Caía la tarde,
y ella,
con sus brillantes ojos negros,
seguía mirando
hacia las golondrinas
que plagaban de ruido el cielo.
Era de nuevo verano,
uno, con el silencio enredado
en las más débiles ramas,
en aquellos ojos
y en su hermosa calma.
Las madres,
con la cabeza fuera
de la ventana,
como si de una obra
de teatro se tratara,
nos iban llamando
en el mismo orden
con el que los soldados
se siguen el paso
sin tropezarse.
Y ella,
despertaba de allí
dónde anduviera,
me miraba, me sonreía,
y mi corazón,
como si sobre el universo
mandara,
de alegría bullía.
Era verano,
otro de aquellos que se guardan
con ansiada avaricia
donde solo yo,
nadie más,
aún hoy, la mira.
¡Qué bonito, Antonio! Me es difícil, a veces, expresar que siento cuando leo un poema como el tuyo, o qué veo en él para sentir una emoción que me recorre la piel.
Gracias por escribir así. Un abrazo grande.