Ella perdió de nuevo el rumbo, aquella tarde en que Él volvió a aparecer en su cementerio de nostalgias y recuerdos, a falta sólo de echar las últimas paladas de tierra sobre el ataúd del olvido. La tierra tembló bajo sus pies, y la que ya cubría la tapa se desmoronó de su frontal cual blanda arena, mostrando el ataúd desnudo ante su vista.
Él la llamaba. Apelaba con desgarradoras palabras a su corazón, y reclamaba con tesón su compañía. Y Ella no tuvo el valor suficiente para darse la media vuelta y dejarle contemplando la soledad de un sepulcro adonde tan trabajosamente casi le había desterrado de su vida.
Y es que Él llegaba demasiado pronto, como ese temprano atardecer que precede a las largas noches invernales. Pero lo sintió como un ocaso cuya presencia no permitía el paso a la tan ansiada oscuridad de la desmemoria.
Ella cerró los ojos por un momento, apretando los párpados fuertemente para no ser cegada por los fuegos fatuos de una esperanza baldía. Mas cuando los abrió, la tapa del ataúd se había deslizado, y vio la mano de Él asomada por un lateral, e implorante de la suya. Ella alargó su mano para asirla. Así fue como volvió al mundo de su presente.
Desde entonces, está muerta en vida.
Él echó del ataúd al olvido, ocupando su lugar para resurgir ante Ella. Y cuando al fin se sintió rescatado, la empujó a esa sepultura que Ella había hecho a medida para Él. Donde había escrito versos y más versos en doloroso epitafio, en dolorosa despedida, en doloroso conjuro a la paz. Cincelados, golpe a golpe, con las lágrimas vertidas por su indiferencia y ausencia.
Y en un instante, todo el dolor pasado quedó enterrado. Todo perdió su razón de ser. Ella no pudo resistirse a su llamada, y le resucitó.
Ahora, sólo espera ser liberada de su dolor y encierro presentes por algún ángel anunciador de un cielo que no cree que sea nunca suyo.
Porque ya no vislumbra la luz, le flaquean las fuerzas, y siente la tapa del ataúd pesar como una losa sobre su destino.