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Control Demográfico

Corría el año 1946, los estruendos de las bombas aún retumbaban en los oídos de los habitantes del planeta. La Segunda Guerra Mundial acababa de finalizar. Los millones de muertos habían provocado, entre muchos males, un dramático descenso de la población mundial.

El Ingeniero Pete Spencer era un hombre alto, delgado y pálido. Parecía que a su rostro jamás lo hubiera alcanzado un rayo de sol. Lucía unos gruesos anteojos detrás de los cuáles se refugiaban unos furtivos ojos claros. En aquel tiempo tenía más de cuarenta años y permanecía soltero, tampoco se le conocían amigos, solo frecuentaba a algunos colegas.

Vivía inmerso en sus proyectos e investigaciones. Su momento esperado de cada día era cuando llegaba a su departamento en las afueras de Nueva York: se servía un whisky Jack Daniels y se dejaba caer en un desvencijado sillón. Allí repasaba todo lo que había investigado en la jornada mientras paladeaba el bourbon siempre acompañado por una barra de chocolate.

Durante el conflicto tenía a su cargo un proyecto de investigación sobre radares, que era una tecnología en ciernes utilizada hasta entonces con fines bélicos. Al concluir la guerra temía quedarse sin trabajo ya que no tenía ningún proyecto concreto para desarrollar pero seguía concurriendo al laboratorio todos los días. Su pasión por la ciencia lo empujaba a seguir adelante y suponía que tenía los días contados en su empleo por lo que necesitaba aprovechar que disponía del laboratorio y todo su herramental para avanzar con algunas investigaciones científicas personales.

Una noche de invierno estaba comenzando su ritual diario, recostado en su sillón y revolviendo con su índice los peces de hielo que nadaban en el whisky. Hurgó en en el bolsillo de su saco para completar la ceremonia con la barra de chocolate que había comprado por la mañana antes de entrar al laboratorio, y con asombro notó que el chocolate estaba derretido. Teniendo en cuenta el frío polar que hacía por aquellos días descartó que fuera debido a la temperatura ambiente.

Su mentalidad científica se inquietó y comenzó a repasar las actividades que realizó durante el día en el laboratorio. Antes de retirarse había estado haciendo pruebas con un tubo al vacío llamado magnetrón y quizás sus ondas hubieran afectado a la barra de chocolate que traía consigo. Esa noche no pudo conciliar el sueño, estaba esperando como nunca volver al laboratorio para contrastar la hipótesis con otras pruebas.

A la mañana siguiente apenas salió de su casa compró una barra de chocolate y llegó a su trabajo sin saludar a nadie. Enfiló directamente al laboratorio con un único objetivo que lo obsesionaba desde la noche anterior: exponer otra barra de chocolate a las ondas del magnetrón. La adrenalina del Ingeniero comenzó a subir cuando experimentó que el chocolate se derretía rápidamente. Como buen científico necesitaba otras pruebas para poder transformar su hipótesis en teoría por lo que expuso todo tipo de alimentos para verificar sus transformaciones. Grande fue su asombro cuando expuso algunas semillas de maíz con las que se hacen las palomitas: el maíz se hinchaba, cocía y brincaba esparciéndose por todo el laboratorio.

Al día siguiente el científico decidió colocar el magnetrón cerca de un huevo de gallina. Le acompañaba un colega curioso, que atestiguó cómo el huevo comenzó a vibrar debido al aumento de presión interna originada por el rápido incremento de la temperatura de su contenido.

El atónito científico se acercó justamente cuando el huevo explotaba, salpicándole la cara con la yema caliente. El rostro de Spencer, por el contrario, se iluminó por una lógica conclusión científica: lo sucedido con la barra de chocolate, a las palomitas de maíz y ahora al huevo, podía atribuirse a la exposición a la energía de baja densidad de las microondas que emanaba el magnetrón.

El Ingeniero Spencer encontró también su esperanza de continuidad laboral ya que podían tener una aplicación civil sus investigaciones. Diseñó una caja metálica con una abertura en la que introdujo energía de microondas. Esta energía, dentro de la caja, no podía escapar y por lo tanto creaba un campo electromagnético de mayor densidad. Cuando se le colocaba comida se producía energía de microondas y la temperatura del alimento aumentaba rápidamente. Pete Spencer había inventado algo de lo que desconocía sus alcances pero que tres décadas después iba a revolucionar la forma de cocinar y sentaba las bases de una industria multimillonaria: el horno a microondas.

Cuando le presentó el invento a los directivos de su compañía, tardó mucho en convencerlos de que encararan y financiaran el proyecto pero finalmente pudo con su entusiasmo vencer la voluntad de los escépticos empresarios que iban a incursionar por primera vez en el mercado comercial. A finales de 1946 la Compañia solicitó una patente para emplear las microondas en el cocimiento de los alimentos. Un horno de estas características se instaló en un restaurante de Boston para hacer pruebas. En 1947 salió al mercado el primer horno comercial de microondas. Las primeras unidades superaban el metro y medio de altura y ochenta kilos de peso. También, su precio era elevado: alrededor de cinco mil dólares de aquellos tiempos lo hacían inaccesible para casi todo el mundo.

Era esperable que esos monstruos temperamentales no obtuvieran aceptación en los consumidores. Y aunque no se divulgó por motivos comerciales, se comprobó en estudios clínicos que la ingesta de alimentos cocinados con esta tecnología fomentaban el desarrollo de células cancerígenas. Pero no fueron sus consecuencias en la salud lo que hizo que fuera desapareciendo del mercado el invento del Ingeniero Spencer ya que nunca se divulgaron esos estudios, sino que su falta de practicidad y alto costo provocaron desalentadoras ventas. Su Compañía, frustrada por el fracaso comercial y la inversión que habían realizado, despidió poco tiempo después al inventor y propulsor de esta tecnología.

Pete Spencer murió pocos años después deprimido y sin trabajo, sumergido en una adicción al alcohol.

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A principios de la década del ´70 se reunieron en Washington varios organismos de inteligencia de los países más poderosos de la tierra. Preocupados por la incontrolable expansión demográfica, la proyección de escasez de agua potable, petróleo y otros recursos naturales, querían buscar pragmáticas alternativas al inminente problema.

Procuraban desarrollar algún arma letal para establecer un control demográfico. Desde la Segunda Guerra Mundial finalizada en 1945 no se registraba un descenso de la población. Y era impensable generar otra guerra de estas características por su gran costo económico y político.

Todavía el mundo estaba muy sensibilizado por los daños de todo tipo provocados por aquella guerra y la reciente guerra de Vietnam había ratificado que era un camino con muchos riesgos políticos. En las sociedades de los países mas avanzados predominaban las corrientes ideológicas que pregonaban por la definitiva paz en el mundo. En ese contexto tenían que descartar a las grandes guerras que habían funcionado históricamente como reguladores que periódicamente ajustaban la expansión demográfica natural de la población.

Para encontrar un mecanismo alternativo, encargaron a un grupo interdisciplinario de notables científicos que desarrollaran modelos experimentales y pruebas de laboratorio para diseñar aparatos que luego se pudieran comercializar masivamente como un avance tecnológico y un aumento de confort. Pero tenían que incluir un requisito oculto: que sirviera de vehículo para la propagación de condiciones de desarrollo de enfermedades mortales que permitiesen el control demográfico deseado.

Todos los desarrollos se mantuvieron bajo las más estrictas medidas de confidencialidad y secreto de Estado, pero ninguno convenció al jurado multinacional. En algunas propuestas no le veían un alcance tan abarcador a todos los estratos sociales, en otros podía ser descubierto el objetivo secreto por los organismos de salud y medio ambiente antes de que se lograra propagar su uso, y en otras propuestas no cumplían con otro requisito colateral: que fuera un gran boom comercial que permitiera también un gran negocio.

El informe secreto menciona también que el invento debía ser masivo pero que pudiera afectar a los estratos sociales de mayor poder adquisitivo que podían acceder a coberturas médicas ya que las poblaciones de menores recursos económicos estaban mas expuestas a las enfermedades existentes o la falta de alimentos que se vislumbraba para el siguiente milenio. No se estimaba que la pobreza disminuyera en las siguientes décadas sino por el contrario que siguiera aumentando, así que el desafío era alcanzar a la población con mayores recursos económicos y de cobertura social. Por ello el aparato debía ser apetecible para la sociedad de consumo, de manera que pudiera afectar al target de la población buscado.

Luego de descartar varias propuestas, alguien del jurado recordó un olvidado invento del año ’46 -casualmente el año siguiente de la finalización de la Segunda Guerra Mundial- y propuso reflotarlo. Este funcionario había accedido por casualidad a los informes clínicos secretos de la Compañía que había patentado en su momento aquel invento y mencionó al jurado que como tantos otros inventos, se había materializado por casualidad y a partir de una tecnología utilizada inicialmente con fines bélicos como los radares.

El jurado no tardó en aprobar por unanimidad aquella propuesta. Aquellos años de apogeo de la denominada Guerra Fría se centraban en una carrera espacial mas que armamentista y este subproducto de la tecnología bélica permitiría una masiva venta de “armas” que nadie controlaría ni objetaría. Para fines del siglo XX pronosticaban mediante su uso masivo un vertiginoso aumento de varios tipos de cáncer en la población mundial, sin importar edades, y difícilmente pudieran atribuir el origen de ese aumento de la enfermedad a la involuntaria invención del Ingeniero Spencer en 1946.

Adaptaron el invento original a un formato pequeño para su uso doméstico y unos meses después fue lanzado con grandes campañas de publicidad y marketing un “gran invento” que cambiaría la manera de cocinar de millones de hogares y que permitiría dedicar menos tiempo a la cocina a las ajetreadas y estresadas familias modernas: el horno a microondas.

Al principio se plantearon algunas dudas, incluyendo planteos sobre las consecuencias en la salud y en el organismo. Pero con el correr de los años y fuertes campañas publicitarias directas e indirectas, las dudas de los consumidores las transformaron en mitos y luego se transformaron en demanda.

Durante la década del ´80 las ventas crecieron con la rapidez con que hierve la leche en un microondas y a fines del siglo los hornos a microondas se consideraban parte de los electrodomésticos indispensables en cualquier hogar del mundo, con consecuencias aún incuantificables…
Bjaunarena24 de noviembre de 2015

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