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El Reloj de Oro

El sol irradia con fuerza aquella mañana, ilumina con sus cálidos rayos los adoquines de la pequeña calle. Pese a no ser una gran avenida, siempre tiene un gran transcurso de gente a lo largo del día, pues comunica las dos grandes zonas de la ciudad.
Caminando con tranquilidad, aparece por uno de los extremos una mujer rolliza, de anchas caderas. Camina con excesiva lentitud, como queriendo marcar bien cada paso, mientras el perfil de su cuerpo resalta a lo largo del ajustado vestido rojo que lleva esa mañana.
En ese momento la calle se encuentra con poca gente; un vagabundo desaliñado permanece apoyado sobre una pared, con la mirada baja. Una chica joven con rostro sudoroso, camina con prisas desde el otro extremo de la calle. Un policía vigila el lugar. El dueño de una tienda de juguetes limpia el cristal de su escaparate y varias parejas se pierden en la distancia.
Ambas féminas se cruzan, y entonces, la rolliza mujer se detiene en seco y suelta un grito mientras señala a la joven chica con un dedo acusador.
–¡Tú, ladrona! ¡Devuélveme mi reloj de oro!
La chica se vuelve como un resorte hacia la mujer y la mira con incredulidad.
–¿Yo? No sé de que me habla señora.
La mujer enseña los dientes y su abultado rostro se tensa. Pega rápidos tirones de sus rubios rizos.
–¡Mentirosa! ¡Me lo has quitado de la muñeca cuando has pasado a mi lado!
La chica muestra las palmas de las manos para rebajar la tensión y se acerca a la mujer. Mientras lo hace, su largo pelo oscuro ondea al viento, enredándose en la chaqueta blanca que viste parcialmente abierta.
–¡No te creo! –aúlla la mujer.
Entonces, el policía que vigila la zona aparece junto a la mujer y le posa una mano sobre su hombro. Sus ojos tan azules como gotas de agua, la observan con avidez.
–¿Qué le pasa?
Ella lo mira furiosa, pero suaviza su rostro al darse cuenta de quien se trata. Una pequeña sonrisa asoma en sus labios.
–Agente, quiero que detenga a esta chica. Me acaba de robar el reloj de oro que llevaba en mi muñeca hace tan solo unos minutos.
El policía se lleva una mano a la barbilla y luce pensativo. Su gorra azul deja en semipenumbra gran parte de su rostro. Se inclina sobre la chica.
–¿Cómo se llama usted, señorita?
La chica abre la boca en señal de angustia y da un paso atrás.
–Mónica, ¡yo no he hecho nada! Tiene que creerme.
–Yo soy Edu, encantado. ¿Está usted segura de que no tiene nada que ver con el robo de el reloj de esta mujer?
Mónica se restriega las manos sudorosas sobre sus pantalones oscuros y abre mucho los ojos.
–¡Claro que lo estoy! ¡Llego tarde a mi clase de Inglés! Déjeme marchar, por favor.
–¡Esa es una excusa para largarse con mi reloj! –suelta la mujer– ¿donde está tu mochila chica?
Ella le fulmina con la mirada, pero no responde.
–Lo siento, pero hasta que no sepa que es lo que ha pasado aquí, no se puede ir –le anuncia Edu.
El propietario de la tienda de juguetes se acerca mientras se atusa su larga barba almendrada.
–Agente, yo he estado aquí desde que la chica ha aparecido en la calle y puedo asegurar que ella no ha robado nada.
La mujer rolliza da varias zancadas y se coloca frente al comerciante.
–¡Oh David! ¿Ahora te has encaprichado de esta pobre chiquilla? ¿La defiendes porque te gusta?
David frunce el ceño en señal de disgusto.
–No seas estúpida Matilde, tan sólo digo lo que veo.
El policía da un paso hacia ellos. Su rostro muestra una gran sorpresa.
–¿Ustedes dos se conocen?
El hombre asiente con la cabeza.
–Matilde es una de mis mejores clientas. Siempre viene a por algún juguete para su sobrino –responde mientras echa rápidas miradas hacia ella.
Al otro lado de la calle, el vagabundo observa la escena con fijeza. De pronto parece muy interesado. Su rostro está serio, y sus ojos oscuros parecen estar analizando cada detalle con precisión.
Las tres personas discuten de forma airada, mientras la gente los mira sin disimulo al pasar. Varios curiosos incluso se paran para observar de cerca toda la escena y no perderse detalle.
–Ya ve que yo no tengo nada, agente. ¿Me puedo ir ya? Me gustaría por lo menos llegar a la mitad de mi clase.
Edu mira fijamente a Mónica y a David, y después pasea su mirada por la calle. No se percata en ningún momento de la presencia del vagabundo. Su mirada parece pasar por delante de él como si de algún modo fuese invisible.
–Es evidente que ninguno de ustedes tiene el reloj –dice al fin.
–¿Y entonces? –inquiere Matilde. La vena de su cuello se hincha por momentos y parece palpitar lentamente, como si tuviera vida propia.
El policía le rodea los hombros con un brazo, en señal de compasión.
–Me temo que no puedo hacer nada más, señora. Su reloj podría habérsele caído por la calle, o tal vez se lo haya robado otra persona con la que se haya cruzado anteriormente y ahora ya esté lejos de aquí.
Mónica y David se miran, y sin decir una palabra, ambos se alejan. David se esconde en el interior de su tienda y Mónica dobla la esquina rápidamente. Matilde irrumpe en gritos.
–¡Esto no quedará así! ¡Pienso denunciar este robo!
La gente comienza a dispersarse, ahuyentada por los gritos de la mujer.
–¡Y usted! –añade acercando el dedo índice al atónito rostro del policía– Pienso dar parte de su ineptitud.
Edu traga saliva y compone un gesto triste.
–Lo siento señora, pero no podía hacer nada más.
Ella suelta un bufido y se da media vuelta, haciendo mucho ruido al avanzar para demostrar su enfado.
El policía se da la vuelta y se aleja del lugar. Todos los curiosos se apartan y el transcurso de la gente regresa a la normalidad.

Varias horas más tarde, cuando la noche ya ha caído sobre el lugar y nadie pasea por la calle, alguien se acerca sigilosamente hasta el vagabundo, que sigue apoyado sobre la pared, exactamente en la misma posición que esa mañana.
–Por un momento creí que no lo ibas a conseguir –le dice al recién llegado con una sonrisa amistosa.
Éste llega hasta el vagabundo y le tiende la mano mientras sonríe con malicia. Él abre su mano y coge lo que le tiende: es el reloj de oro de Matilde.
–Un trato es un trato.
El vagabundo sonríe con una amplia sonrisa, y la luz de la luna se refleja en los pocos dientes que le quedan.
Las grandes botas del ladrón del reloj se giran y empiezan a caminar alejándose de allí. Los penetrantes ojos de Edu, el policía, brillan en la oscuridad.
Caminanteenlasombra03 de enero de 2016

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