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Decisiones 7

Hacía muchos años, cuando tenía treinta y pocos, tuvo un amante que estaba casado. Cuando iniciaron la relación ella no tenía ni idea, lo descubrió un tiempo después y por aquel entonces estaba ya demasiado inmersa como para dar marcha atrás. No le sentó bien que la engañasen, como es natural, pero sobre todo era una persona pragmática y se dijo a sí misma que el culpable de la situación era él. Ella no podía culparse de nada porque al fin y al cabo a nadie le había jurado fidelidad en un altar, a diferencia de él. Sin embargo, como en el fondo lo único que le movía era la pasión física, pronto dio el asunto por terminado. No le agradaba ser la otra. Cierto que tenía alguna cosa buena, como no tener que cocinar para él, ni lavar o planchar su ropa, pero en contrapartida sólo podía verle cuando él estaba libre y estaba harta de tener que esconderse de todo y de todos. Y también estaba el ligero problema de que era poco dada a compartir, ni cosas ni afectos.
La noche anterior estuvo releyendo un libro de Agatha Christie y pensó en el veneno. Pero solo fue un minuto de extravagancia. Sabía que ni era sencillo de conseguir ni ella estaba por la labor de sufrir inútilmente. No pensaba tomar matarratas ni cosa parecida. Las pastillas eran otra opción, pero tampoco eran fáciles de conseguir. Siempre podía ir a su médico y contarle la milonga de que dormía mal. Le daría somníferos, pero tenía que enterarse de qué cantidad necesitaba. Puede que tuviese que pasar un tiempo almacenando cajitas de pastillas de dormir. Su problema era que le faltaba información al respecto.
Si viviese en un país exótico capturaría una serpiente y se haría morder en un pecho, como Cleopatra. Aunque eso quedaría mucho mejor años atrás, cuando sus pechos no habían sido castigados por la maldita ley de la gravedad y no eran una masa informe con tendencia a desparramarse. Qué asquerosa era la decrepitud. Y ella que tonta tan enorme había sido desperdiciando oportunidades que había tenido de pasarlo bien cuando era joven.
Y de repente, cuando recordó su juventud se dio cuenta de cuantas cosas habían cambiado desde entonces. ¡Qué imbécil había sido! Si tenía la respuesta a todos sus problemas en su mano, mejor dicho, en sus dedos, y no había sabido verlo. Hacía unos años se había comprado un ordenador y para aprender los rudimentos de la informática se matriculó en un curso, aunque en realidad casi todo lo que sabía lo había aprendido más tarde por su cuenta.
Se llevó a la mesa de la cocina, donde tenía en ese momento el portátil, un café con leche y dos galletas de avena y abrió el mágico Google, que lo mismo valía para un roto que para un descosido. Tecleó la palabra suicidio y aparecieron nada menos que catorce millones de entradas. La cantidad la dejó abrumada. Si quería leer solo una parte sería un trabajo ingente. Debería ser más selectiva a la hora de buscar. Añadió también formas, consejos; pero la cantidad de entradas seguía siendo enorme. Había un poco de todo; desde webs cristianas en donde ofrecían ayuda y al mismo tiempo amenazaban a los suicidas con todas las penas del infierno, hasta páginas con estudios psiquiátricos y psicológicos acerca del perfil del suicida. Leyó hasta que los ojos empezaron a lagrimearle y ya iba por el cuarto café. Se levantó de la silla y paseó un rato masajeándose los riñones. Estar sentada tanto tiempo hacía que le doliesen hasta las cejas. Cuando volvió a sentarse de dio cuenta de que había pasado por alto un foro de suicidas. Volvió atrás y entró en la página. Pero poco podía ver si no se registraba. Dudó varios minutos. Debía confesar que le daba cierto reparo, pero pensándolo bien, ¿por qué? Estaba protegida por el anonimato, o al menos eso pensaba ella. Escogió un Nick, Belial, y creó una cuenta de correo nueva, solo para ese foro. En menos de cinco minutos le llegó un aviso a su nuevo correo. Tecleó en el enlace para confirmar su registro y tuvo acceso a todos los apartados de la página. Quien la había creado tenía un estupendo sentido de lo siniestro. El fondo era el cuadro de Munch, “El grito” y las letras eran góticas y de aspecto fantasmagórico. Había 480 personas registradas y ahora mismo, a las cuatro de la madrugada, estaban conectadas 157. ¿Tanta gente quería matarse? Seguro que muchos eran simples fantasmas y ni de lejos se atreverían a quitarse la vida.
En esa ocasión lo único que hizo fue darse un paseo virtual y ver más o menos de qué iba la cosa. En algunos apartados se limitaban a dar consejos de lo más variopintos para terminar con la vida e incluso había personas que relataban sus intentos; frustrados, naturalmente. Se fijó en la última persona que había escrito algo. Era una mujer cuyo Nick era Mortem y si contaba la verdad, solo tenía veinte años. Laura era poco impresionable y sabía lo bastante del mundo de internet para sospechar que la mayor parte de la gente mentía en todo; en su edad, en su sexo…Al fin y al cabo cada persona estaba parapetada tras una especie de cortina de humo que le hacía invisible y le protegía de los demás y hasta de sí mismo. Leyó los últimos mensajes de Mortem y por la manera de expresarse, juraría si se lo pidiesen que de verdad era joven. No sabía si tenía exactamente veinte años pero en su vida profesional había tratado lo suficiente con muchachos para saber que quien escribía así no estaba fingiendo y tenía pocos años. Hablaba de un desengaño amoroso, de poca o nula comprensión de su familia, de desánimo y poco apego a la vida. Cualquier persona con la cabeza más aposentada que ella se lanzaría a darle consejos y mensajes de ánimo, al tiempo que se preguntaría por qué una muchacha en la flor de la vida desea poner fin a todo. Laura era demasiado escéptica con el mundo en general y había visto muchos casos de chicos desgraciados como para que esto le pareciese extraño. Lo cual no quería decir que no la apenase; pero entendía perfectamente que a una edad tan vulnerable cualquier pequeño desengaño podía hacer mella en un corazón casi adolescente.
Por lo que estaba viendo en este foro de desesperados cada uno iba a la suya y salvo consejos en cómo suicidarse nadie se preocupaba de lo que le pasaba al otro. Estaba muy cansada pero antes de irse a la cama decidió enviarle un mensaje privado a Mortem. No le dijo gran cosa. Simplemente le contó que ella también deseaba poner fin a su vida, principalmente porque estaba aburrida y porque ya tenía una edad respetable. No le preguntó por qué también ella quería morir, sino tan solo si ya lo había intentado en alguna ocasión.
A la mañana siguiente se despertó tarde, cuando el sol ya estaba alto en el cielo y en su tranquila calle ya había pasado el ajetreo de primera hora de la mañana. Ya los niños se habían ido al colegio y los padres a trabajar. Todavía en pijama y con una taza de café en la mano atisbó entre los visillos. En la calle arbolada solo se veía en aquel momento una mujer más o menos de su edad que empujaba un carrito de bebé. Si ella hubiese tenido hijos lo más probable era que ahora tuviese nietos y tuviese algo de lo que ocuparse. Pero nunca la había tentado ser madre y tampoco había encontrado a la persona adecuada como padre. Los niños pequeños no le agradaban. No tenía ni el más mínimo sentido maternal y ante un bebé no solía saber lo que hacer ni cómo hablarles. No había elegido ser maestra por vocación, sino porque en su época esa era de las pocas profesiones que una mujer podía ejercer. La otra opción era ser enfermera, y ella no soportaba la sangre ni a los enfermos. No sabría cuidar ni de un perro, cuanto más de alguien con precaria salud. Así que sin pensarlo mucho se matriculó en la escuela de Magisterio y durante mucho tiempo desasnó a muchos de los niños del pueblo. Hacia los cincuenta años se licenció en Literatura y pasó a dar clase en el Instituto. No es que las cosas fuesen allí más agradables, pero al menos no había que llevarlos a mear ni limpiarles los mocos. En contrapartida eran mucho más maleducados que los pequeños y también más ignorantes. Tenía muchos compañeros que habían tenido que pedir bajas médicas por puro agotamiento físico y mental. A ella nunca le había pasado. Todos los alumnos temían su lengua afilada e irónica, y sus castigos. No pretendía ser una profesora simpática, tan solo que aquella panda de inútiles y descerebrados aprendiesen a escribir sin faltas de ortografía y a entender más o menos bien lo que leían. En la última época de su vida profesional era muy común que los alumnos tuteasen a los maestros y les llamasen por su nombre. Ella nunca lo permitió. Cada vez que se iniciaba un curso, el primer día se encargada de escribir con letras mayúsculas en la pizarra su nombre y apellido: LAURA SERRANO y exigía que se la llamase señora Serrano en cada momento. A cambio ella les llamaba de usted y a todos les daba el título de señor o señorita. No quería confianzas innecesarias y todos sus alumnos decían que en contadas ocasiones la vieron reír, tampoco llorar. Incluso en aquella ocasión en que una de sus mejores alumnas había perdido la batalla contra el cáncer, ella no lloró en público. Lo hizo en privado y mucho. Quería a María y durante la mayor parte de su enfermedad la visitaba una vez en semana y le llevaba libros. Pero era de la firme opinión que el dolor se lleva por dentro y los sentimientos son para vivirlos en la más estricta intimidad.
Después de tomarse dos cafés Laura pensó que ya era hora de que se vistiese de una vez y dejase de vagar por la casa en pijama. Ese era otro de los motivos por los que se había dado cuenta de que le estaba perdiendo el gusto a la vida. Unos cuantos años atrás, en realidad muy pocos, se hubiese dejado torturar antes que estar en casa a las once de la mañana en pijama, zapatillas y con el pelo revuelto. Y ahora lo hacía casi a diario. Ese era un síntoma de decrepitud. Acabaría por comer sopa directamente de una lata y bañarse de higos a brevas, como las viejas. Se estremeció sólo de pensarlo. Al menos seguía teniendo un poco de vergüenza y cuando salía a la calle lo hacía perfectamente vestida y peinada.
Tenía que comprar café, el periódico y naranjas. La prensa podía leerla en internet, pero no era lo mismo. Le gustaba el olor a tinta de las hojas, y luego las aprovechaba para limpiar los cristales. Era de una generación a la que habían enseñado que las cosas se reutilizan y no se tira nada. Y ella lo seguía poniendo en práctica. Se vistió adecuadamente y salió a la calle. El aire olía a flores, a pan recién horneado de la panadería de enfrente y un poco a anticipo de verano. En ese mismo instante en que cerraba con llave la puerta de su casa y echaba la cancela del jardín pensó que igual la vida no era tan negra como ella la veía últimamente. Pero ese sentimiento de optimismo le duró apenas unos segundos. Ahora todo lo veía distinto porque era casi verano y el sol le calentaba sus viejos huesos, pero en cuanto llegase el invierno, el frío, la lluvia y los días cortos, otra vez volvería a preguntarse para qué demonios quería ella seguir viviendo.
Hizo sus compras rápido y aunque tenía pensado quedarse un rato sentada en el parque leyendo, desistió de la idea al comprobar que estaba lleno de madres con bebés y de ancianos sentados al sol. No le apetecía elogiar a niños babosos y llenos de mocos, ni aguantar que sus madres contasen cuantas veces hacían caquitas cada día ni de qué color. Y menos todavía oír a viejos patéticos hablando de problemas de próstata, de hipertensión o subidas de azúcar. Así que enfiló directamente por la calle que llevaba a su casa. Allí se encontraba cómoda, no en vano era el lugar en donde había nacido. Sus padres se la dejaron en herencia y cuando su madre tuvo a bien morirse y dejarla en paz hizo un cambio radical. Empezó por pintarla por fuera de un bonito rojo inglés y por dentro en tonos vainilla que hacía que hasta en invierno pareciese luminosa. Decoró el patio con azulejos portugueses y profusión de geranios y en la planta superior tiró tabiques para hacerse una habitación grande con baño y vestidor incorporado y una pequeña salita en donde solía sentarse a leer, corregir exámenes en su época de maestra, o incluso a escribir. Mantuvo la que había sido la habitación de invitados casi como antes, a excepción de las cortinas y el edredón. Que ella recordase nunca había sido ocupada. No le gustaba tener gente en casa. La desquiciaban y hacían que todo le pareciese más complicado.
Cuando estaba llegando se fijó que entre su entrada y la de la casa de al lado había un gran camión de mudanzas. Aquella casa llevaba bastantes años vacía. Había sido propiedad de una pareja que tenían una hija que era más o menos de su edad. Creía recordar que se llamaba Carmen. Sólo recordaba de ella que cuando se casó se marchó a vivir a otra ciudad y los padres se quedaron solos. Se habían muerto hacía por lo menos veinte años y desde entonces la casa se mantuvo siempre vacía. Supuso que se habría vendido, aunque ella no había visto ningún cartel. Entró y se limpió los zapatos en el umbral, molesta por tener de nuevo vecinos. Sólo esperaba que no tuviesen niños gritones o adolescentes que se pasasen el día haciendo ruido con sus motos o bebiendo como cosacos en la calle. Otro motivo más para dejar este mundo cabrón, los vecinos molestos. En el infierno no los tendría o al menos eso esperaba.

Beth15 de septiembre de 2015

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8 Comentarios

  • Sandor

    Aqui enganchado al insomnio y a Laura..Para que me dure màs el relato los he imprimido todos con espaciados y sangrias, además de un mojito que me traje a casa del "Rincón Cubano", un chironguito

    16/09/15 02:09

  • Sandor

    ...debio ser el mojito el que me cambió de línea. El chiringuito es al aire libre y solo en las fiestas de San Mateo de Oviedo que duran hasta el 21...aunque llueve a mares hay gente por la calle. Espero que continùe el relato y no te olvides de continuar el relato de canguros sexuales. Y del otro negocio el buzoneo lo tenemos asegurado con Carolina(por cierto las gallinas son aves del género femenino y los gallos ejercen el varonazgo... Avelibre
    Saludos y besos
    CarloS

    16/09/15 02:09

  • Avelibre

    Beth,

    me ha encantado!! Has llevado el tema de la muerte con una soltura que es envidiable amiga. Te confieso que mientras compongo este comentario, revivo algunos pasajes y no puedo dejar de reír.
    ¿Será que es cierto que hay tanta gente queriendo suicidarse? Lo del foro fue espectacular..., es que lloro de la risa con sólo imaginarlo. Te juro que pude visualizar las letras y el cuadro de Munch como fondo de pantalla... .

    Ay Beth, no quería llegar al final de tu última entrega sólo por miedo a que cuando publiques la siguiente me haya olvidado de la mayoría de los detalles de la historia.

    Felicitaciones por esa capacidad tan increíble que tienes para hacernos sonreir en medio de una tragedia. ¡Excelente!

    Hasta la próxima,

    Caro

    16/09/15 05:09

  • Beth

    Carlos....querido Carlos...sabía que me olvidaba de algo. Te mandaré en privado una foto en donde te doy cumplida fe de que yo también he mojiteado. En este caso en las fiestas de San Lorenzo en Valladolid, que las han celebrado la semana pasada. Dos días, dos mojitos, que me supieron a gloria bendita. Invitaré a Laura a que se tome alguno, a ver si las ideas se le aclaran o se le oscurecen de golpe

    16/09/15 09:09

  • Beth

    Querida Caro,hoy prometo otro, cuando pueda ya publicarlo, sabes que solo nos permiten uno cada 2 horas. Así que esta tarde. Hay muchas sorpresas más. Laura está...de frenopático. Y lo peor es que ella lo sabe y lo asume.

    Seguimos con la idea del consultorio. A ver cómo lo hacemos

    16/09/15 09:09

  • Beth

    Aprovecho para decir que he editado este capítulo, añadiendo un trozo muy grande que faltaba. El copia y pega con prisas tiene sus cosas. Y hubo que alguien que me avisó mediante mensaje privado. Le doy de nuevo las gracias. Soy doña despistes

    20/09/15 06:09

  • Danae

    El sabelotodo don google al rescate, aunque sea para ayudar a bien morir ...
    (jajaja, me partooo... )
    Un enorme abrazo

    20/09/15 07:09

  • Beth

    Hay que echar mano de lo que haya, querida. Un beso

    20/09/15 08:09

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