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La Real Orden de Las Perdularias 47

-La Virgen-musité. ¿Monja de las de toca?
-Monja, sin más. No se si lleva toca o no-me contestó ella, y siguió acariciando a Feliciano, que seguramente le parecía más digno de amor que su hija.
-Siempre pensé que las monjas eran señoras mayores. ¿Cuántos años tiene ella?
-Unos cuarenta y cuatro, pienso-me contestó, frunciendo el ceño, como siempre que echaba cuentas.
-¿Y por qué se hizo monja?
-¿Y yo qué diablos sé? Mira-me cortó-te voy a dar el teléfono de Alicia, la llamas y le preguntas donde está su hija. Yo no sé nada más que lo que te he dicho.
No insistí, sabía que cuando mi madre se cerraba en banda, no había nada qué hacer. Me marché de allí con el teléfono de Alicia anotado en mi agenda. Ahora solo me quedaba hacer acopio de energía para llamarla, darme a conocer y pedir que me pusiese en contacto con mi hermana. Y para evitar que me entrase el miedo aquella misma noche la llamé. No pareció sorprenderle mi llamada o disimulaba muy bien; en todo caso me invitó a merendar con ella al día siguiente. Vivía muy cerca de mi propia casa; y una vez más pensé en lo extraño que eran las ciudades; podemos vivir años cerca de alguien y no encontrarnos.
La señora que me abrió la puerta era más o menos de la edad de mi madre, pero completamente diferente a ella; mucho más alta, morena y más gruesa. Llevaba el pelo recogido en un anticuado rodete e iba vestida de oscuro, como si llevase luto. Intenté forzar mi memoria y recordarla cuando iba a visitar a mi padre al hospital; pero no lo conseguí. Me hizo pasar a una salita que por su aspecto no se usaba nunca. Daba la sensación de que acababa de desenfundar los muebles para recibirme. Me senté en un sofá de cretona, con unas rosas desvaídas, y deshilachado ya en algunas zonas. Pensé en cual habría sido la situación económica de esta mujer, si mi padre se habría ocupado de ella y de su hija. Las manos me temblaban cuando tomé la taza de café que me ofreció. Estaba nerviosa; no sabía bien qué decir ahora que estaba delante de la mujer que había sido amante de mi padre. Era una situación tan nueva para mí que no sabía qué hacer. ¿Qué protocolo se sigue en estos casos, si es que hay alguno? Fue ella quien rompió el silencio.
-Te pareces a tu padre-me dijo. No tenía la voz acorde con la figura. Yo esperaba una voz potente y sin embargo era aflautada, impropia de su envergadura.
-Eso me dicen siempre, pero la verdad es que no encuentro yo el parecido. Mi padre era muy alto y tenía el pelo rizado.
-Se trata más bien de algo general, no de parecidos concretos-puntualizó.
Se recolocó la falda y me fijé en sus manos; eran grandes, llenas de manchas de la edad y desnudas, sin anillos ni adornos. Parecían un tanto descarnadas, como toda ella. Fui cruel por un momento y me pregunté qué le habría encontrado de especial mi padre…Mi madre era mucho más hermosa. Pero inmediatamente me sonrojé de vergüenza por atreverme a pensar siquiera de esa manera. Pudo haber sido muy hermosa en su juventud, o quizá fuese su carácter lo que le enamoró.
-Si has venido a juzgarme o a pedirme explicaciones, llegas muy tarde ya, y te aviso que no pienso dártelas.
-No pretendo que me de explicaciones de ningún tipo, señora. No he venido antes porque no conocía esta situación. Y le aseguro que si no tuviese una hermana no me atrevería a molestarla. Pero pienso que tengo derecho a conocerla. ¿Ella sabe de mi existencia?
-Lo sabe, si. Siempre ha sabido que tu padre tenía otra familia, o al menos desde que tuvo edad para preguntar por qué su papá no estaba siempre con nosotras.
Hablaba con cierto resentimiento aunque pretendiese disimularlo. Y yo no podía juzgarla por ello. Puede que la vida de mi madre fuese complicada al saber que su marido llevaba una doble vida, pero esta mujer que ahora se sentaba enfrente de mí también había sufrido lo suyo. Podía imaginarme que ser la otra no debía de ser fácil.
-Yo…lo siento mucho-le manifesté agarrándome al bolso como a una tabla de salvación.
-¿Y por qué has de sentirlo tú?-me contestó con fiereza. Eras una niña, no fue culpa tuya.
-No, desde luego que no lo fue. Era una niña, como usted dice, pero ahora soy una mujer y me doy cuenta de que mi padre no actuó bien con ninguna de las dos; ni con usted ni con mi madre.
-Y según tú, ¿qué tendría que haber hecho?
Me encogí de hombros. Yo no había venido a juzgarla, pero tampoco quería que ella me sometiese a mí a un juicio moral.
-¿Y yo qué sé?-le contesté, elevando más la voz de lo que en principio pretendía.
Dejó la taza de café encima de la mesa y cruzando las manos sobre el regazo me miró con detenimiento, como sopesando si yo sería capaz de entender. Supongo que pasé la prueba, porque empezó a hablar con voz pausada, como si se dirigiese a una retrasada y tratase de hacerse entender.
-No se puede juzgar nunca a los demás sin conocer a fondo la situación. Ni tu padre ni yo buscamos enamorarnos, pero cuando nos dimos cuenta ya no pudimos dar marcha atrás. Ya existíais tu hermano y tú y él, a su manera, nos quería a las dos, a tu madre y a mí. Quizá el error fue haber tenido a mi hija. No fue un bebé buscado, pero cuando supe que estaba embarazada no tuve fuerzas para no seguir adelante y aunque tu padre al principio me lo insinuó, al final aceptó mi decisión y en la manera que pudo se hizo cargo de su hija.
Sus palabras me sentaron como un mazazo. Poco a poco la idea que tenía de mi padre se me estaba yendo a pique. Siempre le consideré mi punto de apoyo, la roca que me sujetaba en cada momento de debilidad; y sobre todo pensaba que él era el hombre perfecto. Y ahora en pocos días el castillo de naipes que había construido se estaba derrumbando. Sentí la garganta seca, como si me la hubiesen restregado con papel de lija.
Antes de marcharme me entregó un papel en el que había anotado la dirección del convento en donde estaba su hija. Quedaba relativamente cerca, a menos de una hora en coche, hacia el norte. Prometió que la avisaría de mi visita. Por ella supe que mi hermana se llamaba Leonor, y confieso que tuve que apelar a todo mi autocontrol para no reírme. Es algo que me pasa cuando la vida me supera; la gente normal llora o tiene crisis de ansiedad; a mi me dan ataques de risa. Siempre había pensado que debía mi nombre al gusto de mi madre por la poesía; pero ahora me daba cuenta de que mi padre debía de ser, en la intimidad, un entusiasta de Machado. No le encontraba otra explicación plausible a que hubiese bautizado a sus dos hijas con nombres tan machadianos.
Eran apenas las seis de la tarde cuando salí del piso de Alicia, pero no me apetecía irme a mi casa, donde nadie me esperaba. Y la soledad es mala consejera, sobre todo cuando tenemos miedo y dudamos de los pilares que han sostenido nuestras vidas. Me daba cuenta de que los cimientos en los que había edificado mi casa se tambaleaban. Nadie como alguna de mis amigas para quitarme las penas. Y entre todas ellas pensé en Sara Patricia; no se por qué. La llamé y quedamos en su casa, aunque me avisó de que también Leticia estaría allí. Me alegré; necesitaba el frescor de alguien inocente como ella para alejarme de la pesadilla surrealista en que se había convertido mi vida en los últimos tiempos, con hermanas nuevas, amantes silenciosos pero irresistibles, y niñas difíciles.
Ya me estaban esperando con el café servido cuando llegué. Pero apenas entré en el salón Sara Patricia se me quedó mirando con ojos vidriosos y rictus amargo.
-Eres una guarra asquerosa.
Pensé que se había vuelto loca. Acababa de entrar y ya estaba insultándome. ¿Qué podía haber hecho en menos de cinco minutos? Ni siquiera me había sentado. ¿Olía mal, había pisado mierda de perro y le estaba manchando la alfombra? No, no podía oler mal, me había duchado antes de ver a Alicia y llevaba puesto mi perfume de siempre. En cuanto a lo segundo, me miré la suela de las botas con disimulo, y estaban limpias.
-Te llamé antes de venir, con lo cual ya me dirás por qué te pones así. Si te molesto me voy.
-¿Tenías que venir vestida de esa manera? ¿No te he escuchado yo con tus pesares con ese maldito alemán gilipollas?
Me pasé la mano por el pelo intentando calmarme. No tenía ni la más remota idea de lo que quería decir. Ya ni me acordaba qué ropa me había puesto y aproveché para echarme un vistazo en el espejo de la librería. Llevaba unos vaqueros que tenían al menos veinte años, pero que me seguía poniendo porque eran muy cómodos y una camiseta con estampado del que yo llamaba estilo Rambo, como de camuflaje militar. ¿Estaba prohibido? Y de repente una luz se me hizo en la cabeza, algo semejante a lo que debieron de sentir los hombres de las cavernas al descubrir el fuego. Aunque tengo para mi que como la Historia la han escrito ellos, los hombres, nos han ocultado información y han omitido que el fuego lo inventaron varias comadres cavernícolas para comer mejor y calentar la cueva.
-¿Te recuerdo al novio de la muerte? Pensé que ahora que le habías catado y no tenías dudas de su hombría estaríais a partir un piñón.
Leticia me miró con asombro y se llevó la mano a la boca en un gesto de incredulidad.
-¿Cómo puedes ser tan cruel? ¿No sabes que Manolo el legionario la ha dejado plantada?
Beth26 de octubre de 2012

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