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Terminando la Secundaria

Cerramos los cuadernos y las cartucheras porque tocaba el timbre y teníamos ganas de almorzar, ganas de tomar algo, ganas de estar tirados en el sillón re panchos mirando la tele. En fin, teníamos ganas. De lo que no teníamos ganas era de cerrar los cuadernos, porque cerrando los cuadernos se cerraban todas las puertas que habíamos tenido tanto tiempo abiertas, y se cerraban los momentos por recordar porque después de cerrar el cuaderno, ya no había nada.
Pero claro que había algo, estaba el cbc, el no dormir, el estresarse, la facultad, el trabajo, el poco tiempo, vivir sólo, tratar de disfrutar la vida acompañado, y morir. Sin embargo, en ese momento no nos importaba nada de esto, porque dejabamos parte de lo que nos había hecho ser nosotros y nos dolía separarnos de esa parte, nos dolía escuchar cómo nos convertíamos en extraños dentro de esas paredes porque no teníamos ni la ilusión ni la esperanza de volver a verlas, y si lo hacíamos, siempre de forma de distinta, nunca de la misma manera.
Entonces tocó el timbre y nos quedamos mirándonos, no pudiendo movernos por estar tan ocupados intentando descifrar qué significaba ese timbre, si era buen día, recreo, chau o qué carajo era. Nos costó ver la realidad y cuando la vimos, el abrazo duró horas.
Por pura lógica se entiende que no estuvimos horas abrazándonos, porque el calor es fatal en esta época y todos teníamos algo que hacer a la tarde. Pero los abrazos que nos damos duran toda la vida porque siempre recordamos lo que sentimos abrazando a la otra persona, y lo que creímos que la otra persona sintió. Si no entendés de qué hablo, te aconsejo que te hagas abrazar urgentemente por alguien que ames, y después vuelvas y me sigas leyendo. Gracias.
Como estaba diciendo, nos costó ver la realidad. Miedo a la descomunicación, a la enemistad, a los caminos opuestos. Nos costó entender que ya no era un chiste y que lo bueno empezaba ahí, pero algunos queríamos quedarnos con lo malo, porque aunque no éramos perfectos grupalmente, y por seguro nadie era, tampoco, perfecto individualmente, y que nos lastimabamos con descaro y estupidez propio de la edad pero que igualmente dolía, habíamos alcanzado en ciertos casos niveles de amistad rascacielos, de los que ya no hay vuelta atrás, sin importar lo que pase, sin importar cuánto nos equivoquemos.
Y ahí la palabra amistad cobra verdadero sentido, en los problemas, en las equivocaciones, en las peleas, en ver cómo reacciona el otro ante tus errores y en ver cómo aguantás vos al otro en sus mambos. Espero que coincidan conmigo en que no hay nada más entretenido que la diferenciación.
Cuando terminé de leer, me aplaudieron mis papás, los profesores, mis amigos, mis compañeros, los papás de mis amigos y los papás de mis compañeros (¿y los papás de mis profesores?). No puedo saber si aplaudieron por compromiso, porque les gustó mi discurso o porque no habían escuchado ni una palabra mía y como todos aplaudían, se sumaron al aplauso. No puedo saberlo, y tampoco me importa, porque sentí, con alivio, que cuando ponés todo en la balanza lo bueno siempre, siempre, pesa más.
Camiladavel27 de noviembre de 2017

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