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El Demonio de Lusitania - I

Mi nombre es Máximo Druso. Nací en la ciudad de Augusta Emérita pocos años después de su fundación. El emperador Augusto la levantó para premiar a los veteranos de las legiones V Alaudae y X Gemina que lucharon meritoriamente contra cántabros y astures.
Mi padre, un capitán de la V Alaudae, recibió un buen pedazo de tierra que, con mucho esfuerzo logró convertir en una modesta granja. Cada mañana, durante mi infancia, recuerdo haberme levantado al salir el sol y trabajar en el campo hasta el mediodía. Por las tardes, un joven maestro llamado Marco Livio venía a casa para instruirme tanto en ciencias como en letras.
Gracias en parte a mis dotes como estudiante, en parte a mis habilidades guerreras y en parte a las influencias de mi padre, logre ingresar en la guardia de la ciudad como oficial y, a los pocos años, era uno de los hombres de confianza del prefecto.
Podría haber continuado con mi vida en Augusta Emérita, quizá incluso hubiera llegado a ostentar el cargo de prefecto y honrar así la memoria de mi padre, pero los oscuros sucesos que aquí relataré explicaran los motivos que me llevaron a abandonar mis tierras y dedicarme a mi actual profesión.


Por aquel entonces tendría unos treinta años. El prefecto me hizo llamar para enviarme a una granja sita en las afueras de la ciudad. Al parecer, alguien había atacado a los dueños. Tan sólo el hijo menor sobrevivió ocultándose en la despensa. Escogí cinco soldados y, a lomos de nuestras monturas, nos dirigimos a la granja.
El sol del verano se fundía con una leve brisa que acariciaba el rostro. Las hojas de los arboles se mecían al viento con un susurro similar al de las olas del mar. Nuestra comitiva no tardó en llegar a las puertas de la granja, levantando el polvo del camino con los cascos de los caballos. Allí se encontraban unos granjeros, vecinos de las víctimas, con el rostro desencajado, así como un astati que prestaba servicio en un puesto de vigilancia cercano. Según la declaración de los granjeros, éstos se habían acercado para visitar a sus vecinos por asuntos de negocios y, una vez allí, habían encontrado los cadáveres.

- ¡Ave! – Saludó el astati alzando la palma de la mano.
- ¡Ave! – Respondimos yo y mis hombres. – ¿Ha visto los cadáveres, soldado?
- Sí, señor… - La tez del astati pareció tornarse blanquecina. – Es horrible. Parece que alguna bestia hubiera irrumpido en la granja y los hubiese matado.
- ¿Y el niño?
- Aun no le he interrogado, esperaba que lo hicieseis vos, que sois mas ducho en esas cuestiones.
- Habéis hecho bien. Volved a vuestro puesto, soldado, yo me encargaré a partir de ahora.
- ¡Ave! – El astati se despidió alzando la palma, a lo cual nosotros respondimos igualmente.

La granja era grande, contenía cultivos de trigo y vides e incluso un pequeño cobertizo, situado junto al edificio principal, albergaba una modesta piara. La vivienda era amplia, alzada con ladrillos y de una sola planta. Junto a la puerta principal, un niño de unos cinco años permanecía sentado en el suelo con la mirada totalmente extraviada.

- No hemos querido moverle. – Dijo una campesina. – Cada vez que lo intentamos comienza a gritar y patalear. Hemos preferido que le esperara a usted aquí.

Asentí distraído mientras me arrodillaba junto al chico. Coloqué mi rostro frente al suyo y esperé unos segundos para ver si advertía mi presencia. Al percatarme de que eso no sucedía, puse mi mano sobre el hombro del niño que, de pronto, me miró sobresaltado.

- ¿Qué les ha pasado a tus padres?
- Las sombras. – Murmuró ausente.
- ¿Las sombras?
- Las sombras hacían ruido.
- ¿Las sombras mataron a tus padres?
- Las sombras hacían ruido.

El niño repetía lo mismo una y otra vez, incapaz de escapar de ese patrón enfermizo, quizá por el trauma de ver morir a sus progenitores. Entré en aquella casa apenas decorada. El techo no era muy alto y ya comenzaba a percibirse el olor de los cuerpos descomponiéndose.
Los cadáveres se encontraban en el salón. Más bien por todo el salón. Habían sido desmembrados brutalmente. Sus articulaciones no habían sido separadas por el limpio corte de un acero, sino terroríficamente arrancadas por una fuerza descomunal. Las extremidades y las cabezas habían sido repartidas por la estancia, lejos de los dos troncos, que reposaban casi juntos en el centro del salón.

- ¡Por Júpiter! – Exclamé mientras un soldado que me acompañaba salió al exterior para vomitar.
- ¿Quién ha podido hacer algo así? – Marcelo, uno de mis hombres meneaba la cabeza apesadumbrado.
- Algún tipo de animal, uno enorme.
- No hay animales así por estos lugares, Máximo.
- Quizá alguna bestia escapada de una caravana que suministre a los circos. Solo que…
- ¿Qué ocurre?
- Fíjate, Marcelo, los cuerpos han sido desmembrados, pero ¿No ves algo raro?
- Explícate, Máximo, por los dioses.
- A penas hay sangre. El salón entero debería estar cubierto de sangre tras semejante matanza.
Brunno25 de marzo de 2009

1 Comentarios

  • Nemo

    Creo que tienes una buena historia que contar.
    Veamos lo que sigue!...
    Saludos muchos!!

    25/03/09 03:03

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