Recuerdo las lágrimas resbalando desde su alma, recuerdo las horas que pasaba intentando conciliar el sueño, desahogándose con una pluma y el arma más poderosa que hasta entonces había encontrado, palabras. Recuerdo la sensación de pensar en un nuevo amanecer como si fuera un castigo, la agonía de sentir que estaba condenada a vivir en un mundo al que no pertenecía, a escribir una historia que se había quedado sin argumento, a seguir un camino sin final ni retorno. Recuerdo como las ganas se apagaban, como la esperanza perdía la fuerza para tirar de mí. A veces pensaba que lo mejor y más útil habría sido nacer a prueba de balas, ataques nucleares y guerras ya que las guerras que llevaban su nombre requerían siempre una especial operación militar. Recuerdo el día que volví a verle, el cómo quemé todo lo que había escrito durante un mes intentando convencerme de que podía olvidar, me enfadé, me enfadé por ser débil, por verle y tener ganas de llorar, por verle y querer abrazarle. Dejé mi alma a un lado y mi pluma al otro, dejé de escribir, lo que implicaba dejar de sentir. Lo congelé todo menos el tiempo, tiempo que a medida que pasaba hacía que me acostumbrara a la sensación de haber perdido una parte de mí. Entre el fuego ardía su nombre junto al mío, algo que ni hecho cenizas tenía sentido, algo que ni quemándose iba a dejar de hacer daño. Y así fue como la tinta de su nombre se extinguió, no como lo hace su recuerdo.
