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El Problema de Ser Perfecto

Delia Siffoni era una de esas chicas que pareciera que viven en una cajita de cristal. Al ser hija única, su padre, Ramón Siffoni, se preocupaba por malcriarla con cuanta cosa se le antojaba a “la nena” que, dicho sea de paso, estaba por cumplir 22.

Su cuarto era color magenta, aunque a primera vista esto era difícil de precisar (por más extraño que parezca) porque los diseños coloridos de las cortinas, almohadones y algún que otro adorno, invadían cada espacio al mejor estilo Flower Power. Obviamente la elección del estilo, lejos estaba de ser una cuestión de ideología sino que respondía al último grito de la moda en ese entonces. Las paredes estaban llenas de fotos de amigos, los armarios rebalsaban de ropa y por todos lados brillaban trofeos de hockey de todos los tamaños. Sin embargo, no era un amontonamiento, de hecho nunca se podría asociar a Delia con una palabra como “amontonamiento”, a lo sumo sería más justo usar un eufemismo como “decoración barroca”, en parte porque el cuarto de Delia estaba mucho más ordenado (y mejor decorado) que el de cualquiera de nosotras y en parte porque su perfección nunca admitiría adjetivos calificativos “negativos”.

Se pasó toda la secundaria masticando chicle, acomodándose el pelo, riéndose fuerte con los chistes más tontos y desfilando por los pasillos para llamar la atención. En realidad, a mi gusto, montaba todo ese circo sin necesidad, porque era bastante linda. Esa era Delia, la histérica de la que gustaban todos los varones y a la que todas las chicas envidiábamos, incluso sus amigas íntimas.

Por supuesto que el más lindo de todos –como no podía ser de otra manera- salía con ella desde un principio. Es que Gerardo Zaralegui era realmente perfecto. A los 18 años ya lo tenía todo: era maduro, inteligente, extrovertido, amable, tenía una carita de nene irresistible y encima de eso tenía plata. Uno de los primeros en usar flequillo y pelo largo, mostrando un dejo de rebeldía que nos volvía locas; especialmente cuando lo veíamos fumando, siempre con un pie en la pared y la mirada contemplativa, como si fuese un adulto reflexionando sobre sus vivencias. La cosa es que todo el mundo opinaba –menos yo- que él realmente la quería y que ella simplemente lo usaba como si fuera un collar vistoso. El noviazgo, por desgracia y en contra de mis los pronósticos, siguió después de la secundaria.

Tanto es así que cuando la Siffoni cumplió 21, en la fiesta, Zaralegui, le propuso matrimonio cambiando la letra de “And I Love Her” mientras tocaba la guitarra, se acomodaba el pelo y todas en ronda lo mirábamos embelesadas, como si fuese el mismísimo Mc Cartney en persona dedicándonos un tema.

La reina de las apariencias, según me contaron luego algunos testigos (yo había ido al baño), al principio se quedó helada, y reaccionó luego fingiendo una emoción desmedida ante los ojos emocionados de los invitados. Pero yo sabía que era tan superficial que hasta podía haber dicho que sí, simplemente para no quedar mal, o bien, para ser la primera entre nosotras en casarse. El padre ese día casi se infarta. Y claro, no era para menos, se querían llevar a la nena.

Todos los días, Delia me llamaba por teléfono, contándome lo ocupada que estaba preparando los detalles para su casamiento. En especial le preocupaba la fiesta (seguramente más que el mismo hecho de casarse). Todo debía ser perfecto: el salón de fiestas, el catering, la música, los souvenirs; pero lo más importante de todo, lo que le quitaba realmente el sueño, era planificar cómo iba a ser su vestido. De algo estaba segura, iba a ser un Silvia Balero, una modista, según ella, muy reconocida que no me acuerdo si vestía a Susana o a la Chiqui en ese entonces. De seguro su padre se lo compraría si ella se lo pedía, más ahora, que estaba realmente desesperado por el miedo a perderla.

Y finalmente llegó el “tan esperado día”. La ceremonia en la iglesia, debo admitirlo, fue muy emocionante. Delia lucía increíble con su Silvia Balero blanco, de muselina, bordado en cristal de roca y con una cola de dos metros, según detallaría su madre a todos y cada uno de los invitados en la fiesta. En el templo no cabía un alfiler. El cura estaba especialmente animado ese día. Las viejas lloraban a moco tendido. Por otro lado, la fiesta fue realmente soñada. Era perfectamente visible que la minuciosa planificación había rendido sus frutos.

Cuando los novios se retiraron del salón, un lujoso Chrysler Windsor negro, con un enorme moño azul en el techo y latitas atadas al guardabarros, los esperaba en la calle con un chofer encorbatado dentro. Era el regalo de bodas del padre de Zaralegui, según rezaba una tarjeta en el asiento trasero (o por lo menos eso me contaron.)

Sin pensarlo un segundo, la Siffoni corrió a abrir el baúl y le propuso a su esposo viajar juntos ahí, tal como lo había visto no sé en qué película norteamericana, con el vestido fuertemente sujetado, flameando al viento. El novio accedió sin chistar, probablemente temeroso del berrinche que ocasionaría el negarse. El chofer, – Dimitry, según declararía ante la policía luego- les advirtió que era peligroso viajar ahí, pero no le hicieron caso. Ramón Siffoni, salió corriendo del salón al no ver a su hija y cuando se enteró de que viajarían en el baúl, saltó inmediatamente a su 4x4 roja, dispuesto a seguirlos “para no dejar sola a la nena”

Entonces, el auto se puso en marcha. Dimitry se distraía constantemente mirando a la pareja por el espejo retrovisor. Parecía muy preocupado. Delia se había recostado en el amplio baúl, cansada por haber bailado tanto, o mejor dicho, por todo el champagne que tomó. El coche, iba muy despacio y sin embargo, (y a pesar del bocinazo de Ramón) no pudo evitar el choque con un enorme acoplado -repleto de maderas- que iba adelante y frenó de golpe. Zaralegui, salió despedido por inercia y se estrelló contra el parabrisas de su flamante suegro, que gracias a Dios, justo atinaba a salir de la camioneta para socorrer a su ilesa hija. Delia, se despertó por el violento ruido, se asomó para ver que pasaba y al ver a su esposo ensangrentado, salió inmediatamente del coche. Estaba tan mareada, somnolienta y shockeada que caminaba al azar, intentando enfilar para la 4x4 sin conseguirlo.

El Chrysler por su parte, en cuyo techo había caído una gruesa viga de madera que se había desprendido por el impacto, parecía una bañadera china de laca negra: la enorme depresión en el medio y la forma en que brillaban los rastros de carrocería a sus costados, le daban ese grotesco aspecto.

Me bajé entonces del Fitito celeste dispuesta a ayudar en lo que pudiera. Zaralegui parecía muerto, aunque no podía asegurar que lo estuviera. La Siffoni, abrazada a su padre al borde del colapso nervioso. El dueño del acoplado, un tal Chiquito, miraba la escena y se agarraba la cabeza, pero no colaboraba en nada. Las ambulancias llegaron unos minutos más tarde.

¿Si engualiché a la Siffoni con mi envidia? La verdad, no lo sé, pero hubo un antes y un después para ella y para mí. Ese día aprendí una valiosa lección: por más que uno se esfuerce por ser perfecto en todo lo que hace, la vida es inesperada y siempre puede darnos sorpresas que nos cambian el panorama.

¿Cómo terminó todo? ¡Bárbaro!, ¿cómo va a terminar? Hoy Delia es una mujer simpática, llena de vida, que valora infinitamente cada momento junto a los tres hijos que tiene con Zaralegui. Sigue despertando envidia como ayer, pero ya no por su irremediable éxito en la vida sino por el buen humor y la espontaneidad que la distinguen, gracias a seguridad en sí misma que ganó al no preocuparse más por el qué dirán.

Bohemia03 de diciembre de 2008

1 Comentarios

  • Fede

    Te dejo un comentario por que me tome el tiempo de leerlo y tengo derecho a replica.

    Me gust? como empez?, como sigui? y en general me gust? como esta redactado. El problema es que no me llev? a ning?n lugar. Creo que le falta algo, esta bien como un cap?tulo dentro de una novela pero como cuento individual pierde fuerza y no termina de cerrar.

    Saludos,
    Federico.

    04/12/08 03:12

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