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HÉrcules, El Perro que No OlvidÓ

Cuando lo encontró, en la orilla del camino que llegaba desde el pueblo hasta su casa, pegado su tembloroso cuerpecito al de sus hermanos ya muertos, pensó en seguir de largo; en tratar de ignorar aquella bolita peluda que gemía, pero apenas dio dos pasos, volvió para recogerlo...
«Seguramente ––pensó el anciano, con aquel cuerpecito en sus manos––, él y sus hermanos, han sido abandonados en la orilla del camino, por la noche».
Apenas abultaba poco más que una pelota de tenis…
Después de la muerte de “Prometeo”, había desechado la idea de tener otro perro. Nunca podría olvidar a aquel espabilado can, de incierta raza, fiel a toda prueba, que le había acompañado durante casi 15 años…
Desde la muerte de su esposa ––hacía ya tres años––, vivía solo en aquella casa de labranza, rodeada de viñedos y viejos robles. En aquel apartado lugar, donde cinco generaciones de su familia habían nacido y fallecido, se encontraba a gusto. Cierto que estaba alejado unos cuantos kilómetros del pueblo más cercano, pero las cotidianas labores del campo ––cada día que pasaba se hacían más penosas, para su anciano cuerpo lleno de achaques–– y su afición a la lectura, bastaban para llenar su solitaria vida… A veces pensaba que, desde la muerte de su esposa, se había vuelto excesivamente huraño… ¡Apenas tenía contacto con sus vecinos!
El pequeño y peludo huérfano ––canela y blanco dibujaban su piel––, alimentado primero con biberón, más tarde con migas de pan empapadas en leche, fue creciendo… Era evidente, viendo su desgarbada figura y aquellas orejas puntiagudas, que no era descendiente de una valiosa raza, sino de una mezcla de muchas…
“Hércules” ––¡está claro que tenía verdadera debilidad por imponer nombres de héroes mitológicos a sus perros!–– era un perro de talla media, patas largas, activo, fiel e inteligente. Pronto dio muestras de su carácter… Una tarde, cuando un perro asilvestrado intentó atacar a la cabra de su amo, demostró su valor: en postura firme, gruñendo fuertemente, hizo alejarse al perro salvaje, con el rabo entre las piernas… Su amo, admirado de tanto valor, acarició su cabeza con cariño.
Los años fueron pasando, tanto para Hércules como para su amo… ¡Especialmente para éste último!
Aquejado de fuertes dolores, con dificultad para respirar, tuvo que ser ingresado en un hospital. Hércules, siguió a la ambulancia durante más de 10 kilómetros y, ante la imposibilidad de poder entrar en el Hospital, sentó sus cuartos traseros a la puerta de Urgencias… Allí, permaneció durante varios días, sin comer ni beber. Algunos enfermeros, al verle todos los días en aquel rincón de la entrada, empezaron a traerle comida. Uno de ellos, también colocó cerca del perro una pequeña vasija con agua…
Hércules, como ensimismado y con la mirada triste, mirando constantemente para la puerta de Urgencias por donde había entrado la ambulancia con su amo, no quiso probar la comida ni la bebida… Su mirada no se apartaba de aquella puerta.
Al quinto día, como movido por un resorte, Hércules salió corriendo hacia la parte trasera del hospital. Allí, en un furgón fúnebre, estaban introduciendo un ataúd…
Como había hecho a la llegada, siguió al furgón fúnebre durante diez kilómetros ––la distancia desde el hospital hasta el pueblo de su amo––. Allí, al día siguiente, esperó a la puerta de la iglesia y, caminado paralelo al entierro por la orilla del camino, llegó hasta el cementerio parroquial…
Cuando todos se fueron y el encargado del cementerio cerró la verja, Hércules salió de un rincón, en donde había permanecido agazapado…
Sentado al lado del panteón, olisqueando el hueco en donde el ataúd había sido introducido, el perro inició una larga serie de lastimeros aullidos. Aullaba a la vez que su mirada no se apartaba del panteón… ¡Era como una angustiosa llamada a su desaparecido amo!
Algunos vecinos que visitaban el cementerio, viendo al perro al lado de la tumba, le llevaban comida y agua, pero él, al igual que había hecho antes en el hospital, nada tocaba…
Con el correr de los días, sus lastimeros aullidos fueron perdiendo fuerza. Una mañana, cuando el encargado del cementerio abrió la verja, Hércules yacía en silencio ––como dormido–– al lado del panteón… Había muerto de inanición y tristeza, al lado de quien le había dado la vida, un lejano día, al recogerle de la orilla del camino.
Durante muchos años, esta historia fue contada en aquel lugar, como muestra de la fidelidad de un perro. A mi, me la contó con gran pena mi abuela materna.
Tengo la certeza de que Hércules y su amo, siguen juntos como lo estuvieron en vida. Quizá se encuentren en algún lugar donde ambos salen cada día de paseo por viñedos y montes; donde el tiempo no existe, y la enfermedad tampoco. Quizá sea un lugar creado para amos y perros, y donde todos ellos ––¡aún después de muertos!–– puedan seguir siendo amigos y compañeros; mostrarse su imperecedera amistad y lealtad. Pienso que, de no ser así, sería injusto separar a seres que tanto se amaron…




© 2010 Fernando J. M. Domínguez González
Canteiro20 de junio de 2010

2 Comentarios

  • Serge

    Canteiro:
    Amigo que gusto volverte a ver en el foro, me encanto esa historia del perro fiel y su amo, en muchas ocasiones los animales demuestran más afecto que los propios seres humanos.
    Un gusto leerte.

    Sergio.

    21/06/10 04:06

  • Canteiro

    Gracias Serge. Los que, en nuestra infancia, hemos tenido la suerte de tener un perro sabemos de esa inmensa fidelidad que, como en el caso de Hércules, puede llegar hasta la ofrenda de su propia vida. En la vida real han existido casos mucho más llamativos, como el de un perro que se perdió en España, mientras sus amos estaban de vacaciones. Atravesó media Europa hasta llegar a su casa en Bélgica...
    Un saludo,
    Canteiro

    22/06/10 01:06

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