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La Muerte de un Olvidado

España. Quince de abril de 1939. El camión avanzaba despacio, crispando con cada bache los nervios de los prisioneros. Se dirigían a un descampado, tras la iglesia. Varios soldados del bando nacional se movían por el remolque para evitar las trifulcas de última hora. Sin embargo, nunca habían necesitado intervenir. A aquellas alturas, los prisioneros tenían más que asimilado su destino. Así viajaba nuestro protagonista, un cabo del ejército sublevado.

El olor del óxido y de la pólvora se mezclaba con la peste de la orina y de los propios prisioneros. La mayoría no había visto una ducha en mucho tiempo. No se escuchaba nada más allá del rítmico traqueteo del motor y del lastimoso llanto del viento. Un viento que martilleaba la memoria de los prisioneros, devolviéndolos por un instante a los días de paz. Un viento que se marchaba, burlón, como si restregara su libertad por la cara de aquellos desdichados.

El cabo dirigió una mirada hacia los condenados. Aquel lugar le daba asco. La guerra en sí misma le daba asco. El soldado se había sublevado porque ello, se supone, conllevaría el resurgimiento de España como una potencia fuerte y unificada. Sin embargo, la realidad era bien distinta. El país por el que había luchado era ahora un campo yermo. El enemigo al que habían derrotado solo eran campesinos y obreros mal armados. Gentes simples con vidas simples. Vidas aplastadas en el fragor de la guerra civil. Ahogadas en su sangre y en la de sus hermanos. Hermanos que ahora dormían en las fosas y en las cunetas.

Aquella catástrofe no podía recibir el nombre de guerra. Durante tres años, su querido país se había transformado en un matadero. Y ellos, los soldados, eran los matarifes. Por último, cuando por fin todo había acabado, le encargaban aquella tarea humillante: la de enseñarle a aquellos cadáveres vivientes el hoyo donde irían a parar sus cuerpos y los de sus camaradas. El camino a la otra vida.

El joven cabo suspiró, resignado. A su lado, un prisionero catalán lo vio y sonrió. El cabo carecía de fuerza para dirigir una mueca despectiva a aquel rojo, por lo que se limitó a desviar la mirada. Para su sorpresa el catalán, un obrero, se sacó un medallón que llevaba escondido en el pantalón y se lo enseñó. En él, la foto de una mujer joven que abrazaba a una niña pequeña.

-Mi mujer y mi hija- dijo el catalán mientras miraba el medallón con la nostalgia marcada en el rostro. El nacional lo ignoró. Su alma ya caminaba lastrada con demasiado peso como para preocuparse además por la vida de aquel condenado. Sin embargo, el susodicho retomó la palabra.

-¿Sabe? Cuando el sindicato me mandó a la guerra con un fusil que no sabía disparar, mi hija fue la única que vino a la estación a despedirme. Ella está enferma, así que le supuso un gran esfuerzo. Pero aquel gesto alivió mi corazón de alguna manera. Sentía que marchaba a la guerra para protegerla.

El cabo lo miró a los ojos. Al igual que en el resto de los prisioneros, podía ver la zarza de miedo que le atenazaba las entrañas. Sin embargo, no era su próxima muerte la que alimentaba esa mala hierba. El obrero continuó.

-Mi mujer murió cuando bombardearon Barcelona. Me dijeron que apenas era reconocible cuando encontraron el cuerpo bajo los escombros.

El obrero estaba sollozando. Un nudo le apretaba la garganta y se extendía por su pecho.

-Mi hija está ahora viviendo con mi suegra. Las& las dos dependían de mi sueldo en la fábrica para subsistir- ante los ojos del cabo, el catalán se desmoronó, como un castillo de naipes barrido por el viento. Con lágrimas en los ojos, abrazó el medallón contra su pecho.

-He arrebatado vidas en esta guerra. He provocado dolor a mucha gente. He hecho muchas cosas de las que me arrepiento y sé que merezco un castigo. Pero, ¿por qué ha de morir ella?

Los ojos vidriosos y enrojecidos del catalán se clavaron en los del cabo. El nacional no podía apartar la mirada. Por dentro, sintió algo romperse.

-¿Qué va a ser de mi niña ahora?- fue todo cuanto pudo decir el obrero antes de que el llanto le impidiera hablar.

El camión llegó a su destino. Los soldados obligaron a los prisioneros a ponerse en fila, frente a una tapia. Las manchas de sangre y las marcas de las balas del anterior paseo daban a aquel lugar un aspecto macabro. El cabo intentó sujetar su fusil con firmeza. Aquello no era humano. Mataban personas como quien siega trigo en un campo. Por grupos, a sangre fría y en un descampado. Nadie se merecía un final tan vacío.

Frente a él, veinticinco rojos temblaban y sollozaban. La visión era horrible. El olor, nauseabundo. Veinticinco almas esperando la muerte. Entre ellas, el catalán aferraba el último recuerdo de su hija y de su esposa como si de verdad temiera que una bala lo destruyera. Como si el hecho de tenerlo le sirviera de consuelo en sus últimos momentos.

El fusil temblaba en las manos del soldado mientras se repetía una y otra vez lo mismo: no era culpa suya. Si no lo hacía, sería él el que encontraría su final en la tapia. El sudor le recorría la espalda mientras apuntaba a la cabeza de aquel hombre. Todo acabó en un instante. El fogonazo dio paso al ruido sordo de los cuerpos golpeando el suelo. Y sintió el cabo que con los condenados había caído también la poca dignidad que le quedaba como persona. Regresó así al camión, con lágrimas en los ojos y una frase grabada a fuego en su cabeza.


"¿Qué hemos hecho?"


















El dolor de una guerra no se puede plasmar sobre un papel. Las bajas no son números en un expediente. Son vidas. Son miles de historias distintas, cada una con su inicio y con su desarrollo, con sus personajes y con las relaciones entre todos ellos, pero sin un final feliz.

Las vidas de tantos olvidados invertidas en algo tan ambiguo como una guerra.

Sobre nuestros hombros recae esta mancha. En nuestras manos queda limpiarla.

Lo siento si le he amargado el fin de semana a alguien.











Chicodepueblo19 de mayo de 2017

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