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Mientras Llega MaÑana 31

A la mañana siguiente me despertó el sonido del móvil. Era Daniel, para darme los buenos días y decirme que quizá no pudiese llamarme hasta la hora de la cena, pero que me mandaría un mail por la tarde.
-Seguro que te he despertado, pero si no te llamaba ahora, ya no podría hacerlo. Esta gente me tiene cronometrado el día.
-No te preocupes, prefiero oír tu voz a dormir un rato más. Además, tengo que hacer muchas cosas. Les espero para comer.
-Pásalo bien, pero acuérdate de mí.
-No necesito hacerlo, estás siempre en mi mente, como en la canción.
Nos despedimos rápido. A ninguno de los dos le agrada hablar por teléfono. No se que tiene ese aparato, tan útil por otra parte, que me quita toda la espontaneidad y hace que me muestre envarada y torpe al hablar. Y Daniel nunca es demasiado hablador.
Me sentía llena de energía, quizá porque esperaba una visita muy agradable, pero también porque había sido mi última sesión de quimioterapia por un tiempo que esperaba fuese largo. Volvería a crecerme el pelo, de nuevo sería yo misma. Antes de vestirme salí afuera. Por la noche había llovido y en mi jardín había un agradable olor a tierra mojada, a hierba, a vida. De momento el día estaba cubierto por la bruma, pero en Galicia el tiempo es imprevisible, y algo me decía que hacia el mediodía tendríamos algo de sol. En un acto reflejo mi mirada se dirigió hacia el monasterio, con su cúpula elevándose orgullosa, y el campanario. Tenía una mañana ocupada, pero de repente me entraron ganas de dar un paseo hasta allí, de visitar el cementerio y las ruinas. No podría entrar en la iglesia, porque a estas horas estaba cerrada, pero nadie me impediría el paso hasta el atrio lleno de maleza y hasta la fuente. No quise perder tiempo. Me puse un vaquero y un jersey grueso y salí al aire fresco de la mañana. El paseo me revitalizó y aunque al llegar me tuve que apoyar en una pared, porque estaba literalmente sin aliento, me sentía más fuerte que en los meses anteriores.
Fui primero al cementerio. Me quedé de pie ante las tumbas de mis abuelos y luego fui adonde estaba enterrados mis padres. A Luís nada tenía que reprocharle, no le culpaba por no haberme dicho que él no era mi verdadero padre; supongo que tenía miedo de perder mi cariño. Toqué la fría piedra tras la cual yacía el cuerpo de mi madre. ¿La había perdonado? En sus últimos momentos de lucidez recuerdo que me cogió una mano y me dijo que no había sido una madre perfecta. Esa era su manera de pedir perdón, y así lo entendí. Nunca me diría nada más. La tranquilicé, diciéndole que había sido la mejor madre del mundo. Era una mentira, pero ¿Qué podía decirle? No me creí con fuerzas para reprocharle su dureza, su frialdad, su distancia hacia mí desde que era pequeña. Ni tampoco le pregunté quien era mi verdadero padre. ¿Para qué aumentar su sufrimiento en aquellos últimos momentos? Había asumido que nunca me lo diría. Ni siquiera ahora estaba segura de que en lo más hondo de mi ser no quedase algún ligero resquemor hacia mi madre.
Y quizá lo que más me asustaba era el enorme parecido que advertía entre mi madre y mi hija. Las dos tenían un punto duro en su corazón que me alejaba de ellas, aunque queriéndolas mucho. ¿Hay una ley que dice que las nietas se parecen, inevitablemente, a las abuelas? Yo tenía muchos rasgos en común con mi abuela Flora, y Úrsula era de hierro y pedernal, como mi madre. Eché a andar hacia la parte en ruinas del edificio, intentando alejar aquellos pensamientos de mi mente. Me senté al lado de la fuente, en un banco de piedra. Allí se respiraba una paz completa, que seguramente en unos días ya no sería tal, porque con la Semana Santa, y más si hacía buen tiempo, llegarían las familias con niños, para pasar el día en el campo. Aquello se poblaría de meriendas, de tortillas, filetes empanados, abuelas complacientes, madres enfadadas, niños gritones y maridos durmiendo con la panza al sol. Me parecía la profanación de algo que me pertenecía, pero era consciente de que por más que el monasterio formase parte de mi vida, no era más mío que de aquella gente que lo usaba para soltar el stress de la cuidad, la hipoteca y el trabajo.
Emprendí, despacio, el camino de vuelta a casa. Tenía que preparar pulpo a la gallega, ensaladilla rusa y una tarta, quizá de chocolate. Carlos seguía siendo un niño goloso, a pesar de que estaba cercano a los ochenta.
Apenas entré en casa puse en marcha la comida. Si conocía a Elia, habría salido muy temprano, casi de madrugada, para no encontrar demasiado tráfico, y probablemente estarían aquí hacia las tres de la tarde. Mi cuñada odiaba los aviones, y en cambio le encantaba conducir, y por eso prefería pasarse siete horas al volante que una hora escasa dentro de un aparato infernal, como ella misma decía.
Entré en la lavandería y como la lavadora ya había terminado el programa, puse la ropa en la secadora. Hay algo en el monótono zumbar de los electrodomésticos que me calma los nervios, que me da paz y me relaja. Quizá sea la monotonía de la costumbre. Tendí un jersey de Daniel que no podía secarse en la máquina y sonreí al recordar cómo cuando empecé a enamorarme de él, me podía pasar media hora mirando como una completa idiota su ropa y la mía entrelazadas a través del ojo de buey de la lavadora. A nadie confesaría esta estupidez, porque me tomarían por loca, pero ante mi misma podía hacerlo.
De vuelta en la cocina, preparé la base de la tarta y luego hice la crema. Eran las doce cuando me senté a tomar tranquilamente un café y contemplé con detenimiento mi cocina. Si en mi anterior casa, hacía ya tantos años, me había decidido por muebles clásicos de madera de roble, aquí había echado a volar mi imaginación, y el resultado era bonito, sencillo y acogedor. No quise alicatar toda la cocina, no deseaba que se pareciese a un laboratorio. Todas las paredes estaban pintadas de amarillo, como el resto de la casa, y por eso aún en los más crudos días de invierno, mi cocina era luminosa como si estuviese en una isla griega. Escogí unos muebles que combinaban la madera clara, de haya, con un tono anaranjado, brillante y cálido, en algunas de las puertas. Y justo detrás de la zona de cocina, para facilitar la limpieza, recubrí la pared de granito, porque la piedra es eterna, y su frialdad quedaba atemperada por la dulzura de la madera y la calidez de los colores.
Todavía tenía tiempo hasta que llegasen y decidí que era un buen momento, porque me encontraba en paz conmigo misma, para seguir escribiendo la historia de mi familia, que últimamente había abandonado algo.

Querida Úrsula:
¿Te he contado alguna vez como fueron mis primeros días de colegio? Estaba muy ilusionada porque mi abuela me había comprado libretas, lápices de colores y una bonita cartera de color rojo; pero en mi inocencia yo suponía, cuando Flora me llevaba de la mano hacia la escuela, que ella se quedaría allí conmigo. Cuando me di cuenta de que se marchaba y me dejaba sola, sentí que algo me oprimía el pecho; pero como era una niña muy vergonzosa y apocada, no dije nada. Había niños que lloraban, y literalmente tenían que separarlos de sus madres; otros que pataleaban, rojos como la grana, llenos de furor; y otros, los menos, que se quedaron completamente tranquilos. Desde luego, yo no estaba tranquila, pero tampoco hice ninguna escena, más que nada porque era demasiado tímida y vergonzosa, y porque mi madre me había educado de manera tan severa, que una pataleta o un llanto sin motivo conllevaban un duro castigo; con lo cual pensaba mucho en cada cosa que hacía. Tu abuela solía decirme: “piensa bien antes de hacer una travesura, porque toda acción tiene su consecuencia”. Y no era de las que amenazaban en vano.
Los primeros días fueron muy duros, pero cuando me di cuenta de que por la tarde mi abuela, invariablemente, me esperaba en el patio, me fui tranquilizando, y aprendí a disfrutar con algunas de las actividades. Aprender a leer fue algo mágico; de repente aquellos signos pequeños, de color negro, que se unían unos con otros, empezaron a tener sentido para mi, y formaban palabras, y las palabras fueron haciendo frases. Y con muchas frases se podían componer historias que me hablaban de princesas, de dragones, de lejanos países. Yo misma era capaz de pintar esos símbolos, con mano temblorosa y mucho esfuerzo, y luego podía leerlo. También aprendí que el signo + significaba añadir, aumentar, y el – quería decir que te quitaban cosas; un caramelo, dinero; pero invariablemente te quedabas sin algo. Creo que lo que menos me gustaba, al contrario que a los demás niños; era dibujar. No sabía hacerlo, y mis dibujos eran tan patéticos que la mayoría de las veces la maestra, como castigo, no me permitía pintarlos.
Y cuando llegaba a casa, mi padre siempre me esperaba con la merienda y un vaso de leche caliente. A medida que fui creciendo y la tarea que me mandaban era mayor y con más dificultad, siempre era Luís quien me ayudaba, pacientemente, y resolvía todas mis dudas. Cuando los problemas de matemáticas me salían bien el premio era una carrera en la silla de ruedas, sentada en sus rodillas y esquivando muebles. Varias veces mi madre nos pilló y a mi me mandó castigada a mi cuarto, a pesar de las protestas de Luís. Me gustaría que, donde quiera que ahora se encuentre, pudiese saber cuanto le quise, porque creo que nunca se lo dije mientras estaba vivo.
No quiero contigo cometer el mismo error, así que no olvides nunca que te quiero
Beth02 de mayo de 2011

6 Comentarios

  • Vocesdelibertad

    Beth:
    Me encanta la espontaneidad del corazón de Elena, de haberse abierto sin más para recibir y llenar tantos vacíos en su vida, hasta la imagino olvidada de la fría monotonía en la que vivió.

    Tienes tal manera de escribir que logras que vuelvan recuerdos a mi, ya te lo había dicho, también me fascina la manera como se despide de Úrsula. ERES ESPECIAL BETH, sencilla y especial.

    Abrazos

    03/05/11 08:05

  • Beth

    Gracias, Voces, no merezco tantos elogios. Esa manera de despedirse de su hija es la que yo suelo emplear a veces con la mía, cuando hablamos por teléfono, porque por desgracia también la tengo lejos. Y aunque mi niña tiene ya 23 años, para sigue siendo eso, una nena todavía. Un beso

    03/05/11 09:05

  • Serge

    Beth:
    "Quizá sea la monotonía de la costumbre. Tendí un jersey de Daniel que no podía secarse en la máquina y sonreí al recordar cómo cuando empecé a enamorarme de él, me podía pasar media hora mirando como una completa idiota su ropa y la mía entrelazadas a través del ojo de buey de la lavadora. A nadie confesaría esta estupidez, porque me tomarían por loca, pero ante mi misma podía hacerlo".

    Si yo te contara todas las locuras que hago y no necesariamente por amor, pedirías camisa de fuerza para mí jejejeje.
    Hay una cosa que comparto con la madre de elena: " Toda acción tiene su consecuencia".

    Un gusto leerte.

    Serge.

    14/05/11 12:05

  • Beth

    Si, en eso tenía razón la buena mujer. ¿Sabes, gatito? Hay sólo dos personas que se hayan fijado en la escena de la lavadora, las dos especiales, desde luego

    14/05/11 04:05

  • Endlesslove

    “aprendí que el signo + significaba añadir, aumentar, y el – quería decir que te quitaban cosas; un caramelo, dinero; pero invariablemente te quedabas sin algo”
    en palabras sencillas una profunda enseñanza.

    Me gusto el detalle de cuando veía la ropa de ella y de Daniel unirse en la lavadora. Era también una mujer demasiado tierna, solo que le costaba trabajo expresarlo.

    12/09/11 03:09

  • Beth

    Es que a veces esas cosas tan sencillas no nos resulta fácil de expresar, quizá porque nos da vergüenza reconocer ante los demás nuestra propia ternura, nuestra dependencia o nuestra fragilidad

    12/09/11 07:09

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