TusTextos

La PrÓstata

Hoy, me he dado cuenta del progresivo olvido de mi pasado… Desconozco si esta pérdida de memoria se debe al inexorable deterioro de los años o, por el contrario, es fruto de mi inconsciente rechazo a recordar ciertos episodios de mi vida… ¡Quizá ––pienso también––, sea fruto del atávico temor por enfrentarme a la verdad! «¿Por qué nos asusta tanto enfrentarnos a ella?», me pregunto.
Tras meses de amnesia sobre mi reciente pasado, hoy hago un esfuerzo para recordarlo. Posiblemente, sea ésta la última vez que vuelva a él. Cada día que pasa, me cuesta más trabajo «rebobinar»…
Antonio, mi mejor amigo desde la infancia, fue siempre quien me prestó su hombro para desahogarme; quien me escuchó, horas y horas, desgranar mis quejas o mis alegrías. Ningún episodio de mi vida ––¡incluso los más íntimos!––, le había ocultado. Él, con sus consejos y su inagotable paciencia para escucharme, fue mi mayor apoyo en ciertos momentos. Confiaba en él, mucho más que en algunos miembros de mi propia familia…
Todo cambió, cuando ambos ya estábamos casados, teníamos tres hijos cada uno, y nuestras esposas habían traspasado la temida y sutil frontera de los 45; ese momento que muchas mujeres temen, al pensar que con cada pequeña arruga que descubren bajo sus ojos, la juventud se les escapa a borbotones… ¡El eterno temor a la vejez!
Mi esposa, una real hembra en su madurez, nunca supo asumir con resignación el paso de los años y las pequeñas arrugas que ellos nos regalan. Su arsenal de cremas y demás potingues para «cubrir» los naturales desperfectos ––¡ciertamente escasos, pero visibles!––, ocupaba un gran armario en nuestro cuarto de baño. Sé que cuidarse, a cierta edad, es natural y digno de admiración, pero ella estaba obsesionada: se pasaba horas y horas ante el espejo… A diario tenía yo que escuchar la misma cantinela: «¡Me veo vieja!» «¿Aún me encuentras atractiva?» «¿Aún me deseas?» «¡Los años pasan tan de prisa!»
Yo, avejentado prematuramente por un trabajo sumamente estresante y mal pagado, con una prominente «curva de la felicidad», completamente calvo, con continuos problemas por culpa de una próstata más grande de lo normal y el colesterol por los aires, sonreía ante semejantes lamentaciones de mi esposa… «¡Ya quisiera yo estar tan sano y atractivo como tú!», pensaba no sin cierta envidia, contemplándola.
Quizá todo se debiera a mis problemas de próstata, pero lo cierto es que mi deseo por hacerla feliz iba muy por delante de lo que después realmente sucedía en el lecho… Mis esfuerzos por complacerla, nunca conducían a la meta deseada por ambos. Los dos, finalizado el intento, quedábamos en silencio… Ella, seguramente añorando mi portentosa virilidad de los 30; yo, avergonzado por no haber podido satisfacerla como antaño. Así pasamos un par de años…
De pronto, Elisa ––nuestros hijos ya estaban estudiando en la universidad y lejos de casa––, empezó a salir muy a menudo. Según ella, para asistir a un curso de manualidades con otras amigas. Deseando complacerla y verla más relajada, nunca me opuse a aquellas salidas… «¡Ojalá las manualidades y la compañía de sus amigas, le hiciesen olvidar nuestros problemas sexuales!», me decía yo.
Fueron pasando los meses y el curso de manualidades parecía no tener fin. Elisa, cada día que pasaba, estaba más radiante e incluso había dejado de exigirme «esfuerzos» en el lecho. Parecía haber aceptado mis carencias amatorias, asegurándome comprender mis problemas ––¡la próstata era la culpable!––: «Sé lo que te sucede, pero no olvides que siempre te amaré» «El sexo no lo es todo, amor mío», repetía comprensiva.
Mi desconfianza ––creciente según fueron pasando los meses y el curso de manualidades no finalizaba––, se confirmó una tarde de invierno… Ella, como de costumbre, había salido a media tarde… Yo, cansado de permanecer solo en casa durante tantas horas, decidí dar un paseo por la ciudad.
Allí, en una pequeña cafetería de una calle poco transitada, estaban ambos haciéndose arrumacos. Antonio y ella, cogidos de la mano y lanzándose cómplices y cálidas miradas, parecían una pareja de amantes a punto de ir a un motel, para desfogar su pasión… ¡No necesité nada más para comprender! Regresé a casa y me puse a ver un programa de cocina en la tele… ¡Arguiñano, el cocinero «cuenta chistes», estaba explicando cómo se hacía el pulpo a la gallega!
Cuando Elisa llegó, después de darme un beso en la mejilla ––apenas un leve roce––, lancé la pregunta: «¿Desde cuándo os veis?»
Ella, cogida por sorpresa, dudó unos segundos en contestar. No intentó negarlo; sino que, con una frialdad desconocida hasta entonces por mi, me respondió: «¡Desde hace más de un año!».
El divorcio de mutuo acuerdo, el disgusto de nuestros hijos y la abultada minuta del abogado, fueron el preludio de la «amnesia» que desde entonces padezco…
Sentado ante la tele, con unas salchichas recalentadas y un vaso de leche ––después del divorcio me detectaron un principio de úlcera duodenal––, pienso en el daño que una próstata rebelde puede causarnos…
El romance de Elisa y Antonio ––su esposa se divorció de él, dejándole casi en la miseria––, terminó muy pronto. Ambos, después de aquella apasionada e ilícita relación, han tomado rumbos distintos: él, vive ahora con su anciana madre… Ella, con nuestra hija mayor.
Al poco tiempo de nuestro divorcio, tuvieron que extirparme la próstata. Sé que, tras esta operación, nunca más volveré a ser el de antaño; que mi vida sexual ya no volverá a ser gozosa… ¡Resignación!
Acudo tres días a la semana a un gimnasio para perder unos kilos. Los fines de semana, deseando reafirmar mi «soltería», salgo de «marcha» hasta altas horas de la madrugada… Una copa aquí, un amor pagado allí…
Me he encontrado un par de veces con Antonio… ¡No le guardo rencor! El pobre, también está aquejado de «hiperplasia» de próstata y esperando día y hora para la operación… «¡También él sabrá lo que significa la extirpación de esa glándula tan especial para los hombres!», pienso no sin cierta «mala leche».
De Elisa, solamente sé lo que nuestra hija mayor me cuenta: sigue muy preocupada por sus arrugas ––¡ahora mucho más profundas!––; por la creciente flacidez de sus antaño erectos senos y por un pasado que quizá la atormenta…
Divorciado, aún con sobrepeso y con una calva que brilla excesivamente en el verano, ya he olvidado las caricias de Elisa, la amistad de Antonio y mis iniciales deseos de vengarme de ambos. Ahora, ya jubilado y con una buena pensión, empiezo a olvidar el pasado para pensar en el futuro… ¿Futuro? Quizá me queden 10 o 15 años por vivir… ¡Ojalá sean muchos más!
Esta amnesia «selectiva» que ahora me aqueja, quizá sea lo mejor que me ha podido suceder pues… ¿de qué nos sirve recordar? ¿De qué nos sirve volver a sufrir?
Citando a Ortega, podría decir que: «yo soy yo y mi circunstancia», pero en realidad: yo soy yo, un matrimonio, tres hijos, una operación de próstata, un engaño, un desengaño, un divorcio, catorce pagas de la Seguridad Social y la esperanza de poder vivir unos años más…
Por cierto… He olvidado una gran parte de mi pasado. Ahora, aún queriendo recordarlo, solamente me viene a la memoria un día en el que siendo muy joven, pronuncié unas palabras sin sentido: «¡Hasta que la muerte nos separe!» ¡Promesa que, a pesar de su dudoso cumplimiento, siguen pronunciando muchas parejas en este mundo!


© 2009-Fernando J. M. Domínguez González

Canteiro30 de diciembre de 2009

1 Comentarios

  • Mejorana

    Nada de nada Canteiro.
    Año nuevo vida nueva.
    Muchos besos para tí. Necesitaba deciros algo.
    Te deso lo mejor del mundo.

    31/12/09 12:12

Más de Canteiro

Chat