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Vida de Lobo

Nunca hasta entonces se había hecho la pregunta: «¿Qué razón existe para la enemistad ancestral entre nosotros y el hombre?» Sentado sobre sus cuartos traseros, en la loma que domina la llanura en donde pacen confiadamente ovejas y vacas, el lobo se deja acariciar por la ligera brisa. Sus ojos, acostumbrados a escudriñar la distancia, se cierran por un instante como si el sueño se estuviera apoderando de él…
Recuerda su infancia, siempre protegido por su madre, y las correrías de caza con la manada. Ahora, viejo y habiendo perdido la jefatura ante un macho más joven y fuerte, está condenado a vivir y cazar en solitario…
Abre los ojos y, a lo lejos, divisa un todo–terreno que se acerca a la ladera de la loma a toda velocidad. Se levanta lentamente y, sin muchas prisas, se adentra en la espesura del cercano bosque de pinos.
Una bala ––el silbido lo percibe mucho antes del ruido del disparo––, pasa rozando su lomo y se empotra en un roble cercano. Otra, apenas unos segundos después, pasa un poco más lejos…
Acelera el paso y, con saltos que cambian rápidamente de dirección, sube a la cumbre de la empinada sierra. Allí, tomándose un ligero respiro, mira hacia la hondonada desde donde disparan.
«¡La temporada de caza ha comenzado!», piensa. Sabe, por la experiencia de años anteriores, que existe un tiempo en que los lobos no tienen nada que temer de los humanos, pero la tregua se rompe, periódicamente.
Según le ha contado un compañero muy versado en estas cosas, desde hace unos años son una especie protegida… «¿Protegida?», se pregunta mientras sigue subiendo hacia la cúspide de la montaña y escucha las balas silbar a su alrededor.
Cuando llega a la cima, otea de nuevo la vaguada, comprobando que el todo-terreno se aleja hacia el pueblo más cercano...
«¡Otra vez he podido escapar!», dice para sí mientras se sienta jadeante.
El agente forestal, apoyado en el todo-terreno, comenta con los cazadores:
––Hoy no ha sido posible, pero mañana o pasado daremos caza a ese viejo ejemplar.
––Es bastante astuto. A pesar de ser viejo aún le quedan fuerzas para subir corriendo a la montaña ––comenta uno de los cazadores.
––Sí ––el agente forestal asiente––, pero al estar fuera de una manada controlada por nosotros, representa un peligro para los rebaños del pueblo. Es necesario eliminarlo antes de que se atreva a bajar hasta donde están las ovejas.
––¿A qué hora quedamos mañana? ––pregunta uno de los cazadores.
––Sobre las siete es una buena hora ––responde el forestal––. Más tarde ya calienta demasiado el sol.
Se despiden a la entrada del pequeño pueblo….
Hace cerca de dos semanas que no come; sus fuerzas empiezan a flaquear. Lo último que pudo llevarse a las fauces fue un conejo herido por los cazadores… Se acerca sigilosamente hasta el rebaño de ovejas, teniendo mucho cuidado de hacerlo contra el viento. Sabe que, a pesar de tener fama de tontas, no dejarán de detectarlo si comete el más mínimo error…
Quiere acercarse, tomar una de las más jóvenes ––¡su dentadura ya no es la de antes!––, y retirarse cuanto antes para evitar la persecución de los mastines que dormitan bajo la sombra de un viejo alcornoque, cerca del pastor.
Continúa avanzando, con el vientre pegado a la roja tierra, hasta que está a menos de un par de metros de su posible víctima... Es un animal joven, quizá de unos dos o cuatro meses. Está cerca de su madre y, un poco más allá, pace un enorme carnero de retorcida y amenazante cornamenta.
Como un relámpago, salta sobre el despistado animal y sus fauces aprietan con fuerza el tierno cuello. Apenas un ligero mugido y el golpe seco del cuerpo contra el suelo. Las demás ovejas emprenden una alocada carrera hacia el lugar donde el pastor dormita.
Uno de los mastines, quizá el de sueño más ligero, levanta la vista y divisa la escena. No tarda en ponerse a ladrar como loco y correr en dirección al lobo que, cargando con el cordero, intenta alejarse del lugar hacia la sierra…
A pesar de llevar en sus fauces la presa, su velocidad le permite adentrarse en la enmarañada maleza del monte y despistar al mastín…. Escucha los gritos del pastor llamando al perro. Asiendo fuertemente la presa con sus dientes, continúa subiendo.
Dentro de la cueva, un lugar excavado en la seca tierra y disimulado entre altos arbustos, se dispone a disfrutar del banquete. Lentamente, saboreando la jugosa carne, come hasta hartarse. Después, siguiendo el ancestral ritual de los cánidos, entierra cuidadosamente los restos…
Aún no ha terminado de tapar el agujero, cuando en la entrada de la guarida se escucha un fuerte gruñido… ¡Tiembla al reconocerlo!
Su competidor por la jefatura de la manada, le mira amenazante desde la entrada, enseñando sus blancos y relucientes colmillos. Tras él, a poca distancia, los demás lobos observan la escena como esperando un pronto desenlace...
Los gruñidos de ambos lobos, parecen anunciar el inicio de la inminente pelea. El jefe de la manada, sabiéndose más fuerte, avanza hacia el viejo lobo, cada vez más amenazante…
Los disparos, cercanos a juzgar por su intensidad, rompen la escena. La manada, con su jefe al frente, se lanza hacia la cumbre como un rayo… Él, cansado por la tensión de los pasados momentos, permanece en silencio dentro de su guarida que, desde este momento, ya ha dejado de ser segura.
Continúan escuchándose los disparos, cada vez más lejos. Cansado de tanta tensión, con el vientre lleno, se queda dormido.
––Es extraño que la manada ande por estos lugares ––el que habla es el agente forestal––. Normalmente permanecen en la cumbre y se dedican a cazar jabalíes. Algo especial debió llamar su atención para bajar.
Se despierta cuando los primeros rayos de sol iluminan la entrada de su guarida.… Lo primero que hace es desenterrar el resto del cordero y buscar otro lugar donde esconderse, tanto de los cazadores que parecen buscarle, como del líder de la que fue su manada.
Entre un grupo de rocas, casi en la falda de la montaña, encuentra una cueva natural muy segura ––tiene una entrada bastante angosta––, cerca de un pequeño manantial. «Aquí, piensa él viejo lobo, estaré mucho mejor y me será más fácil la defensa».
El todo-terreno avanza por la llanura. Desde la entrada de la cueva puede observar que son los mismos hombres del día anterior… «De nuevo vienen a por mi», piensa mientras introduce su cansado cuerpo en la guarida.
La batida, como sucedió en la ocasión anterior no da sus frutos y los cazadores, después de unas cuantas horas de caminar por el monte, se marchan agobiados por el fuerte sol del mediodía.
––Mañana ––comenta el agente forestal––, madrugaremos un poco más. Hay que dar con ese viejo lobo que, al parecer, sabe muy bien que andamos en su busca.
Comió el resto del cordero y, después, bebió largamente del agua que manaba cerca de la guarida. Durante un tiempo, estuvo observando la hermosa puesta de sol y, empujado por un instinto que no cede con la edad, lanzó un largo aullido para recordarse a sí mismo otros tiempos. A lo lejos, en la cumbre, su competidor le contestó amenazante.
La mañana es fría y el rocío de la noche ha adornado con pequeñas perlas transparentes la hierba. El ruido del todo-terreno se escucha a lo lejos…
Sale de la guarida para tener una mejor visión de la llanura.
––Aquí es mejor que nos separemos ––el agente forestal habla con los dos acompañantes––. En caso de avistar al lobo solamente tenéis que hacer un disparo al aire para avisarme. Si lo avisto yo, haré lo mismo.
Sube despacio por las resbaladizas rocas, mojadas por el rocío… La escopeta, cargada y con el seguro quitado, pende de su mano derecha.
De pronto, al dar la vuelta al grupo de rocas, ambos se encuentran frente a frente. El lobo sorprendido por no haberle oído; el hombre, un poco asustado al encontrase con él sin esperarlo.
Se echa la escopeta al hombro rápidamente… Ambos, inmóviles y con las miradas fijas el uno en el otro, se mantienen así durante lo que les parece una eternidad.
El lobo, sin dar señales de agresividad, mantiene la vista fija en el hombre… El hombre, sin saber bien la razón, tiene la vista fija en aquellos grandes ojos color castaño claro que le miran sin temor alguno.
El guarda forestal, sin saber aún la razón, no siente miedo alguno. Lentamente, baja la escopeta. La cuelga de su hombro y como empujado por un extraño sentimiento hasta entonces nunca experimentado, se sienta en una roca.
El lobo, sentado sobre sus cuartos traseros delante de su guarida, se levanta lentamente y, sin temor, se acerca al hombre hasta rozar sus manos con el húmedo hocico...
Su mano, movida por algo que nunca pudo explicarse pasado el tiempo, acaricia lentamente aquella cabeza entre las puntiagudas orejas.
En ese preciso momento, ambos comprenden que nada sucederá y que el hombre y el lobo, habitantes de una misma tierra, se han encontrado de nuevo…
––¡Vete en paz y procura no ponerte más en nuestro camino, viejo amigo ––el guarda está seguro de ser comprendido.
El lobo, mirándole fijamente, da lentamente la vuelta y se adentra en su guarida.
––¿No has podido localizar a ese viejo lobo? ––pregunta uno de los cazadores.
El agente forestal, mira de reojo hacia la montaña. Con una enigmática sonrisa contesta:
––Es muy probable que ya esté muerto en cualquier lugar oculto ––contesta, mirando para otro lado––. Ya era muy viejo y según algunos, los viejos lobos se retiran a lugares escondidos para morir.
––Bueno ––contesta uno de los cazadores––. En realidad la vida de estos animales no es nada cómoda. Siempre están acosados por tres enemigos irreconciliables: el hambre, el hombre y el nuevo líder de su antigua manada…
––Sí ––asiente el agente forestal––. En realidad no es una vida fácil.
Aquella noche, cuando el agente forestal salió a la puerta de la cabaña para fumar un cigarrillo, escuchó un largo aullido que venía de la cumbre de la montaña. Había escuchado muchos en su vida, pero aquel, sin duda alguna, era el saludo de un amigo….



© 2009-Fernando J. M. Domínguez González










Canteiro31 de diciembre de 2009

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