TusTextos

Numa

A veces confundía fantasía y realidad. A veces se refugiaba en su mundo, que no era perfecto, pero era el suyo. Y se sentía allí, dejaba de pertenecer a la verdad a la que pertenecemos tú y yo. Vivía esperando volver a embriagarse de su irrealidad, de ese rincón de su mente que tanto le hacía sentir y donde de verdad vivía.

Un día la miré a los ojos, un día en el que llevaba horas hablando con ella. Y cuando la miré supe que no estaba conmigo, supe que se había ido hace rato. Supe que sus ojos estaban recorriendo las calles de ese lugar mágico al que a nadie abría las puertas, al que ella, y solo ella, tenía acceso. Supe, por primera vez, que el eco de ese sitio resonaba en cada una de sus palabras. Y lamenté saber que hasta que no lo conociera, jamás sabría quién era Numa de verdad.

Siempre estuve enamorada de ella. Porque cuando hablaba lo hacía para ella, y sabía perfectamente de lo que estaba hablando. Porque le daba igual si la estabas escuchando. Todos la tomaban por loca, pero es que nadie la conocía. Yo no la conocía. Me atrevería a decir que ni tan solo ella lo hacía. No me malinterpretes, no amaba a Numa como a una amante, la amaba porque representaba todo aquello que no se debe amar. Porque su gesto era único, y es que el verla andar ya era un espectáculo visual; se detenía a cada paso, observando todo a su alrededor, tomando conciencia de todos los detalles que la rodeaban. Y, sin embargo, odiaba profundamente vivir donde vivimos. El análisis de cada detalle de lo cotidiano hacía que le repugnara más su existencia. Y a Numa, debes saber, le encantaba alimentar su odio.

Me costó años cruzar la primera palabra con ella. Fue exactamente un año después de atreverme a mirarla. Mis padres no querían ni oír hablar de esa demente que gritaba a los profesores y les llamaba mentirosos, que tiraba los libros al suelo y que hablaba sola por la calle. Me hicieron odiarla, temerla, repudiarla. Pero fallaron; nunca me enseñaron ignorarla. Incluso cuando creía que la odiaba, la amaba. La miré una mañana en la que le estaba gritando a nuestro profesor de filosofía, que intentaba explicarle que no podía presentarse en clase a las nueve y cuarto si la clase empezaba a las ocho y media: ‘NO HAY HORARIOS PARA EL SABER, Y TÚ, MALDITO FILÓSOFO FRUSTRADO, NO ME LOS VAS A PONER’. Cogió el libro de texto, lo abrió por la página 71 y lo quemó. Como era de esperar y se había convertido en costumbre, la llevaron al despacho del director. Tenía una lista de expedientes por su mal comportamiento más larga que sus piernas, y aún así no llegaron a expulsarla jamás. Entonces fue cuando me di cuenta que quería conocerla, sin cerciorarme de que lo que de verdad quería era a Numa.

Yo siempre fui una alumna ejemplar. De esas que ha tenido que aguantar burlas por sus notas. De esas que a las que los mismos burlones han pedido ayuda para aprobar. De esas que prestaban esa ayuda sin problema alguno. Así que supongo que por eso un buen día, un año después del incidente en filosofía y en un acto de lógica típica en el docente medio, la sentaron a mi lado en clase. Aún recuerdo el cosquilleo que recorrió mi cuerpo cuando la vi sentada en el pupitre de mi derecha por primera vez. Cuando por primera vez en mi vida, la vi sonreír. Me miró, con esos ojos que no sabían mirar, con esos ojos que estaban siempre en otra parte, pero me miró y dibujó una sonrisa. Una sonrisa que desentonaba, una sonrisa que en su cara resultaba hasta desagradable. Una sonrisa, por qué no decirlo, fea. Enseñó por primera vez esos dientes amarillentos más propios de un viejo fumador que de una adolescente. Porque Numa, debes saber, jamás se cepillaba los dientes. Le devolví la sonrisa y decidí lanzarme; la saludé. Antes de que mi tímido ‘Hola’ llegara a su fin, media clase nos estaba mirando y se oían los murmullos de la gente. Y es que nadie, repito, nadie, se había atrevido nunca a dirigirle la palabra. Y es que Numa era el anticristo, pero yo soy una atea convencida.

Esos meses que la tuve sentada a mi lado fueron los mejores de mi vida. Nadie jamás me había hablado como ella lo hacía. Porque como ya te he dicho, hablaba sin esperar nada a cambio, sin esperar que la escuchara. Porque a ella las normas del lenguaje nunca la convencieron, porque a ella con ser emisor y mandar un mensaje le bastaba. Porque el receptor, como ella decía, solía estar dañado. Me fascinaba la forma en la que movía sus grandes manos, con esos largos y delgados dedos con las uñas siempre sucias, cuando intentaba explicarme alguna de sus teorías, que jamás logré comprender. No entendía por qué Numa me sonreía. No sabía por qué, pero ella había decidido que yo era digna de su compañía, había decidido abrirme una pequeña ventana hacia ella. Más que una ventana, una pequeña rendija en su muralla personal, desde donde yo tan solo podía ver una pequeña parte de ese misterio que escondía.

Mis padres, alarmados por la amenaza que suponía mi nueva amistad, intentaron convencerme de que dejara de hablar con ella. En cada palabra en su contra yo encontraba una razón más para quererla. Me atraía la forma en la que todo el mundo la apestaba, me provocaba un inmenso placer el fantasear con que algún día yo lograría conocerla, mientras el resto del mundo se limitaba a odiarla. Como si Numa guardara el secreto de la felicidad, de la vida eterna, del infinito; fuera lo que fuera, sabía que si alguien tenía la posibilidad de descubrirlo, esa era yo. Y eso me hacía sentir poderosa.

Recuerdo cuando me explicó por qué no la habían expulsado nunca del colegio. Numa era hija de una cocinera alcohólica, que al parecer había tenido una aventura con el director años atrás, y con el que había pactado no contar nada a su mujer si él a cambio aceptaba a su hija en su centro privado, gratuitamente, por supuesto. Numa hablaba de su madre como si fuera una desconocida, con una indiferencia tal que hacía que se me pusieran los pelos de punta. No quería a nadie más que a sí misma y a ese ente que vivía en su interior, a ese utópico lugar al que viajaba siempre que tenía ocasión. Y a mí, ciegamente, me gustaba pensar que ella me quería. Pero con el tiempo comprendí que era incapaz de hacerlo. Que ella veía en mí a una chica perdida, a una mente sin explotar, a alguien que no estaba ciego, pero que necesitaba urgentemente que alguien le abriera los ojos. Veía en mí a un futuro receptor. Un receptor sin dañar. Numa era incapaz de amar, porque se alimentaba de odio, y deseaba lo irreal, viviendo en constante frustración al saber que lo que amaba sólo existía en su mente. Pero no sientas pena por ella; era feliz en su abstracción, éramos nosotros, la gente como tú y yo, las calles de tu ciudad, las páginas de tu libro favorito, la escena de esa película que te hizo llorar, los hombres y las mujeres que no sabemos escuchar, los que la amargábamos. Pero ella era feliz cuando se iba.

Por eso yo vivía preparada para el día en el que se fuera. Porque sabía que algún día esos ojos que no sabían mirar dejarían de mirar del todo. Porque estaba convencida de que cuando aprendiera a escucharla ya sería demasiado tarde, porque sabía que nunca sería lo suficientemente inteligente para comprenderla. Porque esa chica que no sabía, a veces, distinguir entre fantasía y realidad, fue la que me enseñó que a veces las cosas que crea tu mente son las más reales. Que si estás loco, vas por el buen camino. Que si estás solo, tienes que aprender a amar tu compañía. Porque dentro de ti es donde vives realmente. Porque tengo la esperanza de que mis ojos, algún día, sean capaces de viajar como viajaban los de Numa. Por eso la quería.

Y fue ese día, cuando la miré a los ojos; ese día en el que llevaba horas hablando con ella. Ese día que, cuando la miré, supe que no estaba conmigo; supe que se había ido hace rato.
Galatea15 de mayo de 2014

2 Comentarios

  • Luia

    Excelente descripción de la Numa aproximada que percibiste.

    Me resultó conmovedor.

    Cariños
    Lu

    16/05/14 03:05

  • Galatea

    Muchas gracias, @Luia

    17/05/14 01:05

Más de Galatea

  • Numa

    1150 lecturas | 2 comentarios
Chat