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Mi Abuela Rufina (relato)

MI ABUELA RUFINA

Mi abuela materna se llamaba Rufina y, aunque había nacido en la barriada de los Altos Tiradores de la ciudad de Cuenca, yo la recuerdo siempre viviendo en nuestro hogar madrileño. Tenía unos bellísimos ojos azulados (claros y serenos tal como escribió el poeta Gutierre de Cetina), que cuando me miraban de frente era como si la paz entrara dentro de mi alma. Mi abuela materna Rufina era muy humilde, extremadamente humilde y, quizás por eso, por esa humildad tan generosa, ocupaba un lugar muy privilegiado dentro de lo más profundo del corazón de todos los que formábamos el grupo familiar. Su presencia era algo así como la de un ángel que nos acompañaba mientras íbamos creciendo, año tras año, contagiados por su enorme voluntad de vivir.

Como casi todas las abuelas de aquel tiempo, Rufina vestía de negro y se recogía el pelo en un moño que ella llevaba siempre muy bien sujetado para no despeinarse cuando llegaban los vientos. Se había quedado viuda siendo todavía muy joven, un poco después de acabada la Guerra Civil española, pero a pesar de todo ello nunca jamás quiso perder la memoria de mi abuelo materno, Bonifacio, y por eso nunca más se volvió a casar con ningún hombre ni tuvo amores clandestinos con nadie a pesar de las muchas peticiones que tuvo, Se había quedado con una hija (mi madre Rosario) y un hijo (mi tío Benito), pero a la hora de tener que decidir con cuál de los dos era necesario estar decidió, sin dudarlo ni un segundo, con mi madre porque estaba casada y tenía cinco hijos (una niña y cuatro niños) mientras que Benito permaneció solterón durante muchísimos años más.

Fue mi abuela materna Rufina la que me hizo conocer profundamente la ciudad de Cuenca; porque, cuando llegaban los veranos, muchas veces me elegía a mí para que la acompañara a su ciudad natal. Allí, en Cuenca, ella me daba la suficiente libertad como para que yo paseara, solitario pero siempre feliz y con las manos metidas dentro de los bolsillos de mi pantalón, por aquellas calles conquenses que terminé por aprender de memoria y, otras veces, me invitaba a acompañarla al cine-teatro Júcar de la Carretería que era, por mejor decir, la Calle Mayor y más importante de Cuenca; ya que resulta que mi abuela no sabía ni leer ni escribir, pero tenía una honda inteligencia natural y esa gran cultura que siempre proporciona la fe suficiente como para ayudar a mi madre a criar a sus cinco criaturas. Recuerdo que, aunque parezca mentira, mi abuela era una gran aficionada a la fiesta taurina y acudía, muchas veces, a los juicios que se celebraban abiertos al público en general. No sé si era la curiosidad la que le despertaba aquel interés o era, solamente, que le servía para acumular astucia en su inteligente comportamiento. No sabía leer pero, cuando observaba los signos de la palabra “Fin” en las películas que veíamos casi siempre en el Cine Alcalá, se daba cuenta de que había terminado. El teatro era otra de sus muchas aficiones; sobre todo si se trataba de zarzuelas como aquella que me hizo ver a su lado, llamada “Agua, azucarillos y aguardientes”, de la cual yo le informaba que estaba escrita por Carrión y su música era de Chueca.

Tengo, grabados con firmeza en mi memoria, singulares recuerdos de cuando me llevaba de su mano por las calles conquenses y nos deteníamos ante alguna pastelería en donde mi abuela Rufina me compraba siempre algún que otro merengue o algún que otro milhojas o alguna que otra piruleta que yo saboreaba mientras me aconsejaba que no dijera nada de esto a ninguno de mis hermanos para no levantar envidias; porque, a pesar de que ella nos trataba a todos por igual, siempre tenía una especial predilección por mí.. Pero lo hacía con tanto sigilo que ninguno de ellos se daba cuenta. Yo, en realidad, era entonces tan niño que tampoco me daba cuenta pero, con el paso de los años, fui descubriendo estos pequeños detalles y, tal como ella me había enseñado, guardaba silencio. Fue de mi abuela materna Rufina de quien aprendí a ser humilde y, por tanto, a guardar ese silencio inteligente a la hora de enfrentarme con la vida. Era su silencio un tesoro que me servía para enriquecer mi sensibilidad. También aprendí, de ella, a sonreír cuando las cosas no salían tan bien como las estábamos pensando. Había que saber estar en el centro del huracán sin que nadie se diera cuenta: filosofía de mi abuela que yo, su oculto nieto favorito, aprendí gracias a la sabiduría que contenía aquella manera de ser y aquella forma de actuar.

Era súper divertido jugar al parchís con ella. Nos cogía a los tres más pequeños (Maxi, Boni y yo) y se ponía agitadísima con dicho juego; tanto que cuando llevaba ya las de perder, agarraba la moneda de cinco céntimos destinada para el vencedor de la partida y, abriendo la ventana que daba a la calle Alcalde Sáinz de Baranda, arrojaba la moneda completamente enfadada. Y es que, a pesar de su enorme dulzura, mi abuela materna Rufina tenía bastante genio; ese genio propio de las personas que buscan mantener su autoridad pase lo que pase y pese a quien pese como bien lo aprendió mi tío Benito cuando le reprochaba haber elegido quedarse con mi madre Rosario en lugar de con él aunque ella se lo había razonado lo suficientemente bien como para que no hubiese queja alguna. Mi abuela no perdía el tiempo con las personas que no sabían comprenderla y yo aprendí también esa clase de actitud; aprendí a no perder el tiempo con quienes no tienen importancia alguna y también aprendí, rápidamente, a comportarme como un líder gracias a su particular forma de ser y su manera de actuar: suficiente firmeza en el proceder ante los demás para no convertirse en masa sino en persona tal como sucedía con ella. Autoridad sin autoritarismo. Astucia sin maldad par a poder sobrevivir, Y esa porción de picaresca que había que tener para torear a los enemigos.

Mi abuela materna Rufina era una gran aficionada a escuchar las radionovelas tales como “Ama Rosa” y “Simplemente María”. Por eso se sentaba, todas las tardes en que la temperatura lo permitía, en el bulevar con su silla de tijera y junto a sus amigas, mientras no dejaba de observar cómo nosotros jugábamos distraídamente en medio de la calle. Ella era muy curiosa pero nunca jamás fue una chismosa sino una observadora de todo lo que sucedía a su alrededor. También aprendí de mi abuela materna Rufina las sabias lecciones de observarlo todo pero manteniendo un comportamiento ético muy social siguiendo sus instrucciones. ¿Y qué decir de cuando nos cogía a todos y nos íbamos, en grupo familiar, a pasar las tardes de los domingos al Retiro o a la Fuente del Berro donde nos volvía a dejar en libertad condicionada para poder seguir las conversaciones con sus amigas mientras cumplía, siempre con buen humor, sus labores de vigilancia?

Un día me llevó a Cuenca para enseñarme el taller de mi abuelo Bonifacio y entonces aprendí lo que es la eterna fidelidad al ser más querido de nuestras vidas mucho más allá de la muerte. Mi abuelo había muerto siendo todavía joven pero tuvo una gran fama popular en la ciudad de Cuenca, gracias a que era un sensacional artesano de la madera y mi abuela me contaba, con muy sano orgullo, que él –cuya memoria siempre guardaba fielmente- había sido el artista que había torneado los barrotes de madera de los balcones de las famosas Casas Colgadas de Cuenca. Durante aquella singular visita al taller de mi abuelo Bonifacio, mi abuela Rufina me regaló dos o tres piezas de ajedrez de gran importancia: habían sido fabricadas por mi abuelo que, además, era un gran artífice de guitarras españolas. Siempre existió esta curiosa complicidad entre mi abuela materna y yo. Todo aquello hizo que yo la respetara mucho más allá de las pequeñas bromas que a veces le gastaba como muestra del buen humor que yo había aprendido de ella. Y como ella no concebía una vida sin aventuras logró que yo fuera un aventurero de la existencia.

Había mucho de nobleza en el carácter y el comportamiento de mi abuela materna Rufina porque era una persona muy carismática. Uno de esos seres humanos a los que se les quiere porque si, porque sus acciones siempre están basadas en los principios fundamentales de una buena educación. Esto fue también un ejemplo para mí y por eso desarrollé el mismo carisma que ella tenía y que, en el futuro, me sirvió para llegar a ser líder gracias a su comportamiento tanto para sí misma como para con los demás. Mi abuela marcó mi carácter y me dio esa clase de singularidad que posee mi persona porque era digna de haber sido descrita por Miguel de Cervantes en sus “Novelas ejemplares” de haber nacido en los Siglos de Oro de la Literatura Española.

Una de las cosas más graciosas de mi abuela materna Rufina era que sabía una gran cantidad de refranes castellanos pero, sobre todo, de frases y dichos populares, también llamados chascarrillos, que siempre acompañaban sus acciones humanas y de los cuales aprendí a inventar y contar los chistes que tienen origen en ella. Por ejemplo, cuando ya estaba algo cansada de todo aquel trajinar diario con todos sus nietos, se arreglaba minuciosamente y se largaba de casa con rumbo desconocido. Al verlo nosotros siempre le decíamos: "¿A dónde vas, abuela?". Ella, antes de dar el portazo, respondía siempre lo mismo: "¡Me voy a contar los frailes porque me han dicho que falta uno!". Yo sabía que siempre iba a regresar y la esperaba con ilusión para volver a contemplar su mirada azulada (clara y serena como había escrito Gutierre de Cetina) antes de irme a dormir y a seguir soñando. Pero un día se fue y nunca más regresó. Se había ido al cielo.
Diesel28 de abril de 2016

2 Comentarios

  • Norma

    Diesel lo que maravilla lo que has escrito. bendita sea esa mujer tan buena. sabes me has echo recordar a mi abuela, que estoy muy segura que si e aprendido todo lo bueno se lo debo a ella.
    saludos, un gusto como siempre

    01/05/16 02:05

  • Diesel

    Muchas gracias, Norma. De corazón de doy las gracias por tu manera de comentar con tanto sentimiento noble. No dejes nunca esa nobleza de tu personalidad. Un abrazo sincero y amistoso.

    01/05/16 12:05

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