a pesar de barba canosa, que tuvo que cruzar los brazos sobre el pecho para evitar abrazarle, tocar su cara con la punta de los dedos, revolver su pelo una y mil veces, como le gustaba hacer antes de amarse. Pero se mantuvo quieta, hierática como una cariátide.
-Isabel, no podría mirarte de nuevo a los ojos si no te lo cuento.
-¿Es por mi o para descargar tu conciencia?- le acusó.
-No lo se. Tal vez por ambas cosas. Pero tienes que saber que esta noche, no se todavía como, me he acostado con Ana.
-Pues solo hay una manera de hacer esas cosas, con muchas variantes y posturas, pero una manera-le acusó fríamente, con los ojos echando chispas.
-No nos hagas esto, cariño, por favor.
-¿Qué yo no haga qué? Eres un hijo de puta cabronazo y falso. Otra infidelidad creo que la podría perdonar, pero esto no. No me creo capaz. He sido la otra durante muchos años, te he compartido, me he quedado con las migajas y me he pasado muchas noches sola; llorando abrazada a la almohada, más de las que quiero recordar. Y ahora me dices que no haga esto. Hay que tener la cara muy dura para pronunciar esas palabras.
-Entiendo entonces que no me lo perdonarás, haga lo que haga.
Ella no le contestó. No era capaz de hacerlo porque sentía la garganta como si se hubiese tragado una pelota de tenis y le impidiese hablar, tragar, hasta respirar. Se levantó de la cama con toda la dignidad que pudo reunir y cerró la puerta del baño tras ella. Allí abrió la ducha y despojándose del camisón entró y dejó que el agua templada le cayese por la cabeza, por la cara, por todo el cuerpo hasta derramarse a sus pies. Y fue entonces cuando se dio permiso para abrir las compuertas de la pena y del llanto más amargo.

Beth03 de octubre de 2011

10 Comentarios

  • Laredacción

    Vaya, vaya. con Gabriel, vaya morro que tiene...
    Ya me has enganchado a la trama.
    Portales como éste. ofrecen la experiencia increíble de poder leer una novela y comentar con su ator@ el desarrollo, es un lujo.
    Un beso
    Esteban.

    03/10/11 10:10

  • Beth

    Pues fíjate que me alegro de que te hayas enganchado. Egoísta que soy. Esta chica es que sufre el síndrome de Rebeca, de la segunda esposa, que es una cosa muy dura y muy complicada de curar

    03/10/11 11:10

  • Endlesslove

    ¿por que me identifico con cada personaje tuyo? es impresionante, cuando leí :"Y tenía miedo, siempre temía perderle. En el fondo, aunque la gente la viese como la mujer triunfadora y valiente que era capaz de hacerle frente a todo, sabía bien que era una persona frágil, a la que bastaba una mirada fría, una palabra seca o la sospecha de que la persona amada se estaba alejando, para hacer que su precario equilibrio se derrumbase". Isabel, ya la siento tan cerca, pero a Gabriel hoy le tengo su cosita... jaja , soy así visceral , y vivo lo que voy leyendo.

    Mabel, escribe , escribe ( me pasará lo mismo de mientras llega mañana, que no lo pude dejar, hasta el final )
    Un besote

    03/10/11 01:10

  • Beth

    Sigo escribiendo, creo que es mi mejorn terapia, así que continuaré dándote la lata. Bueno, Gabriel...no es mala persona, pero si algo indeciso y algo antojadizo también.

    Un enorme beso

    03/10/11 01:10

  • Vocesdelibertad

    Que complicada, dura y muy interesante novela, es que inicio la primera línea y sé que no terminaré hasta llegar al punto final de las páginas, fabulosa eres!!
    ya hice un fuerte nudo a este lazo :)

    05/10/11 08:10

  • Beth

    Intento hablar de lo poco que se, de los seres humanos, de los sentimientos. Y siempre es complicado, y doloroso, por cierto

    05/10/11 09:10

  • Serge

    Beth:
    Amita, que terrible es ser la otra. ¿Por qué ella decidio seguir con él en esa situación?
    Las cosas absurdas del amor por eso yo soy libre como el viento.

    Un gusto leerte.

    Sergei.

    05/10/11 11:10

  • Beth

    Pues no sabes lo bien que haces. Si, ser la otra es de las peores cosas que se puede ser, desde luego

    06/10/11 12:10

  • Danae

    Conmovida quedo, querida Beth.Sabes transmitir esa lucha interior de la mujer llena de dignidad que ama desesperadamente.
    Un beso, corazón

    12/10/11 02:10

  • Beth

    Gracias por tus palabras, Danae. Igual hay que haber sufrido previamente para saber ponerse en la piel del otro y expresarlo. Si lo he conseguido, puede que hasta los malos ratos hayan valido la pena. Un beso

    12/10/11 02:10

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