TusTextos

¿cuántos Hay En Mi?

Ya hacía mucho ––¡demasiado!–– que me había convertido en un adicto al sofá de aquel psiquiatra de corta barba y ajustado traje que ceñía, excesivamente, su oronda humanidad. Era un seguidor acérrimo de la escuela freudiana y, a mi juicio, me había estado escuchando más de la cuenta.
Durante casi un año, su diván fue el lugar de reposo de mi cansado cuerpo, pero un verdadero avispero para mi atormentada mente. Había depositado en él toda mi confianza, pensando que mis problemas de identidad quedarían algún día resueltos. Lamentablemente, después de largas y tediosas sesiones ––¡sin olvidar el mísero estado de mi cuenta corriente!––, mis ideas estaban mucho más embrolladas que al principio.
Un día, cuando ya había cogido el ascensor para subir hasta su consulta, pulsé el botón de parada y di la vuelta para no regresar más a aquel lugar que, dicho sea de paso, siempre me olió a pasteles recién horneados en la confitería «Amistad», situada en los bajos del edificio… Era un olor repugnante, mezcla de mantequilla rancia y azúcar quemado.
Había confesado a mi psiquiatra todas mis interioridades: mis pesadillas; mis ansias y mis esperanzas… Seguro que, a estas alturas, sabía muchísimo más de mí que yo mismo. Sus sesudas y psiquiátricas deducciones me confundían. Sus consejos, no me proporcionaban la tranquilidad que en aquella consulta había buscado.
Escuchaba sus repetidas preguntas, que intentaban hurgar en mi temprana sexualidad, para buscar los orígenes de todos mis traumas actuales. Se empeñaba en buscar mis males, en la supuesta represión originada por razones familiares o culturales y otras freudianas teorías por el estilo. Harto de contarle mis más íntimos miedos, decidí ser psiquiatra de mí mismo, no dando un céntimo más a aquel charlatán con aires de boticario aburrido y caros zapatos italianos.
Su saludo, tras la gran mesa de estilo napoleón, era siempre el mismo:
––¿Cómo se encuentra hoy? ¿Ha dormido bien?
Mi respuesta, antes de tumbarme en el sofá, también era invariable:
––Regular, doctor... He dormido solamente cuatro horas, debido a la pesadilla de siempre...
La recurrente pesadilla, que me atormenta casi todas las noches, tenía que ver con mi niñez. La acción comenzaba siempre en el mismo lugar ––el patio de la escuela primaria––, en donde me veía corriendo tras una niña rubia y con pechos exageradamente grandes para su edad. Cuanto más corría tras ella, la distancia que nos separaba se hacía mayor. La pesadilla finalizaba cuando tropezaba con una piedra y sangraba abundantemente por la nariz. La niña, con un horrible corrector dental que convertía su sonrisa en algo de espantosa fealdad, me contemplaba burlona desde el otro extremo del patio. En este momento, cuando mi cuerpo chocaba violentamente con el suelo, despertaba sudoroso y con un ligero temblor de manos...
El psiquiatra, freudiano a ultranza, siempre me decía que mi sexualidad reprimida e insatisfecha era la culpable de mis pesadillas. Añadía, en tono didáctico, que la niña bien podía ser la representación onírica de una madre autoritaria...
Los primeros días sin acudir a la consulta, he de confesar que pasé por una especie de síndrome de abstinencia, al echar de menos aquel sofá de cuero ajado por los muchos pacientes que en él habían desgranado sus problemas. También, no puedo negarlo, echaba de menos la monótona voz del psiquiatra que me producía una especie de somnolencia reparadora.
¿Qué sucede realmente conmigo? Según mi psiquiatra ––¡además del supuesto problema con la sexualidad y una madre autoritaria!––, dentro de mi existe una lucha por liberarme de un fuerte sentido de culpa, surgido a raíz de mi educación en un colegio religioso en donde se nos repetía lo pecaminoso de los tocamientos al propio sexo y nos inculcaban la represión del deseo… ¡por lo menos hasta casarnos!
He de reconocer que durante las etapas de la niñez y adolescencia, hasta poco después de ingresar en la universidad, cualquier pensamiento relacionado con el sexo me producía grandes remordimientos, llegando incluso a confesarme varias veces a la semana para aliviar, de manera solamente temporal, mi fuerte sentimiento de culpa. ¡Me sentía tremendamente sucio por dentro y por fuera! Intentaba pensar en otras cosas, pero mi pensamiento volaba libremente en busca de eróticas aventuras.
Soy consciente de la tremenda lucha que en alguna parte de mí ser se libra. Un día mi personalidad es malvada y llena de rencor irracional, deseando apretar el cuello de algún vecino con el que no hago buenas migas o me ha llevado la contraria en una reunión de la Comunidad. Otro, mi sexualidad se despierta furiosa… Todas las hembras que a mi lado pasan, sin importar edad o constitución física, son objeto indiscriminado de fuertes deseos: las unas por sus pechos, las otras por su trasero o piernas y, también, las adolescentes, por su belleza en ciernes. Todas, sin excepción, despiertan en mí el deseo apremiante de poseerlas.
A pesar de todo, a veces yo mismo me sorprendo... Hoy, cuando caminaba hacia el bufete, me encontré con una fila de adolescentes uniformadas en la acera y, he de reconocer que aquellas caritas con expresión entre inocente y pícara, despertaron en mí una ternura sin atisbo de sexual deseo. ¿No es ésta una excelente prueba de mi «normalidad?» ¡Esta muestra de ternura, quizá producto de mi latente instinto paternal, me anima a pensar que no estoy tan mal como el psiquiatra pretendía!
En algunas ocasiones, mi sexualidad se aleja de la esfera de lo heterosexual para excitarme fuertemente con pensamientos de tipo homosexual. Cuando esto sucede, me resulta muy difícil alejar ciertas imágenes, a pesar de rechazarlas como algo fuera de lo que considero mi verdadera y normal tendencia.
Algo más fuerte que mi sentido de la masculinidad, me empuja a seguir recreándome en el acto sexual que imagino con todo detalle entre otro hombre y yo. Las imágenes me resultan sumamente gratas en su morbosa recreación mental, pero termino por desecharlas…
Hasta la fecha ––hace poco he cumplido los 30––, he tenido un par de parejas del género femenino. Transcurrido un tiempo, comencé a sentir una especie de repulsión por ellas, de manera muy especial por todo lo relacionado con sus genitales. Cuando esto ocurría, mis erecciones cesaban en el momento menos oportuno y, todas mis parejas, terminaron abandonándome tachándome de impotente.
Curiosamente, desde hace unos meses, el sexo ha pasado a un segundo plano. El pensamiento más frecuente ––¡mejor podría calificarlo de recurrente!––, que me inquieta y tortura, es el de cómo alcanzar el éxito profesional, pero en un contexto ético coherente. Últimamente, me siento frustrado en mi carrera como abogado.
Hasta hace poco, la abogacía ––¡pertenezco a una familia de letrados en su quinta generación!–– lo era todo para mi, pero a partir de mis visitas al psiquiatra y sin saber muy bien la razón, me he vuelto escéptico respecto a lo ético de mi profesión. Ya sé que quizá resulte paradójico, dada mi incoherencia en otros terrenos vitales, obsesionarme ahora por la ética profesional. Quizá sea otra de las muchas contradicciones producto de una personalidad compleja y enferma como la mía… ¡No lo sé!
Hace unos días, inicié la defensa de un político corrupto que, sin pudor alguno, me confesó que no había querido ser menos que otros de su partido. Según él, todos se acercaban a la política para medrar o recoger «comisiones» y, de esta manera, labrarse un futuro alejado de preocupaciones económicas. Él, durante cuatro años, se había dedicado a «ahorrar» de las subvenciones que se recibían en el Ayuntamiento para proyectos sobre inserción social de drogadictos.
A sabiendas de que es culpable, el bufete en el que trabajo me encomendó su caso. ¿Existe algo menos ético que defender a un culpable confeso? ¿Cómo se puede pedir la absolución de un corrupto como él? Cuando siento estos escrúpulos, no puedo dejar de pensar en la otra cara de la moneda: en mis extraños deseos sexuales y en los instintos un tanto «criminales» que a veces se despiertan en mí… ¿Cómo entenderlo? ¿Cómo es posible pretender ser honesto en unas cosas y trasgresor en otras? ¿No me encuentro ante una especie de esquizofrenia? Esta terrible ambivalencia de mi mente me produce confusión e inseguridad...
Hoy, en el juzgado, he conocido a la letrada de la acusación y, a pesar de la extraña repulsión que las féminas producen en mí desde hace un tiempo, he de reconocer que me impactó su dominio del oficio y su fuerte personalidad. No es de una belleza al uso ––¡más bien resulta un poco rolliza para los cánones actuales!––, pero tiene un extraño atractivo que me obliga a seguir mirándola cuando se aleja con un ligero vaivén de sus caderas.
Debido a la fuerte atracción que he sentido por ella, he buscado una disculpa para cenar juntos. La disculpa ––¡creíble por demás!––, ha sido negociar, hasta donde sea posible, la petición de pena para mi corrupto cliente. Ella, ha aceptado mi oferta como lo más natural del mundo.
––¿Cuánto tiempo llevas ejerciendo? ––me pregunta mientras cruza sus torneadas y morenas piernas.
––Unos siete años ––mi respuesta va acompañada de una furtiva mirada al inicio de sus muslos, que la corta falda deja al descubierto.
––Llevo, aproximadamente, lo mismo ––contesta mirándome a los ojos.
Si existe algo que me produce verdadera inquietud es una mirada directa… ¡Soy incapaz de soportarla! Me asusta el pensar que alguien pueda leer en mis ojos las dudas y contradicciones que me atormentan.
Ella, como leyendo mi pensamiento, mantiene su mirada y dice:
––¿Qué pasa? Te veo un poco nervioso.
––¡Nada! ––la respuesta sale como disparada, mientras mis ojos intentan esquivar los suyos.
El camarero nos trae la cena y mientras nos escancia el vino, permanecemos en silencio.
––¿Cómo piensas encarrilar la defensa de ese politicastro tuyo? ––la pregunta tiene un punto de ironía que capto perfectamente––. Sabes que el Ayuntamiento tiene pruebas documentales suficientes para que le caigan, como mínimo, diez años y la inhabilitación por otros cinco.
––Bueno–– alzo la vista del filete y me atrevo a mirarla de frente por un instante––. Se puede levantar una buena polvareda política con lo que mi cliente puede contar de los «negocios» paralelos del alcalde y otros concejales. ¡Vosotros veréis!
––Puedes ahorrarte las amenazas–– vuelve a mirarme directamente a los ojos ––. Podemos contar con la petición del Fiscal que, por lo que sé, será de 13 años o más.
La cena casi toca a su fin y mis ojos, si bien en cortas ráfagas, no han dejado de buscar sus muslos. ¡Son realmente hermosos y sus rodillas son preciosas! Me asombro de la excitación que su cercanía despierta en mí, deseando poder estar mucho más cerca de ella.
Después del café, mientras fuma lentamente, comenta:
––No sé nada de ti fuera de lo puramente profesional. ¿Te importa contarme algo de tu vida?
La pregunta me coge desprevenido, pero a pesar de ello, me escucho contestándole:
––¡No me importa! ¿Qué quieres saber?
––Lo típico y tópico… ¿Estás casado? ¿Tienes novia? ––mientras pregunta su sonrisa parece animarme a dar las respuestas.
––Ni lo uno ni lo otro. Estoy libre y sin compromiso. ¿Y tú?
––Lo mismo que tú. El trabajo no me deja mucho tiempo para lo personal.
Seguimos hablando durante un buen rato y, caminando muy cerca de ella, la acompaño hasta su casa. Nos despedimos con un par de besos en las mejillas.
Cuando llego a mi apartamento, no puedo dejar de pensar en ella. Realmente, durante todo el tiempo que hemos estado juntos, no he dejado de desearla. Esta vez, no han sido los pensamientos raros de otras veces, sino el deseo de un hombre adulto por una mujer de su misma edad. El pensamiento de poder sentir su cuerpo desnudo cerca del mío me excita y, pensando en el sexo puro y duro, no acuden a mi aquellos extraños ascos de antaño. Esta «normalidad» en mis fantasías eróticas me sorprende… «¿Me estaré curando?», me pregunto.
Nos encontramos en el juzgado. Luce un traje chaqueta que realza su fuerte personalidad, pero sin ocultar del todo su atractivo femenino. Nada más verla, acuden a mí de nuevo los pensamientos de la pasada noche en el restaurante. Deseo poseerla, sentirla muy cerca de mí. Tengo la extraña certeza de que con ella no me sucederán aquellas extrañas cosas de antaño; que mis erecciones no volverán a ser pasajeras o imprevisibles. ¡Cómo la deseo!
Ella, mirándome de nuevo directamente a los ojos, parece haber leído mi deseo en ellos y con una pícara sonrisa me dice al oído:
––Letrado… ¡No mezclemos la obligación con el placer!
Tal como ambos habíamos previsto, el político corrupto es condenado a diez años, en lugar de los trece solicitados por el fiscal. He conseguido que el magistrado considerase un par de atenuantes circunstanciales.
––¡Te felicito, colega! ––me dice mientras se quita la toga y echa un mechón de su cabello hacia atrás––. Realmente has sabido jugar las pocas cartas de que disponías.
––He tenido suerte, nada más –-contesto sintiéndome culpable al haber defendido a un corrupto––. Tú tampoco lo has hecho nada mal.
Ambos, cerca uno del otro, caminamos por el largo pasillo de la Audiencia, mientras nos miramos como lanzando al aire una pregunta: «Y ahora… ¿qué?»
Cuando llegamos al final de la larga escalinata que da a la calle, nos volvemos para exclamar al unísono: «¿Nos veremos alguna vez más?»
Ante tan extraña coincidencia, estallamos en una gran carcajada mientras nos dirigimos a la cafetería de enfrente.
Ella y yo, profesionalmente hablando, nos hemos enfrentado en muchas otras ocasiones, pero en donde nos encontramos a nuestras anchas y olvidamos nuestros debates legales, es en mi apartamento donde ya libres de la cotidiana monotonía de leyes, procesos y recursos, nos entregamos al juego del amor.
Con ella, ahora sí puedo decir que mi intuición no me engañó, mis recurrentes pesadillas han desaparecido, mis erecciones son gloriosamente duraderas y su sexo no me produce ningún asco, sino todo lo contrario.
Ya puedo sostener su mirada sin sentirme agredido o temer que descubra mi inseguridad. Todo lo que me ha atormentado durante tanto tiempo, parece haber desaparecido por completo, después de conocerla...
En sus brazos, adormecido por el cansancio de una larga e incruenta batalla por los dos ganada, presiento que además de haber encontrado el amor, he recuperado algo perdido hace muchos años en las nieblas de mi infancia. Es una extraña y dulce mezcla de sentimientos que nunca podré describir adecuadamente.
Ahora sé, con certeza, que mi psiquiatra nunca me volverá a preguntar: «¿Cómo se encuentra hoy? ¿Ha dormido bien?» ¡Ha perdido, definitivamente, a un cliente!
A punto de quedarme dormido, acude la imagen de aquella niña que, en mi recurrente pesadilla, siempre perseguí sin poder alcanzar… Ahora, sus pechos son apenas perceptibles y su sonrisa es hermosa. No es el inicio de una pesadilla, sino el final de un sueño...
Mis piernas, entrelazadas con las suyas, ejercen una ligera presión sobre sus muslos, como queriendo sentir mucho más cerca el calor de su cuerpo o, quizá, para asegurarme que no me abandonará durante la noche.
Mientras el sueño me invade lentamente, siento su tranquila respiración sobre mi nuca, como una suave brisa de verano que me acaricia…


© 2009-Fernando J. M. Domínguez González







Canteiro11 de diciembre de 2009

2 Comentarios

  • Mejorana

    Hago un alto en el camino para seguir leyéndote porque te prometo que tu relato es realmente interesante Canteiro.
    Pero es por la mañana y mis obligaciones me reclaman.
    Te seguré leyendo hasta terminármelo.
    Es la primera vez que te leo.
    Si acabas de llegar, bienvenido seas.
    Un abrazo.

    11/12/09 10:12

  • Mejorana

    ¿Cuántos hay en mí?
    Esa es la pregunta que me hago a todas horas.
    Soy tantas, que a veces, no me encuentro.

    11/12/09 11:12

Más de Canteiro

Chat