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Un Soldado

Soy apenas un soldado raso. Pero tal es mi suerte que casi no he enfrentado al enemigo. Tan solo alguna que otra vez pude verlo a lo lejos y debí correr bastante para no alcanzarlo, al final. Mi tío, el Almirante Ivánovich (de alta estima entre mis camaradas), me repite constantemente cosas acerca de esta crueldad que se avecina y que no es tiempo y que soy muy joven aún. Ni soldado me siento ya, teniendo que correr desaforado en cada batalla, en la que voy demasiado detrás del frente, para siquiera ver a nuestro enemigo. Pocas veces he disparado mi rifle y además la distancia es siempre demasiada para lograr darle a alguien. Aunque algo de soldado hay en mí cuando me miro en algún espejo roto con mi uniforme, si bien desprovisto de medalla alguna (a este paso dudo que me gane una), y al escuchar a mis superiores hablando de la madre patria y del enemigo saqueador, que es cuando me entran unas ganas sanguinolentas de cobrarme las vidas de nuestros enemigos una por una yo solo. Frente al espejo suelo recordar eso y entonces levanto la cabeza y veo ahí a un soldado firme y bien vestido.
Desde la última batalla las circunstancias han cambiado un poco. Fue muy tumultuosa, mucho humo por doquier, muchos gritos y cañonazos muy fuertes a lo lejos. Hube de correr otra vez como loco para alcanzar una posición avanzada (ya imagino la reticencia en el rostro del tío) y logré divisar a un soldado enemigo que, a su vez, me vio a mí. No sé que lo motivó a ello, será acaso que se dio cuenta de nuestra superioridad o algo más, pero emprendió una loca carrera, lejos de mí. Mi cuerpo ya estaba acostumbrado a correr, así que salí con todo el ímpetu a darle caza. Corría bastante rápido, he de confesarlo, y además el territorio era por lo demás muy accidentado (demasiados escombros entre casas demasiado derruidas), pero no le perdí el rastro y lentamente me le acercaba. No sé cuanto duró esa carrera, podría decir que horas, pero perdí toda noción del tiempo en ese frenesí. Lo tenía solo a unos cuantos metros cuando, con un movimiento perfecto, saqué mi rifle y disparé. Le di en una pierna y siguió corriendo unos metros más, pero era obvio que en vano. Lo seguí ya más despacio, riéndome un poco. Me detuve y disparé de vuelta. Le di en la espalda y cayó. Perdía mucha sangre y me acerqué para darle el tiro de gracia. Vi sus ojos, pero no demasiado ya que le disparé enseguida en medio de la frente. Lástima que no hubiera ningún compañero mío para verlo. Su sangre se desparramaba por los escombros. Me asustó un poco, pero he oído que suele suceder la primera vez que uno lo hace, que después es cada vez más fácil.
Y entonces me di cuenta de que no sabía donde estaba. Traté de recordar algún mapa, pero no pude. Había visto algunos, es cierto, pero tan sólo por unos míseros segundos por vez. Éramos muchos en mi división y había muy pocos mapas. Este lugar estaba desierto. Me cercioré de esto y me senté para buscar el cigarrillo que había preparado para la situación especial. Revisé las balas y me di cuenta que aún poseía muchas, ya que casi ni las había usado. Las que usé con este soldado se podían decir que eran un montón comparadas con las que había usado antes. Con el dramatismo que dio a mis pensamientos el cigarrillo decidí una empresa arriesgada. Seguiría solo, tal vez por allí hubiera otros enemigos. No me podían tomar por desertor, me llevaría este enemigo por si no encontraba ningún otro. Así que partí, con la pesada carga.
Esa noche, en una casa derruida vi una luz tenue que provenía de su interior. Pateé la puerta y entré disparando. Escuché gritos en un idioma desconocido para mí, prueba suficiente de que debía seguir disparando pese a esos gritos desesperados, realmente desesperados. Maté una familia entera (parece que una madre con cuatro o cinco hijos de variada edad). Imaginé que mi imagen se acrecentaba. Ya no necesitaría cargar ese putrefacto cuerpo. Cuando me encontrara con mis compañeros los llevaría a ese lugar para que vieran como había descargado mi patriótica ira contra esa raza envenenada. En los días siguientes encontré otros tantos escondites y otras tantas familias. Al menos conseguía algo (muy poco) de comida. No sé cuanto tiempo fue. Tal vez un mes.
Y un día llegué a una ciudad repleta de ladrillos por doquier donde vi unos uniformes familiares, aunque algo retocados. Eran camaradas míos, tres o cuatro que descansaban contra una muralla. Los saludé a lo lejos y vi que uno de ellos, según parece luego de un largo titubeo, levantó su rifle. Me acerqué en verdad entusiasmado por referirles todo lo que había logrado. No sé si fue mi demasiado entusiasmo pero noté que se echaban miradas unos a otros, miradas que entendí como demasiada frías desde mi exaltación. Cuando les conté lo referido a las familias, terminando mi discurso con palabras crueles (según entendí por las muecas en sus bocas) que alguna vez mis superiores me refirieron sobre esa raza inmunda, tan sólo me dijeron que nunca habían oído de eso. Y no sé porqué pero ahora estoy esperando alguna clase de juicio.




(Este cuento ya no es mío, pertenece a Clarín porque lo envié para un concurso... triste, pero real...)

Cuervoblanco10 de agosto de 2008

1 Comentarios

  • Mejorana




    Que los dioses nos liberen de vivir o so?ar semejantes pesadillas
    mi querido Cuervoblanco.
    El trabajo es muy bueno.
    Me he quedado un poco esperando qu? es lo que ocurri? en realidad.
    Escribes muy bien amigo.

    10/08/08 08:08

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