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La Casa de la Colina 48

Al principio estaba tranquila. Lucas me había confiado, antes de irse, que sus compañeros no habían visto rastro de Jaime, ni siquiera en el pueblo. Y además, era necesario que alguien nos sacase de allí antes de que oscureciese; y yo era muy consciente de que Martín y yo seríamos un incordio en una marcha de varios Kilómetros, que para Lucas serían un simple paseo. El niño se apretó contra mí. Hacía frío en el coche, y tantos nosotros dos como el gato, buscábamos calor en los demás.
-Tía Marta, ¿es verdad que llevas un bebé guardado en la tripa?
Vaya, su tío no había perdido el tiempo y ya se lo había contado.
-Si, es verdad.
-Pero no estás gorda.
-Eso es porque el bebé todavía tiene que crecer mucho.
Se quedó pensativo un rato, para después anunciar que el bebé era igual que la sorpresa que venía dentro de los huevos de chocolate. Me hizo gracia la simplicidad de su razonamiento; pero en cierta forma tenía razón. La llegada de un niño siempre implica un cierto grado de sorpresa, de sentimiento de alegría, de regalo esperado. Para que no se aburriese, le propuse que cantásemos alguna canción, o que contásemos cuentos. Y así pasamos la primera media hora, en total calma, con el niño apoyado contra mi pecho, y dormitando a ratos. Hacía mucho frío, pero la manta nos ayudaba a no perder el calor. Yo también me iba adormilando, con la barbilla apoyada en la cabeza de Martín, cuando abrí los ojos, asustada, al sentir como alguien abría de golpe la puerta del coche. Al principio pensé que sería Lucas, ya de vuelta, pero me extrañaba que fuese tan brusco.
Me sentí morir cuando apareció delante de mí la cara de Jaime, totalmente desencajada y con los ojos inyectados en sangre. No me dio tiempo ni siquiera a gritar, porque tiró de mí con violencia y me arrastró hasta fuera del coche, con Martín llorando y gritando, agarrado a mi abrigo.
-¿Quién es este crío inmundo tan parecido a tu amante?
-Jaime, por favor, llévame a donde quieras, pero deja en paz al niño. Es una criatura, un pobre niño inocente que no te ha hecho ningún mal.
Pero ni siquiera me contestó, sino que se colocó al pequeño debajo del brazo, como si fuese un fardo inerte, y con la otra mano me agarró violentamente del pelo, arrastrándome hasta su coche. No me quedó más remedio que caminar. Sentía que la cabeza estaba a punto de estallarme de dolor, y le seguí como pude. Soltó a Martín un momento para abrir el coche, con la recomendación de que no escapase, si no quería llevar la mayor paliza de su vida. El pobre niño había dejado de llorar, aunque en sus mejillas quedaban restos de lágrimas secas, que él se esforzaba en limpiar. Se asió a mi abrigo, con temor, y con la mirada intenté tranquilizarle. En el momento en que Jaime se giró para abrir la puerta del coche, Sergei, al que no prestaba atención, se izó ligeramente sobre sus patas traseras, y de un fuerte salto se colocó sobre el pecho de Jaime, asiéndose a su abrigo con las zarpas amenazantes, como si en lugar de un inofensivo gatito persa fuese un tigre de Bengala. Mi marido se quedó tan sorprendido del ataque que no atinó, al principio a defenderse, y esto le dio a Sergei un tiempo precioso para arañarle justo en la cara. Sus ojos quedaron completamente cegados por la sangre, pero ni aún así me soltó. Sin embargo, aunque yo tuviese que quedarme con él, esta era la oportunidad del pequeño.
-Corre, Martín, corre con Sergei. Escóndete. Vamos-le apremié, al ver que se quedaba parado.
Pero tras un segundo de duda, los dos echaron a correr, el niño con toda la velocidad que le permitían sus pequeñas piernas. Di un suspiro de alivio cuando Jaime me agarró y de un tremendo empellón me metió en el coche, arrancando el motor sin contemplaciones. Al menos el niño estaba a salvo. Mi vida, y la de mi hijo, las consideraba ya casi perdidas.

Apenas habíamos recorrido unos metros cuando detuvo el coche y me ordenó que me pusiese yo al volante. Le obedecí; el cuchillo que apoyaba en mi cuello era muy convincente. Algo insegura, metí primera y arranqué. Yo no estaba acostumbrada a conducir coches manuales, y me hacía algo de lío con el embrague y las marchas. Seguí todas sus indicaciones para evitar que se enfadase todavía más. Cuando le miré de reojo, me asustó su cara. Era un rostro totalmente desencajado; no parecía el de siempre. Hasta su voz había cambiado, y también su manera de hablar. Jaime nunca había sido un prodigio de elocuencia y ahora empleaba palabras que antes no estaban en su vocabulario; incluso algunas pasadas de moda, y que él nunca en la vida había usado. Parecía como si alguien estuviese dictándole al oído lo que debía decir.
-No eres más que una puta. Te ha faltado tiempo para volver a la cama de tu amante. Por eso tengo que transformarte lo antes posible, antes de que te eches a perder del todo. Luego no te volverás a separar de mí, seremos uno para siempre. He estado dudando de a quien matar primero. Y pensé que me agradaría mucho que vieses morir entre estertores agónicos a tu estúpido policía; pero la verdad es que he tenido tiempo a pensarlo mejor y quiero que sea él quien se retuerza de pena e impotencia cuando vea cómo te mato.
No le contesté. ¿Qué podía decir ante tamañas barbaridades? Me limité a conducir hacia mi casa. ¿Intentaría matarme en el sótano, o se limitaría, de momento, a dejarme allí encerrada? Intenté pensar en alguna manera de escapar, pero no se me ocurría nada. Sólo me quedaba rezar para que Martín no se perdiese en el bosque que corría paralelo a la carretera, y que Lucas llegase pronto. Confiaba en él, sabía que haría todo lo posible por salvarnos, a nuestro hijo y a mi. Me asusté cuando Jaime me ordenó girar a la derecha, antes de llegar a mi casa. Se había dado cuenta de que había coches de policía apostados en las cercanías, vigilando. Una posibilidad menos de escapar. Sabía muy bien a donde me llevaba. Me ordenó apagar el coche y salir. Una vez fuera, me agarró del brazo como si me lo fuese a descoyuntar y me obligó a caminar tras él, hacia la montaña. Por allí era imposible ir en coche, el sendero era demasiado estrecho y empinado. Mi corazón galopaba en el pecho como si se me fuese a salir. Jaime caminaba demasiado deprisa, y el camino estaba resbaladizo por el hielo. Yo no podía seguir su ritmo. Notaba el estómago encogido y tuve que pararme a vomitar. A regañadientes detuvo un momento su enloquecida marcha. Cuando me estaba limpiando la boca con el pañuelo, se acercó más a mí, me agarró brutalmente del pelo y me dio una bofetada en plena cara que me dejó el oído izquierdo zumbando y me hizo trastabillar y caer sentada contra un árbol. Los ojos se me llenaron de lágrimas, de dolor pero también de humillación y sorpresa. Nadie me había pegado nunca, y sentí que una ira inmensa me crecía en el pecho. Toda la cara me latía como una herida abierta, y de nuevo vomité, esta vez sobre los zapatos de Jaime, lo cual me valió otra bofetada. La nariz empezó a sangrarme.
-Puta. Has permitido que te deje preñada. Dí la verdad-me exigió sacudiéndome como si fuese un fardo sin vida.
No podría contestar aunque quisiese. La sangre que me salía de la nariz me ahogaba y no me dejaba hablar; y de todos modos él no quería una contestación. Siguió tirando de mí sin compasión y no me quedó más remedio que intentar mantener su ritmo. Por fin llegamos a la ermita que se alzaba en el punto más elevado de la montaña. La puerta estaba cerrada, pero él la abrió de una brutal patada y de un empujón me arrojó al suelo, a los pies de la imagen de Santa Lucía, a quien estaba dedicada la ermita. Mentalmente recé como nunca lo había hecho en mi vida; le pedía Dios misericordia para mi hijo y para mi misma. Cuando abrí los ojos estaba más tranquila; la oración me había reconfortado. Y me sentí mucho mejor cuando vi a Sergei, agazapado junto a la puerta abierta, junto a una gata blanca y negra, de andares lentos y majestuosos, debido a su evidente preñez. ¿De dónde había salido Sergei? ¿Andaría Lucas por aquí también? ¿Sería posible que les hubiese encontrado tan pronto y hubiesen sabido a donde venir a buscarme? De cualquier manera, intenté que en mi rostro no se tradujera el alivio que sentía. Jaime estaba de espaldas y no veía nada. Era un descuidado. Si algo había aprendido de Lucas es que nunca hay que sentarse de espaldas a la puerta. Pero Lucas era policía, y este hombre con los ojos inyectados en sangre que tenía ante mí, ¿Qué era? ¿Un loco, un asesino? Tal vez las dos cosas.
Beth05 de febrero de 2011

9 Comentarios

  • Norah

    Nadie me había pegado nunca, y sentí que una ira inmensa me crecía en el pecho...pues a hacer efectiva esa rabia amiga, beso grande.

    05/02/11 06:02

  • Norah

    Nadie me había pegado nunca, y sentí que una ira inmensa me crecía en el pecho...pues a hacer efectiva esa rabia amiga, beso grande.

    05/02/11 06:02

  • Beth

    No se, la veo floja a la Martita. Para mi que tiene los días contados.

    05/02/11 06:02

  • Norah

    Ah, no Beth, Marta ha dado sobradas pruebas de que es mucho mas fuerte de lo que representa, recuerda...el poeder de los débiles.Beso.

    05/02/11 09:02

  • Beth

    Pues tendrá que demostrarlo dentro de nada

    05/02/11 09:02

  • Serge

    Beth:
    Amita a ese loco de Jaime ya no le llames marido, yo le haré pagar todos esos golpes que te ha dado.
    Ojalá que esos golpes no hayan atentado contra la vida del pequeño que se esta formando en tu vientre.
    Dios quiera que no.

    Te abrazo con fuerza.

    Serge.

    07/02/11 03:02

  • Beth

    Ay, mi gatito perdulario, ¿qué sería de mi si tú no estuvieses? Una caricia para que vuelvas a ronronear

    07/02/11 04:02

  • Vocesdelibertad

    Es ahora que Marta debe sacar el carácter!!!

    10/02/11 11:02

  • Beth

    Ah, claro, pero ahora me temo que está demasiado asustada y supongo también que teme enfadarle demasiado por si le hace daño al bebé. Ya debe pensar en alguien más que en si misma

    11/02/11 09:02

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