Tu lengua recorre lentamente mi cuello, deslizándose en sigilosa sensualidad hasta la clavícula. Allí frena, se pasea libremente, como Pedro por su casa, enviando pequeños estremecimientos a lo largo y ancho de mi cuerpo. Entonces tus manos viajan por mi cintura, buscando nuevas curvas, dibujando círculos irregulares sobre mi piel pálida.
Me aparto y te agarro del cuello, mirándote a los ojos, tratando de que te lancen el mensaje y puedas captarlo sin hablar.
Me río, porque no puedo evitarlo, porque me haces feliz. Me río y dejo que te preguntes cuál es el motivo, mirándote para que entiendas que el motivo eres tú.
Apoyo mi cabeza en tu hombro izquierdo, enredando mi pelo en tu cuello frío, mientras mis brazos te buscan, deseosos de tenerte entre ellos. Te beso, con un beso suave e inocente, la oreja y paseo mis dedos a través de tu pelo desordenado.
Siento tu olor volando por mis sentidos y cómo nuestras células se reconocen, se atraen y se repelen alternativamente en un erótico vaivén.
Me dices que me quieres y no soy capaz de articular palabra, como si al decirte que te amo el sentimiento perdiera valor. Entonces me lo guardo en un dulce secreto, insinuando que no puedo vivir sin ti cada vez que te rozo la mano.
Y cada vez que te veo, cada vez que me besas, sé que he encontrado el lugar al que pertenezco.
