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El Ritual

«Existen oscuras razones que la mayoría de los mortales no comprendemos. Existe un universo del MAL en constante lucha con el del BIEN. Existen dos dioses que se miran amenazantes, cara a cara, desde el inicio de los tiempos.» (Edmond Mac Pick, cabalista inglés, siglo XVII).

El cadáver, en postura grotesca dentro de la sucia bañera, tenía una profunda herida en su cabeza. Los ojos, extremadamente abiertos, mostraban el incrédulo horror del último instante.
El hombre, unos cuarenta años, vestido elegantemente y con guantes de goma, buscaba entre las herramientas amontonadas sobre una vieja mesa de mármol.
La cabeza, separada del tronco por un fuerte y preciso golpe de hacha, rodó sobre el pavimento de mosaicos negros y blancos. La sangre, brotó en espesos borbotones y, aún caliente, dibujó extrañas figuras en suelo y paredes.
La policía, avisada por uno de los hombres del servicio de limpieza, llamó al juez de guardia para levantar aquel despojo humano abandonado en el contenedor. Tanto el forense como la policía, después de pasados unos meses, no lograban desvelar el misterio. No se había recibido denuncia alguna sobre una desaparición…
El brazo, cortado de cuajo bajo la axila por el hacha, salpicó de un líquido amarillento el pavimento. Un olor, dulzón y nauseabundo, lo invadía todo.
El asustado tendero, al dejar la basura de su establecimiento en el contenedor, observó aterrado un dedo que parecía señalar al cielo entre periódicos, restos de comida y ropa vieja...
La policía, como en el anterior hallazgo de la cabeza, nunca encontró una pista que permitiese conducirla hasta el asesino.
En el Instituto Anatómico Forense, en uno de los armarios frigoríficos, permanecían los restos humanos, mientras la investigación continuaba en punto muerto. El forense, lo único que había podido confirmar era la raza ––caucásica––, sexo y edad. Las huellas tomadas a la mano recién aparecida en la basura, fueron enviadas a todas partes, pero, misteriosamente, no figuraban en los archivos de ninguna de las policías consultadas.
La aterrorizada mujer, presa de un ataque de nervios, apenas podía balbucear…
En la papelera un brazo cerúleo y apestoso, por su alto grado de descomposición, parecía querer abrirse camino entre papeles, colillas, restos de verdura y cajetillas de tabaco vacías.
El forense, como intentando recomponer un rompecabezas, coloco el brazo en el frigorífico, junto a los demás restos traídos por la policía. Ésta, siguiendo las instrucciones del magistrado, estaba empeñada en seguir las distintas pistas que consideraba lógicas, en un crimen de estas características.
El tronco, con las vísceras casi a flor de piel, fue separado con la sierra de carpintero de la parte inferior del cuerpo. La estancia apestaba a carne podrida y heces.
El mendigo, habitual visitante de los contenedores de aquel supermercado, quedó paralizado al revolver la basura en busca de restos de comida. El olor y la vista de aquellos restos, le empujaron a salir corriendo pidiendo auxilio. Un policía municipal le acompañó hasta el contenedor. De nuevo, los restos pasaron a ser examinados por el forense y guardados en la nevera de la morgue.
Lo curioso del caso, según la policía, era la cadencia con que aparecían aquellos restos humanos en los contenedores de basura de la pequeña ciudad: ¡cada siete días, ni uno más, ni uno menos!
Las piernas, dibujando una extraña y macabra uve invertida, emergían de la basura del restaurante cercano. Entre restos de macarrones, huesos y espinas de pescado, semejaban una señal de tráfico, fuera de lugar…
En el Instituto Anatómico Forense, una vez recompuesto el humano rompecabezas, el forense se dedicó a unir con un burdo y apurado zurcido aquellos restos de un color azulado intenso. Como hombre versado en psicología criminal, estaba realmente confuso ante aquel extraño crimen y el ritual de la siembra de despojos. «¿Qué mensaje quería transmitir el criminal con aquellos restos diseminados por la ciudad, cada siete días? ¿Qué personalidad tendría?», se preguntaba intrigado.
En la espalda del cadáver, muy cerca ya del cuello, existía un curioso tatuaje de una estrella de cinco puntas invertida, con una inscripción legible, pero cuyo significado no alcanzaba a comprender el médico: «Hasta la muerte». Parecía, a bote pronto, una consigna legionaria o de un mercenario. La estrella invertida, podía tener otra explicación que se le escapaba… «Podía, pensaba el forense, tratarse de un miembro de uno de los grupos practicantes de ciertos rituales satánicos o, también, de alguien que sin conocer su significado en la magia negra se la había hecho tatuar».
«¡Hasta la muerte…!» Curioso lema para alguien que había sido troceado y cuya muerte, a juzgar por la herida de su cabeza, se deducía tenía que haber sido horrible.
La policía, siguiendo la teoría del forense, y apoyada por el juez instructor, inició sus pesquisas entre los numerosos grupos de practicantes de magia negra y sectas satánicas de la zona. Durante el curso de la investigación, fueron descubriendo, con verdadero asombro, la ingente cantidad de personas involucradas en aquellos extraños rituales que invocaban al maligno. Nada ilegal existía en aquellos grupos, ni detectaron sacrificios humanos por lado alguno.
El forense, empeñado en buscar la clave de tan extraño caso, continuó investigando por su parte. Pasó tardes enteras en las bibliotecas de la ciudad leyendo todo lo que existía respecto a sectas extrañas, sociedades secretas y rituales satánicos…
Una tarde, desilusionado al no encontrar nada que pudiera proporcionarle información respecto al lema «Hasta la muerte», descubrió en un pequeño libro, editado en 1830, un capítulo dedicado a una secta satánica llamada «Los Fieles de Belcebú».
Aquella secta, una de las muchas en la historia del satanismo, tenía algunas características que la diferenciaban de la mayoría: había sido fundada por un sacerdote, al que la iglesia había expulsado de su seno por el extraño y repugnante comportamiento sexual observado durante su ministerio. Durante el tiempo que estuvo de párroco en varias parroquias rurales, se dedicó a violar, brutal y sistemáticamente, a niñas entre siete y trece años que acudían a la catequesis dominical.
Una vez juzgado y condenado, pasó una veintena de años en distintas prisiones y, en ellas, se dedicó a escribir una especie de manual con las reglas de lo que sería más tarde una horripilante cofradía de satánicos fieles.
El momento máximo de la expresión ritual, para invocar al maligno, consistía en la violación de las niñas. Con este terrible ritual y según explicaba el libro, parece ser que había logrado, más de una vez, convocar con éxito a Belcebú, haciéndose éste visible ante sus adeptos.
El ex sacerdote, cabeza creadora de aquella cofradía luciferina, siguió ejerciendo su maligno liderazgo en la secta hasta su extraña muerte, a avanzada edad, durante una de las ceremonias. El líder, a pasar de su avanzada edad, siempre según el testimonio de algunos miembros de la secta que habían podido salir de ella, poseía una sobrehumana potencia sexual que, durante aquellos asquerosos rituales, mostraba sin freno.
Aquella noche, en medio del bosque, estaba perpetrando la violación de una niña previamente dormida por la ingestión de un brebaje, rodeado de los adeptos que repetían, una y otra vez, monótonas e hipnóticas salmodias apenas inteligibles. En el momento del orgasmo, su grito agónico resonó con fuerza en el bosque de robles: «¡Hasta la muerte!»
Los adeptos de la secta, temerosos del brazo de la justicia, se apresuraron a enterrarle al pie de uno de los añosos robles, sin señal externa alguna y, asustados, huyeron en desbandada.
Según el citado libro, la secta, después de aquella noche, se disolvió perdiéndose toda pista de la mayoría de sus adeptos. Esto sucedía, siempre según aquel relato, allá por el año de 1880.
El forense, intrigado por lo leído, se animó a seguir investigando sobre aquella extraña cofradía, pero ¿dónde? La biblioteca de aquella pequeña ciudad no tenía suficiente información y decidió, durante algunos fines de semana, desplazarse hasta la capital de la provincia. Allí, según le habían dicho, existía un excelente fondo bibliográfico donado por una fundación. En él, seguramente, podría encontrar más detalles respecto a la secta.
La bibliotecaria le observó un tanto extrañada cuando le entregó una relación de todos los libros catalogados sobre sectas y sociedades secretas. Una media hora más tarde, sobre el pupitre, descansaban algunos viejos volúmenes y una gruesa enciclopedia sobre «Sectas y Sociedades Secretas de Ayer y Hoy». Se trataba de una obra editada en el año 1910 por «LUZ y SOMBRA», conocida editorial de temas esotéricos, por aquel entonces.
El forense, conociendo ahora ya el origen de la exclamación: «¡Hasta la muerte!» deseaba llegar mucho más allá. Quería saber el significado de la frase y, también, el de aquella estrella de cinco puntas invertida; confirmar si la secta del ex sacerdote había usado aquel símbolo como reconocimiento entre sus adeptos.
En uno de los volúmenes encontró un dibujo a pluma de Belcebú en forma de macho cabrío y, sobre su retorcida cornamenta, una estrella de cinco puntas invertida. Según el redactor del artículo, la estrella en esta posición ––inversa a la estrella de David––, significaba: «Poder para las tinieblas» o, también: «¡Abajo Dios!»
Nuestro forense, cada vez más interesado por aquellas materias hasta ahora desconocidas por él, tomaba nota de todo lo que consideraba interesante para su investigación en un pequeño cuaderno.
Siguió buscando y, en uno de los últimos tomos, encontró algo más respecto a la secta satánica ––los fieles de Belcebú––, fundada por el ex sacerdote. Se trataba de un artículo bastante amplio, basado en las declaraciones de uno de los miembros detenido a raíz de la extraña muerte del líder y fundador de la secta.
Este miembro, antes de ser condenado a la horca, acusado de múltiples violaciones y asociación para el mal, declaró ante la policía todo lo que sabía sobre la secta. Lo hizo de manera voluntaria e incluso jactándose de su pertenencia a aquella satánica cofradía.
A la pregunta sobre su papel en el grupo, el adepto respondió que pertenecía al «Círculo Exterior» Según él, existían distintos grados que eran otorgados por el líder a quien él consideraba digno de recibirlos.
A pesar de haber pertenecido solamente al «Círculo Exterior», aquel hombre conocía bastantes detalles del culto, las reglas y los «sermones» que el líder les impartía, regularmente, como alimento del luciferino culto.
Según declaró el adepto durante el juicio, la exclamación: «¡Hasta la muerte!» tenía una primera lectura que era la de obrar en contra de todo tipo de ética y moral. El mal, llevado hasta extremos insospechados, según el líder, les llevaría al pleno conocimiento y, después del «tránsito», a un lugar nunca imaginado por los creyentes de las distintas religiones. En él, en esta especie de «cielo», Belcebú premiaría a todos sus fieles con los mayores placeres, especialmente carnales, nunca imaginados.
El segundo ––¡que no último, seguramente!–– significado, era mantener la fidelidad a Belcebú y a las reglas de la secta hasta la muerte o martirio, si fuese necesario. La fidelidad al Señor de las Tinieblas, era lo más importante para lograr el premio final.
El forense, cada vez más, estaba empezando a comprender el funcionamiento interno de la secta y su doctrina, pero existían aún muchas incógnitas que no fueron desveladas en el interrogatorio al adepto que más tarde fue ahorcado.
«¿Qué sucedía en los grados «interiores» de la luciferina secta?»
«¿Qué conocimientos se transmitía a los adeptos más adelantados?»
«¿Consistía el «culto» a Belcebú solamente en lo «visible», para algunos adeptos?»
«¿Existía una doctrina secreta para los iniciados de grados superiores?» Tantas y tantas preguntas no podían ser respondidas por aquellos tomos de la enciclopedia consultada por el curioso forense.
Como hipnotizado, observaba el recompuesto cuerpo y, de pronto, cayó en la cuenta: ¡faltaba el pene! Hasta el momento los trozos encontrados: cabeza, brazos, tronzo y piernas, sumaban seis, pero, el pene, principal instrumento del mal en el ritual satánico de la secta, no estaba entre los despojos unidos por el apurado zurcido del forense.
Pudo intuir que no tardaría en aparecer aquella última pieza del macabro rompecabezas. El pene podía aparecer en el lugar menos pensado de la ciudad. Su aparición, además de «completar» la figura humana del desconocido que estaba en la nevera del Instituto Anatómico Forense, haría el numero siete de las piezas del rompecabezas.
«¿Qué significaba el número siete?» Por lo que había leído durante los últimos meses, desde la más remota antigüedad había sido considerado un número cabalístico por excelencia, además de otras muchas connotaciones de carácter esotérico para las más diversas escuelas: siete eran los días de la Creación; siete los días de la semana; siete fueron las parejas que de cada animal llevó Noé en el Arca; siete son las notas musicales…
El siete también representa para los «creyentes» en la obra divina, la perfección total; para los hijos de Belcebú, representa los siete pecados capitales o la antítesis del orden divino. El siete, en definitiva, sería para los adeptos a las sectas satánicas lo contrario; lo maligno; los mandamientos de Satán… Aquí, en el número siete, se encontraban de nuevo los extremos de la eterna dualidad: Bien–Mal.
El pene de la victima, adepto sin duda de la secta, era la séptima clave y el instrumento terrenal y «ritual» de los miembros de la maligna cofradía, para alcanzar la recompensa del maligno, por medio de las viles y cobardes violaciones de niñas.
La trasgresión de la ley y de la moral, por medio de esta aberración, era el camino para llegar al reino de Belcebú. Así lo había predicado siempre su líder; así se había practicado siempre por los adeptos.
Al forense, poseedor ahora de bastantes conocimientos sobre el satanismo y su culto, le seguía faltando una razón lógica para aquel asesinato y posterior despiece ritual del cuerpo de la victima… «¿Qué razones, si las había, llevaron al carnicero a realizar tal alarde de crueldad?» «¿Se trataba de un loco o aquel satánico ritual de muerte tenía un sentido oculto?»
El pene, hinchado y amoratado por los efectos de la avanzada putrefacción, fue enviado al forense por mensajería, dentro de un discreto paquete. La policía, avisada del envío, intentó recoger huellas para hallar al remitente, pero todo resultó inútil.
De las distintas policías, incluida la INTERPOL, nada llegó que pudiese identificar aquel cadáver. Sus huellas y su rostro no estaban en ninguno de los archivos consultados. El caso, según las autoridades policiales, podía darse por «archivado», por el momento...
El médico forense, ocupado en otros casos más recientes, dejó un poco de lado su particular investigación, mientras el cadáver seguía en la morgue esperando la orden del juez para poder ser enterrado.
Un hombre, elegantemente vestido, se encontraba en actitud respetuosa frente al viejo roble. De su boca, y después de pronunciar varias palabras inteligibles en voz baja, salió la exclamación: «¡Hasta la muerte!» Observó despacio el claro del bosque y, después, se marchó...
El forense, una vez más, decidió investigar en otros lugares; leer posibles declaraciones de algún acusado de la satánica secta, pero… «¿a dónde acudir?», se preguntaba confuso.
Hablando de sus inquietudes con un juez amigo suyo, éste le sugirió consultar los archivos de la Audiencia Provincial. Allí, en sus sótanos, se guardaban aun viejos legajos de todos los casos judiciales desde 1800 hasta la fecha. Puesto que la secta había desaparecido «oficialmente» en 1880, quizá podría encontrar algo interesante al respecto.
Los sótanos de la Audiencia, húmedos y llenos de viejos armarios de madera ya carcomida por la polilla, guardaban en sus estantes miles de legajos de apretada caligrafía. Asesinatos, crímenes horrendos, violaciones, robos… Todo estaba ordenado por años y materias…
Dejó de lado los legajos anteriores a 1880 y se dedicó a explorar en ese año y posteriores. El polvo acumulado le hacía toser con frecuencia y, para evitarlo, se puso una de las mascarillas que utilizaba durante su trabajo como forense. Entre todo aquel montón de papeles, apareció un legajo del juicio celebrado contra un miembro de la secta que, al parecer, había ocupado el segundo lugar en la cúspide de la misma, después del viejo ex sacerdote. Se trataba de un cirujano del Hospital Central de la ciudad, hasta entonces tenido como persona respetable y de intachable conducta.
Durante el juicio, su talante fue siempre soberbio y sin el mínimo respeto por los componentes del tribunal. Confesó, sin reparo alguno, haber sido el número dos de la secta, además de estar encargado de la selección de los neófitos de la misma. Al mismo tiempo, se ocupaba de los raptos de las niñas que más tarde eran brutalmente violadas, en un aún desconocido ritual, bajo el efecto de drogas que él mismo les suministraba.
Cuando el fiscal hacía preguntas respecto a los rituales y aberrantes actuaciones en los mismos, se limitaba a contestar: «Usted no tiene potestad para juzgar este asunto… A pesar de ello, no dejaré de explicarle nuestro culto a Belcebú, puesto que solamente a él seguimos».
Su descripción de las distintas situaciones, parándose en ellas como gozando en recrearlas, podría hacer pensar que estaba loco, pero los distintos informes emitidos por eminentes especialistas de la época, afirmaban todo lo contrario: era inteligente más allá de la media; poseía un bagaje intelectual muy alto; no se detectaban en él paranoias o psicosis… Era, en definitiva, una persona «normal» que, de «motu propio», había adoptado aquella «religión», como a él le gustaba calificarla.
Una de las preguntas del fiscal estaba dirigida a conocer el nombre de los demás adeptos desaparecidos y, por otro lado, si la secta continuaba su actividad a pesar de la disolución «oficial» de la misma, después de la extraña muerte del líder. «A esa pregunta y a otras que seguramente más adelante me hará, ni puedo ni quiero responderle». Así de escueto y firme se mostró el acusado.
El fiscal, irritado por aquella actitud de soberbia en una persona que, con toda seguridad, sería condenada a la horca, insistió sobre la «transmisión» de secretos en la secta y sobre el «Círculo Interior» de la misma. «Solamente puedo decirle que el Círculo Interior seguirá a través de los tiempos predicando la doctrina de Belcebú, aun después de mi desaparición. Todo estaba previsto por nuestro amado líder. Respecto a los secretos, como comprenderá no voy a decírselos a Usted, señor fiscal».
«¿Es cierto que ustedes creen en la inmortalidad de alguno de los dirigentes, como premio de Belcebú y para transmitir su doctrina mucho más allá de esta época?» le preguntó el fiscal.
«Podría contestarle afirmativamente, pero, con toda seguridad, no me creería. ¿Qué importancia puede tener que sea o no así? Solamente le diré, que lo que ustedes entienden por muerte física, no existe para un verdadero creyente y que nuestro líder, considerado muerto, seguirá presidiendo nuestras reuniones por los siglos de los siglos. En este momento, renacido ya en otro cuerpo, se encuentra a mi lado y se ríe constantemente de sus ingenuas preguntas».
El juicio duró varios meses y, como era de esperar, el reo fue condenado a morir en la horca. Sus últimas palabras, antes de colgar de la soga, fueron: «¡Hasta la muerte!» Todos quedaron asombrados de su serenidad a la hora de enfrentarse a la muerte. Era como si tuviese la completa certeza de estar pasando solamente por un momento de «tránsito» y no ante el final de su vida.
El forense, tomando notas en su pequeño bloc, cada día que pasaba quedaba más impresionado por lo leído. «¿Cómo era posible tal frialdad?» ¿Cómo era posible tal grado de convencimiento en una doctrina tan aberrante?»
Lo extraño en todo aquello era que el cadáver aparecido a trozos, esparcidos por la ciudad, tenía las señas de identidad de un adepto de la extraña secta… «¿Quién le había matado?» «¿Por qué?» «¿Cuál era el significado de aquel asesinato?» «¿Se trataba de un sacrificio ritual?»
Siguió leyendo los legajos del juicio con creciente curiosidad…
El fiscal, harto del despotismo de reo, hizo una pregunta clara y concisa: «¿Cree usted que el fundador de la secta aun vive?» «¿Qué aún está entre nosotros?»
La respuesta fue concisa, clara y desafiante: «Sus preguntas, señor fiscal, ya contienen la respuesta».
El fiscal, a la vista de la disposición del reo a seguir hablando, insistió de nuevo: «¿No fue enterrado el cadáver del líder en el bosque, después de fallecer aquella noche a consecuencia de sus excesos?» «¿Acaso el cuerpo descubierto, más tarde, por la policía no era el de él?»
La sonrisa de suficiencia del reo era amplia: «Sí que lo era, señor fiscal. Que su cuerpo estuviese allí, no significa que no pueda tomar otro, para renacer».
El forense, sorprendido por la extraña respuesta, pensó en el cadáver que reposaba aun en la morgue. Ya no tenía ninguna duda sobre su calidad de adepto de la secta. Una idea surgió en su mente al leer la respuesta del reo: «No significa que no pueda tomar otro…».
«¿Acaso sería el criminal otro adepto de la secta?» «¿Se trataba de, con la eliminación física de uno de ellos, hacer posible el «renacer» de otro, quizá más importante para el grupo?» «¿De un vehículo para el renacimiento del líder?» Las aventuradas hipótesis, especialmente para una mente acostumbrada a la lógica, no tenían mucha verosimilitud, pero en aquellos asuntos tan extraños, todo lo absurdo podía tener una cierta razón de ser; una luciferina lógica.
El juez, a la vista de las pruebas y declaraciones del reo, no dudó en dictar la pena máxima ––muerte en la horca––. El fiscal, yendo un poco más allá, pidió que una vez muerto, las cenizas fuesen aventadas en el cercano Atlántico como símbolo del total desprecio de la sociedad por personas de tan maligna condición.
Temprano, en la madrugada invernal y con un cielo cubierto de negros nubarrones, la comitiva salió al patio de la prisión en donde el patíbulo había sido levantado.
El reo, con cara seria, pero no crispada, subió las escaleras del cadalso con parsimonia, y después de rechazar con su mano derecha la presencia del sacerdote de la prisión, se colocó él mismo bajo el nudo corredizo.
Sus últimas palabras, antes de pender de la cuerda, fueron: «¡Hasta la muerte!» Todos quedaron asombrados de su serenidad a la hora de enfrentarse con el final…
El forense, terminada la lectura del legajo, se dispuso a reunir la gran cantidad de apuntes tomados.
Todo era irreal, como producto de un sueño maléfico, pero él sabia que detrás de aquella historia, aparentemente absurda e increíble, se ocultaba una horrible y vigente realidad. Una realidad que iba mucho más allá del veredicto del tribunal y del cumplimiento de la sentencia.
Antes de la cremación, el forense del caso, pudo tomar fotografías del cadáver del ahorcado. En su espalda, un pequeño tatuaje destacaba en la piel blanca del cadáver. Cruzando la estrella invertida una inscripción decía: «¡Hasta la muerte!» «¡Para renacer!» ¡Allí estaba la diferencia entre el Círculo Exterior y el Interior! Los unos eran pura carnaza, la primera línea de combate, mientras los otros, los allegados al líder y poseedores de otros secretos aun más atroces que los apenas vislumbrados durante el juicio, habían recibido el «don» de la inmortalidad concedida por Belcebú que la poseía y regalaba a sus fieles seguidores. Para lograrla, los adeptos de la secta llevaban a cabo todo tipo de atrocidades con el convencimiento de estar labrando su futuro.
En la celda de la prisión y sobre la burda mesa de madera carcomida y marcada por mil señales hechas por cientos de reos, se encontró una especie de «testamento» ––¡más bien un reto a la posteridad!––, del segundo hombre en importancia de la secta. La letra, firme y con trazos elegantes, no denotaba ansiedad o miedo, sino todo lo contrario, una extraña tranquilidad en aquellos últimos momentos:

«Al juez: Habéis estado cerca de la única VERDAD absoluta, sin daros cuenta de ella. Pensáis que al acabar con este cuerpo que me aloja, nuestra religión desaparecerá, pero nunca será así. La maldad suprema, el verdadero culto al Señor del mundo, no puede desaparecer por vuestra voluntad de hombres débiles y sin conocimiento. Nuestra religión, en sus diversas manifestaciones, permanecerá siempre entre vosotros y, cada vez más, el número de adeptos al culto del verdadero Señor, crecerá hasta hacerse numeroso y fuerte.

»Permaneceré en otro lugar, mientras nuestro sacerdote supremo, renacido por el sacrificio ritual de uno de los adeptos y llevado a cabo por mi propia mano, ya está de nuevo entre vosotros. Él, con su poder y sabiduría, envuelto en otro cuerpo aun más fuerte y joven que el anterior, volverá a renovar el culto al único rey del mundo; al único que puede conceder al hombre todos sus sueños truncados por la expulsión del Paraíso.
»El viento, hijo del rey del mundo, volverá a unir las cenizas de este fiel servidor de sus designios para, cuando el tiempo sea llegado, acudir a la llamada del Señor al que he servido, sirvo y serviré. ¡Hasta la muerte! ¡Para renacer!»

El forense, a pesar de su lógica cartesiana y de la frialdad adquirida durante el ejercicio de su profesión, esta vez no dudó un instante de la veracidad de lo escrito. Nada, desde el principio y en aquella extraña historia, indicaba falsedad, charlatanería o locura, sino un plan maléfico urdido, no por el ex sacerdote y sus fieles ––seguramente meros instrumentos de una estrategia mucho más compleja, calculada y perenne––, sino por una inteligencia superior semejante a la de un dios. Una inteligencia que, a través de los tiempos, había permanecido siempre en primera línea de la eterna lucha, hasta ahora sin vencedor ni vencido, que se sostenía desde el Fiat inicial entre la oscuridad y la luz; la competición más antigua y perdurable entre dos poderes en pugna por el dominio sobre el ser humano: ¡Belcebú, el rey del mundo! ¿Quién sino podría perpetuar el mal a través de los tiempos?
Reunió todos los apuntes y sacó sus conclusiones, comentándolas con algunos allegados y amigos. Fue tachado de ingenuo, y de haber perdido su pensamiento lógico en aras de una historia en la que, según dijeron algunos, se había involucrado demasiado a fondo perdiendo su objetividad de hombre de ciencia.
El cuerpo del desconocido, una vez archivado el caso, fue entregado a una funeraria para su cremación y posterior aventado de las cenizas.
En el bosque, en el claro delimitado por los viejos robles, un grupo de seres desnudos y enfebrecidos, está ocupado en la celebración de un extraño ritual, gritando al unísono y con voces roncas: «¡Hasta la muerte!» mientras giran frenéticamente alrededor de una especie de altar cubierto con un paño negro, sobre cuyo centro hay un cáliz invertido.
El oficiante de aquel satánico ritual, un hombre anciano, pero dotado de una extraña agilidad, eleva al cielo sus largas manos, sosteniendo una cruz invertida y ensangrentada entre ellas y grita: «¡Hasta la muerte!» «¡Para renacer!» En su coronilla, ya casi desdibujada, se puede intuir aún la tonsura sacerdotal…
Del fondo del bosque, como trueno que rompe en mil ecos tras una pesada y calurosa tarde de verano, llega un horrible estruendo. Los árboles parecen difuminarse en una espesa y blanquecina niebla que brota de la tierra. Un intenso, penetrante y pestilente olor, se extiende por doquier...




© 2009-Fernando J. M. Domínguez González







Canteiro28 de diciembre de 2009

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