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Posible Encuentro

POSIBLE ENCUENTRO



Entré al bar a la hora acordada. Había mucho movimiento y se escuchaba un murmullo continuo. Me senté en una mesa de la ventana, mirando para la puerta de entrada, así de esta manera era más fácil encontrarnos.
Fijé atentamente la mirada en la gente que entraba y salía; el mozo me interrumpió mientras inspeccionaba el territorio de un posible encuentro.
- Estoy esperando a alguien, pero igual tráigame un café, le dije.
Comenzaba a impacientarme la idea de que efectivamente iba a ser difícil reconocer a alguien que hacía muchos años no veía ni sabía nada de ella. Leticia había sido el amor imposible de mi adolescencia del cual nunca me había olvidado. De una u otra forma ella siempre estaba presente en mi memoria. La última vez que la había visto fue precisamente en este mismo bar. Nos despedimos sabiendo que nunca más nos íbamos a ver; su familia, como tantas otras en esa época, se mudaba a Nueva York en busca de un destino mejor.
Sin saber lo que significaba una ausencia tangible, su dulce voz misteriosa e infantil siguió sonando en mis oídos, como el eco de un pájaro en un monte infinito. Ni ella, ni yo comprendimos el devenir de los acontecimientos, inspiración ajena a nosotros, pero que marcó el rumbo sin desearlo, como si las cosas estuvieran prefijadas de antemano y que al fin se transforman en un eslabón más de nuestro concreto y definitivo destino.
¡Cuántas imágenes parecidas a Leticia pasaron todos estos años! Imágenes que fueron muriéndose poco a poco como estrellas fugaces que cruzan el cielo iluminando la noche, mi noche. Se fue sin siquiera saber la verdad de lo que yo realmente sentía por ella.
Ella había insistido más que yo en encontrarnos, aprovechando su brevísima estadía en el país que consistió en visitar a algunos parientes que todavía le quedaban vivos en la ciudad. Fue por uno de ellos (yo lo había conocido en aquella época) que se enteró del cuento que yo le había dedicado en su recuerdo. Cuando hablamos por teléfono, pude reconocer, que detrás de su acento de turista norteamericana, se escondía esa voz que nunca pude borrar de mis oídos. Me contó rápidamente lo bueno de su vida y me dijo que lo malo, los episodios trágicos me los contaba en al bar. A pesar de todo ello, en su voz se notaba cierta tranquilidad y resignación y antes de colgar me agradeció que me hubiera acordara de ella y de que yo le hubiese dedicado un cuento.
Ya había pasado un rato cuando mi vista se cruzó con la del mozo y un pequeño gesto de mi mano fue suficiente para que me trajera otro café.
Había empezado a sentir la presencia de ella; sabía que algunas mujeres que estaban en el bar podían ser Leticia. Para averiguarlo podría hacer varias cosas. Podría ir mesa por mesa y preguntarles su nombre, pero sería muy imprudente de mi parte.
Podría gritar su nombre pero nadie lo escucharía debido al ruido de la calle y el murmullo de la gente. También podría pedirle al mozo que deje una nota en cada una de las sospechosas, pero eso llevaría mucho trabajo y le haría perder su preciado tiempo al mozo. Lo otro en que pensé es seguir como estaba y esperar a que ella me reconozca ya que yo le había dado los datos de mi fisonomía para que me vislumbre entre la multitud. Pero el tiempo volaba y no me reconocía o no quería hacerlo por miedo a quién sabe qué cosa. Quizás en el fondo teníamos miedo de vernos tan cambiados, distintos de que éramos tiempo atrás, cuando, porqué no ocultarlo, me gustaba y mucho.

Los minutos iban corriendo y yo empezaba a desesperarme al ver que algunas sospechosas ya se habían retirado y algunas nuevas iban ingresando. Todas podían ser ella o ella podía ser todas a la vez. Sin embargo cerca de mí había alguien que me recordaba a Leticia. Pero ella no me miraba, no parecía buscar a nadie. Se limitaba a mirar hacia fuera. Deduje, aunque no podría afirmarlo con exactitud, que esa era la misma mesa en la que nos dijimos adiós por última vez, treinta años atrás.
Empezaba el otoño, lo recuerdo como si fuese hoy, y Leticia estaba como ahora, con la mirada hacia afuera; y pensaba, no dejaba de pensar en otra cosa que en su viaje a Nueva York. Su cara reflejaba el miedo de saber que su vida ya no sería la misma de antes. Recuerdo su libro de inglés desparramado sobre la mesa, las cartas y presentes de sus amigas y algunas fotos de nuestra clase que yo le regalé para que no se olvidara de su pasado junto a mí. Pero no me animé a decírselo. No me animé a decirle que me gustaba tanto y que yo no pensaba en otra cosa que en ella. Ni en ese momento, ni ahora en este mismo bar
¿Tanto miedo teníamos de volvernos a ver? , pensaba, mientras miraba a la nueva Leticia que se reflejaba en la ventana como aquel día de otoño. ¿Valdría la pena matar a esa ilusión que yo tenia de ella, solo para que me diera un abrazo de agradecimiento? ¿Me animaría ahora a decirle que me gustaba tanto? Nos separaban dos mesas de por medio y sin embargo yo no daba el primer paso y menos el segundo. Ahí estaba Leticia mirando hacia afuera y escribiendo en silencio, mientras me esperaba, como la otra vez. Era curioso porque el vidrio hacía de filtro y su reflejo en la ventana tenía como treinta años menos.
El tiempo siguió transitando y ya quedaban pocas personas en el bar. Se hacía de noche. El mozo, con la mirada inquisidora me quería echar del bar. Las sillas levantadas, el olor a lavandina, así lo sugerían, pero ni ella ni yo queríamos salir del bar. Cuando al fin decidí pagar mi cuenta e ir al baño, al volver a mi mesa descubrí que ella ya no estaba. El mozo, antes de abrirme la puerta, me dio una carta que ella me había dejado:
Como decía el cuento que me dedicaste, lo nuestro es un posible encuentro. Por más que quisiéramos no podemos cambiar lo que ya está escrito. Pero hay algo que no te conté (lo malo) y que aparece al final del relato, y es que yo me quedé ciega.
Leticia








Gabrielfalconi16 de mayo de 2017

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