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Planetario

El rítmico latir se expande por la sala. Sombras mortecinas cubren todos los ángulos del recinto, interrumpidas por las velas que brillan penosamente sobre las mesas. La batería, sonando con una cadencia tribal, se toma su tiempo. Redobles lentos, compactos, desdibujan el contexto y arrastran a las entregadas mentes a un pasado ignoto, perdido en la memoria, cuando solo había indefensión, miedo, y el latir de la tierra. Entra una guitarra, tres acordes que se espacian buscando el infinito, repetitivos, enzarzados en una fascinante cópula con el golpear de las baquetas. No se advierte a los hechiceros que obran tras los instrumentos. Tan solo siluetas recortadas contra un fondo rojo deslucido, como sangre seca resbalando por la pared. Es momento de que los pechos respiren al son del latir, y un bajo de seis cuerdas es invocado para fusionarse con la batería. Hasta la propia realidad se pliega ante la densidad sonora desplegada, y como si de una película vieja se tratase, las imágenes de la sala parpadean, se curvan, ante los
atónitos ojos de un público encogido en su propio estómago. Sonrío desde el fondo de la sala de conciertos, acomodado en la última mesa. No hay velas, me disgustan, y mi silueta solo es distinguible por el crepitar de los cigarros que inhalo como si mi vida fuera en ello, y que salpican mi cara de un siniestro rojo. Es la segunda vez que veo a estos tíos, pero siguen seduciéndome como el primer día. Riego mi boca seca con un largo trago de cerveza, y el súbito frescor me hace cerrar los ojos y abandonarme a mis propias ensoñaciones. Veo pasar decepciones, alegrías, caras amigas, rostros desencajados por el llanto, compromisos, y pongo al día mis sentimientos como si de la cartilla del banco se tratase. El cajero me la devuelve, y sin sorprenderme leo que no tengo saldo ninguno. Nada. Hay entradas, salidas, movimientos, pero no dispongo de nada en efectivo. Mis gilipolleces se ven interrumpidas por la voz. Grave, como si Satán se disfrazara de contador de leyendas, se limita a repetir una y otra vez la misma estrofa, grabándola a fuego en nuestras mentes. Un mantra de otra dimensión aferra nuestros cerebros con mano de terciopelo. Sin embargo, eso no impide que sintamos la creciente presión. Alguien interrumpe mi trance pidiéndome fuego, y pienso en desgarrarle el estómago con mis llaves y ahorcarle con sus propios intestinos rebosantes de mierda. Me sorprendo pasándole el mechero. Es una chica joven. No muy alta, vestida sencillamente con una cazadora de cuero, una camisa arrugada de leñador, vaqueros desgastados y zapatillas. A través de la oscuridad puedo distinguir que es bastante atractiva, con una corta melena negra de flequillo recto y unos ojos en los que uno podría lanzarse a bucear todas las noches. Acaba de llegar, me dice. Contesto con un gruñido apenas audible, fruto de la batalla que en esos momentos libran mi lascivia frente a mi habitual desdén por el mundo. Pregunta si puede sentarse conmigo, porque todas las demás mesas están ocupadas. Soy el único que está solo. Joder. No se que me cabrea más, si percatarme de ese hecho, o que me interrumpa una desconocida. Le digo que adelante, mientras dirijo mi mirada al escenario intentando dejar claro que no quiero conversar. Suelta una risita divertida. Creo que se está mofando de mí. Lo que me faltaba. La canción, que ya se alarga más de diez minutos, está en el punto de poner a prueba la cimentación del recinto. Siguen las mismas notas, pero su intensidad es la de un volcán vomitando sobre la faz de la tierra. La voz sigue recitando la misma estrofa, pero esta vez grita desgarrada, y su presa deshace por completo nuestros endebles cerebros. El sonido se eleva en espiral, intentando alcanzar el cielo, pero llevándonos por el camino a arder en el Infierno y penar en el Purgatorio. Sólo que el viaje está amañado, no hay Cielo, sólo ese constante tour de dolor y arrepentimiento. Miro de
reojo a la fémina que me acompaña. Sigue observándome divertida. Le devuelvo la mirada con un gesto interrogativo en mi cara. Se acerca. Apoya su mano en el dorso de la mía, y pega su boca a mi oreja para hacerse oír. No entiendo nada. Todas mis terminaciones nerviosas están concentradas en ese ligero tacto. Como si mi alma pasara a través de un agujero de gusano, me veo reducido y transportado a ese contacto. Mi alrededor se apaga súbitamente. La música es aspirada por alguna especie de pulmón cósmico, y con ella la gente, la sala, el puto mundo entero. Tan sólo existe su mano, mi mano, y la sensación de haber comido peyote como para ver a todos los dioses navajos copulando con ardillas. Todo es de un azul eléctrico, hiere a la vista. En mitad de toda esa mierda zen que no consigo explicarme, una desvencijada butaca de cine destaca en el paisaje como una erección en un baile de lesbianas. Por alguna extraña razón, probablemente debido a que soy un vago de cojones, me dirijo a la butaca y me siento.
Madre mía, mi primer viaje astral y es una mezcla de convertidor gigante y planetario psicotrónico. Vaya mierda más gorda. Todo a mi alrededor cambia sin emitir ningún sonido. Bien, al menos ponen películas. Veo nuestras manos, enormes, llenando todo a mi alrededor. Siento algo extraño. De alguna manera estoy conectado a las imágenes. El tacto llena de calor mi cuerpo, me invade una sensación que sólo puedo catalogar de excitación lasciva. Ahora son sus ojos los que llenan mi campo visual. La sangre abandona mi pene y se acomoda en mis mejillas. Es muy raro, no puedo dejar de mirarlos, pero a la vez muero de ganas de apartar la vista. Oigo sus palabras, y sonrío como un imbécil. ¿Es divertida o me lo parece? El planetario eléctrico cambia de nuevo. Estamos en mi casa, sobre mi cama, desnudos. Vaya, esto se pone bien. Mis caderas suben y bajan, instalado mi cuerpo sobre el suyo. Ella me atrapa con sus piernas, y sus uñas dejan una estela carmesí en mi espalda. Gemimos y esas cosas. No esperéis más detalles, cerdos pajilleros. Me revuelvo en la butaca. Joder si es real este invento. Mientras pienso en si voy a tener mi primera eyaculación onírica, la imagen pierde nitidez y se desdibuja. Paseamos abrazados, riendo, y se me cae la mandíbula al suelo, sorprendido por mi cara de idiota enamorado. Me escupiría, pero la puta conexión hace que tan sólo pueda dejar escapar un suspiro. ¿Será verdad…? ¿Esa chica descarada puede ser la que…? Sin tiempo a recapacitar, y asaltado por las dudas, me veo tirado en un sofá de una casa desconocida. Un momento, algunos de esos muebles son míos… Ella está sentada en la otra esquina, leyendo un libro con cara de ausente. No pasa nada. Los dos en la misma habitación, en una casa supongo que compartida, pero habitando universos paralelos. Un bostezo se apodera de mí, y me noto incómodo en la butaca, pero demasiado apático como para cambiar de postura o levantarme. Ahora ya no veo la habitación. Veo una enorme gota de agua. Se mueve, cae por una extraña superficie. No, no es una gota de agua. Es una lágrima, cayendo por… no, no puede ser. Estoy
llorando. Desencajado. Grito algo que parece desesperado. Un temblor súbito me hace saltar de la butaca. Es un portazo. Sólo quedan mi patético llanto y un silencio que hiere el alma. Lloro yo también, y me he levantado. Intento acercar mi mano a la imagen frente a mí, en un ridículo intento de limpiar las lágrimas de mi propia mejilla aumentada. Toco lo que creo que es la pared del planetario. Una descarga me levanta del suelo. Mil flechas incandescentes se me clavan, parten mis pensamientos como si fueran de gelatina, y me arrastran a un mundo donde el oxígeno ha sido sustituido por agonía. Pego un bote en la silla, y casi caigo de bruces. El olor a tabaco y sudor me dicen que he regresado. La canción ha terminado, y los músicos, esas siluetas recortadas contra un mar de sangre, saludan al público enfervorizado, pero sin revelar sus identidades. Estoy empapado, sudado, y respiro entrecortadamente. Noto un brazo alrededor de mis hombros. Es ella. Me mira preocupada. Dios, es preciosa… Le digo que estoy bien, que no hay problema. Me excuso. Le miento. Voy fuera a echar una meada, ahora vuelvo. Cojo mi cazadora y me dirijo con paso titubeante a la puerta. Cuando se cierra tras de mí, el frío de la noche me abofetea con ráfagas que susurran mi nombre. Cobarde. Patético. Enciendo un cigarro, y la primera bocanada me sabe a amargura. La segunda no mejora: soledad. No espero a una tercera, y me sorprendo corriendo calle abajo. Las lágrimas caen sin control. Acelero el ritmo, y una caldera
hirviente sustituye mis pulmones. Mientras tanto el viento sigue abofeteándome, y sus susurros me acompañan incluso cuando entro en casa y me apoyo gimoteando en la pared de la entrada. Cobarde, patético…
Ecosderlyeh16 de septiembre de 2010

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