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La Espera



Desde que entré en este lugar me estremecí, mis compañeros caminaban juntos con el maestro; pero yo, Dimas Torca Ríos, me reservé y quise recorrer las salas por mi cuenta, cerca de la entrada que hay por las escaleras, quedaba un reminiscente de la exposición “Instrumentos de Tortura y Pena Capital”, y junto a una pequeña puerta estaba un rollo, tipo pergamino que empolvado por el tiempo había quedado olvidado, así que lo tomé, lo desenrollé y comencé a leer:


“…Fue en el invierno de 1998, cuando en la exposición titulada “Instrumentos de Tortura y Pena Capital”, caminaba por el vetusto palacio, antiguo colegio de San Ildefonso, era viernes y eran ya casi las seis de la tarde. Estaba oscureciendo temprano.

Ahí nos encontrábamos Juan, Carlos, Dorian y yo, Jesús, que por motivo de una tarea escolar habíamos ido a esa exposición.

Juan, nos dijo, vengan por aquí, y nos separamos del grupo, porque nuestro amigo encontró un camino entre la sala que presentaba los cepos y la otra sala que exhibía diversos instrumentos de tortura para los pies, cuando discretamente oculta estaba una puerta pintada en el mismo tono de las demás paredes, que Dorian no tardó en empujar con el pie y esta se abrió…

Contra lo que nos decía Carlos, tanto Juan como Dorian y el que esto escribe nos metimos en esa puerta, seguidos claro por Carlos, que no quiso quedarse solo. La puerta no medía más de medio metro de alto por veinte centímetros de ancho, sólo cabíamos agachados, descendimos por una escalinata de peldaños angostos, pero tuvimos que cubrirnos nariz y boca, porque olía a podredumbre, humedad y más aún a MUERTE.

Carlos como siempre, parecía la voz de nuestra conciencia, que si mejor nos regresábamos, que si ya era hora de irnos, que si nos pasaba algo…; pero nadie le hacíamos caso.

Hacia el final de la escalera se veía un pasadizo estrecho y oscuro, así que alumbrándonos con un encendedor que traía Dorian fuimos recorriendo el lugar, llegamos a un patio y vimos gente en movimiento, así que sin pensarlo más, nos dirigimos hacia las personas, pero, nadie parecía tomarnos en cuenta, pese a que los cuatro éramos muy diferentes a esa gente, que entre otras muchas cosas vestía con ropa como del siglo XVI.

Era un patio enorme, rodeado de columnas y entre las que se veían más pasadizos, pero especialmente, uno llamó nuestra atención, se veían instrumentos de tortura como los que momentos antes habíamos visto en la exposición, así que entrados en desesperación, corrimos, queríamos salir.

Muy cerca de nosotros pasó un hombre vestido al estilo de los franciscanos, con una túnica que le cubría de pies a cabeza y solo se podía vislumbrar escasamente la punta de sus dedos que sostenían la llamada “horquilla del hereje”, tras de él venían otros seis con diversos instrumentos, desde látigos hasta una chivo, lo cual llamó sumamente nuestra atención, los seguimos y con horror vimos que en el lugar donde se detuvieron había varia gente torturada.

El que llevaba el chivo se detuvo junto a nosotros y en la mesa que estaba ahí fue puesta una mujer que por el decir de estos “monjes” era acusada de adulterio, así que la instaron a confesar y arrepentirse; pero ella lo negaba, así que le quitaron el calzado, le untaron los pies con una mezcla de leche y sal y pusieron al chivo a lamerle las plantas de los pies.
Fue espantoso ver como la mujer gritaba de desesperación. Un grito más llamó nuestra atención, era un hombre que después supimos era acusado de poseer libros prohibidos, lo que él negaba rotundamente. Ese pobre hombre estaba amarrado de pies y manos a una mesa que lo estiraba, ese instrumento es el potro.

Volvimos a mirar a la mujer que en un momento dejó de gritar, porque se había desmayado, pero ya le estaban tirando en la cara un balde de agua, para que reaccionara, al verle los pies nos dimos cuenta que el chivo ya había llegado a los huesos y seguía lamiendo. Con horror, angustia y desesperación queríamos salir de ese dantesco lugar, pero no sabíamos como hacerlo.

Hasta que… una vieja mujer encorvada, acusada de clarividencia, nos delató…

Varios franciscanos se dieron a la tarea de razgar el aire con guadañas, y por poco nos matan, la mujer de inmediato fue condenada a la hoguera y a nosotros nos gritaban que nos fuéramos, como si se fuésemos almas en pena.

Carlos no dejaba de lamentarse. Dorian lo calló. Juan y yo escuchábamos con espanto como de repente esa vieja comenzó a gritar nuestros nombres, pero para nuestra sorpresa, uno de los monjes también nos vio, ahí cayó muerto y apareció junto a nosotros, poco a poco fuimos viendo como Dorian se iba haciendo visible para ellos, pero en un acto de escapismo tomó el cuerpo del monje muerto y le quitó rápidamente la túnica y se cubrió con ella.

Uno de los monjes al estar blandiendo la guadaña mató a otro y ese otro apareció también junto a nosotros; pero Carlos, también se volvía visible a ellos. Por lo que característico de Carlos, se puso a lamentarse y corrió a esconderse.

Sabiendo, lo que Dorian había hecho para pasar desapercibido, tomó al otro monje y le quitó, también, la túnica y se cubrió con ella.

Minutos después, Dorian y Carlos ya no eran los mismos, en su rostro había un dejo de maldad. Carlos ya no se lamentaba, ahora reía con los tormentos que sufrían los demás e incluso vertió más leche con sal a la moribunda mujer. Dorian por su parte buscaba entre sus ropas una capucha que no tardó en encontrar, se encaminó a un hombre que estaba siendo torturado con la garrucha, un instrumento en el que el individuo era amarrado de pies y manos y colgado en un gancho por la cintura y alzado, a ello Dorian le agregó su “encanto”, le puso una capucha mojada, que se pegaba a la cara y parecía que se ahogaba. Dorian sonreía.

En ello estaban, cuando en un esfuerzo sobrenatural el hombre que estaba en el cepo se logró escapar y mató a su torturador con un gancho que tenía a mano, hecho que colocó al tercer monje junto a nosotros, y Juan comenzó a verse, por lo que Dorian y Carlos lo persiguieron, por los pasillos, sin que jamás haya vuelto a saber de ellos tres.
Y ahora aquí estoy entre los muros del que hoy sé, le llaman el Antiguo Palacio de la Inquisición, esperando que alguien venga a hacer compañía a mis tres torturadores y tome mi lugar.

No dejes de visitar el Antiguo Colegio de San Ildefonso y precisamente junto a la escalera principal entra a ese salón y busca una pequeña puerta, muévela, cederá fácilmente y ven, aquí te espero, te aseguro que será la experiencia de tu vida… o de tu muerte.

Al terminar de leer, este espantoso rollo, lo arrojé y me reuní con mis compañeros, pero no los hallé, sin embargo, a lo lejos vi que tres monjes perseguían a otro joven, quise investigar; pero, esa es otra historia.

Ezra20 de junio de 2010

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