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Reloj

Tengo la extraña teoría de que las personas nacen con ciertas habilidades y/o roles predeterminados. Es decir, uno llega a este mundo, sale del vientre materno, para ser algo, o alguien, u ocupar ciertos lugares, con especial habilidad para ello.
Claro que se pueden desempañar varias actividades, ocupar varios roles, de forma eficiente. Y hasta ser excelente en varios de ellos.
Pero, cada uno, tiene uno en particular en el que es superior. Especial.
En ese rol, se siente como pez en el agua. Se desenvuelve de forma libre, le sale naturalmente, y es perfecto. Con todo lo que la palabra perfecto significa.
Diego Armando Maradona, por ejemplo, tenía la habilidad de ser el mejor jugador de fútbol. Era un genio, futbolísticamente hablando. Había nacido para eso. Y ocupaba, además, el rol de prócer, de héroe nacional. Le calzaba justa la envestidura. Era representante de un pueblo. Uno en cierta época, se golpeaba el pecho y decía que Maradona era argentino.
Pero después, Dieguito, era un quilombo en el resto de los ámbitos.
Otros nacen con la capacidad de ocupar ciertos roles que no tienen que ver precisamente con una profesión, una arte, un oficio. Algunas personas por ejemplo, nacen para ser amigos. Lo llevan adentro. Son los mejores en eso, y son los amigos que todos queremos tener.
Mi abuelo, Pocho, había nacido con una habilidad que descubrió ya de grande. Entrado en años, y con algún que otro infarto encima. Mi abuelo, supo a sus cincuenta y un años, cuando nací yo, el primero de sus nietos, que él había nacido para ser abuelo.
Seguramente Pocho había sido desastroso en otros aspectos. Probablemente, inútil en la mayoría. Pero claro, fue concebido, y llegó a este mundo con un don que descubriría entrado en la década de sus cincuenta. Por lo cual intuyo que debe haberse sentido antes de eso, perdido. Extraviado, sin sentido en la vida.
Pero, después todo se aclaró, supongo yo. Cuando vino el primero, el segundo y la tercera de sus nietos, instantáneamente vislumbro que ese, justamente ese, era su rol.
Su nombre a partir de ese momento, fue abuelo. Simplemente porque eso era. Eso lo definía.
Era un pez en el agua desempeñando ese lugar. Sabía perfectamente que no era padre, por ende poner límites, establecer la frecuencia en la cual podíamos o no vibrar, no era su terreno.
El suyo era exactamente el contrario. Ser cómplice. Actuar como uno más de nosotros, ser un niño en la piel arrugada de un anciano.
Hacer de la vida en la niñez, un lugar divertido para transitar. Y entrados en la prematura adolescencia, empezar a avivarnos de algunas cosas, comenzar el sinuoso camino de perder la ingenuidad. Cosas que nuestros padres intentaban que permanezcan ocultas porque no sabían bien si estábamos preparados aún, con diez u once años para entenderlas.
Pero él, que sabía instintivamente lo que tenía que hacer, lo decía. Lo tiraba al pasar, marcaba el camino para que nosotros solos lo entendamos: -Te manda saludos Raúl-, me decía cuando me estaba por ir a mi casa. -¿Qué Raúl?- Preguntaba yo ingenuo, inocente, niño aún. Y él respondía: -el que te la puso en el baúl- Y se reía, se reía a carcajadas. Y yo también me reía, aunque no entendía lo que quería decir. Me reía de compromiso, para no quedar mal. Para que él no sepa que yo no sabía.
Y me pasaba después el día entero intentando desmantelar la metáfora: “el baúl, ¿qué era el baúl? Y ¿quién era Raúl?, y sobre todo ¿Qué me ponía Raúl en el baúl?”
Hace cuatro años que el abuelo se fue, y nunca más volví a hablar de él sin una sonrisa dibujada en la cara, de par en par, porque no tengo un solo recuerdo en el cual no me haya reído.
Hasta hoy que fui a tomar la billetera antes de salir de casa. Y ahí, reposado en el estante, junto a la billetera, estaba el reloj de Pocho. Que conservo como recuerdo, y que no quiero usar, porque prefiero guardarlo así. Intacto. Con su esencia merodeando el artefacto.
Lo observé con detenimiento y me di cuenta, que después de cuatro años, el reloj había dejado de funcionar.
Supe entonces, que a las veintiuna horas, diecisiete minutos y seis segundos, de un día diez, de no sé qué mes porque el reloj no lo dice, era tiempo, de escribir sobre mi abuelo.
Erodoto14 de noviembre de 2015

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