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"yo"

Una tarde de abril, como cualquier otra, como las de siempre, como las esperadas, la típica rutina, los mismos hábitos, la misma vida. Una vida sin nada, o con tanto que no hay nada. Es difícil de comprender, pero así sucede. De vez en cuando, Matías se encontraba solo en su casa anhelando eso que no tenia, pero que le desesperaba tener, y así se quedaba horas, días, sin comer, sin beber, solo pensaba y se imaginaba una vida rodeado de un todo que le parecía imposible conseguir. Quizás porque no lo buscaba, o no era el correcto para que ese todo le perteneciera, o simplemente, le faltaba tiempo. Tiempo que él creía innecesario, porque ya había pasado demasiado. Pero eso era otra de las cosas que se le cruzaba cuando se pasaba miles de horas sentado en su gran sillón rojo, con respaldo alto. Lo inquietaba saber más acerca del tiempo, se preguntaba si existía, si realmente pasaba o solo era una percepción, o si había sido un invento de la gente. Esa tarde, 24 de abril, Matías estaba relajado, obviamente imaginándose una vida ajena en su sillón, cuando escucha que su computadora emite un sonido advirtiéndole que tiene un nuevo mensaje en su casilla de correo. Por lo general, no lo inquietaba ni le generaba incertidumbre. Por lo general, no lo leía en ese mismo momento. Pero ese día, esa tarde, fue necesario hacerlo. No se sabe porque, pero él necesitò levantarse del sillón e ir a leer ese nuevo mensaje, saber qué era, quièn era, para qué era. En el transcurso del camino desde el sillón rojo hacia la computadora que se encontraba en el escritorio, Matías sentía como su corazón se aceleraba cada vez más, podía sentir el ruido, como si fuese un tambor, una batucada. Se ponía nervioso, no entendía el motivo. A medida que se acercaba, el ruido y la velocidad aumentaban. Y ahí estaba, frente a la pantalla, sentado ahora en la silla. Abrió la ventana del correo, y leyó el remitente: “yo”. Eso decía, “yo”. Ingresa al mail dispuesto a leerlo, y el mensaje terminó de desestabilizarlo. ¿Quién era ese “yo” que decía conocerlo más de lo que el se conocía, que decía amarlo más de lo que él se amaba, que decía ser lo que el necesitaba, que lo invitaba a un encuentro? Miles de dudas inundaron su cabeza, tanto, tanto, que esta crecía, haciéndose cada vez mas grande. Trataba de imaginarse quién era, leía el mensaje de adelante para atrás, de atrás para adelante. Letra por letra, acento por acento. Fijaba tanto sus ojos que casi no pestañaba. Tanto se concentraba, tanto, que sus ojos también estaban creciendo.
El supuesto “yo” lo estaba invitando a conocerse, esa noche, en la placita de la esquina, en el banquito frente a la hamaca. Matías no sabía qué hacer, no encontraba la decisión correcta. Como primera medida, decidió levantarse e irse a lavar la cara, porque sentía como si los ojos le quemaran de tanto leer. Cuando se observa en el espejo del baño, no se pudo reconocer. Su cabeza había aumentado de tamaño, así como sus ojos, que también estaban rojos como si los tuviese inundados de sangre.
La noche se acercaba, y el todavía estaba mirándose en el espejo, sin ninguna decisión contundente. De un momento al otro, corrió a la entrada, se puso el saco marrón, abrió la puerta, y salió en busca de una respuesta ante tanto misterio. Y se repetía lo mismo, a medida que se acercaba a la plaza, su corazón comenzaba a latir tan pero tan fuerte, que Matías sentía que se le salía para afuera. Lo acariciaba, como si eso lo hiciera calmarse, pero era en vano. Estaba sudando, estaba destruido. Su cabeza enorme, sus ojos hinchados, su cuerpo empapado, su corazón acelerado. Ese “yo” lo estaba destruyendo, y no se sabía el motivo. Le quedaban unos pocos pasos para llegar a la plaza, y unos otros para llegar al banquito. De lejos lograba identificar una sombra, una silueta, pero no el banco. Parecía ser un hombre, si, lo era. Pasos lentos, cerrados. Por un lado, quería llegar ya, y por otro, quería que el camino fuese eterno. Pero no, no lo era, porque ya estaba ahí, a un metro. Las luces estaban apagadas, por poco se podía ver algo. Matías caminaba mirando hacia abajo, ya que así se sentía más seguro. En un momento, se choca con la punta de algo que debía ser el banco, pero no lo era. Lentamente subía la cabeza, pero su mirada seguía dirigiéndose hacia el piso. Cuando no le quedo otra opción, se animo a mirar a “yo”. Se animo a terminar con ese misterio que casi destruye su imagen, y su cabeza. Y entonces, el sillón rojo, el hombre mirando hacia arriba, con la mirada perdida, como si estuviese sumergido en otro mundo, en otra vida.
FIN.
Candelaestabillo30 de noviembre de 2015

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