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Crimen Celestial (i)

El pequeño Gabriel tenía solo 10 años y acababa de despertarse de una terrible pesadilla. Sentado sobre su cama el sudor le corría por la frente y las sienes hasta acabar volcándose sobre su pecho y empapar su pijama de ositos carmelitas. En la habitación solo se oía el palpitar violento de su corazón que amenazaba con salir corriendo sin mirar a atrás.
Aún soñoliento sintió un estruendo espantoso que provenía del cuarto contiguo y se preguntó si seguía soñando o si aquél ruido era la causa de estar despierto.
Sin embargo, tras unos segundos que le parecieron horas la respiración agitada de Gabriel se convirtió en el único y pavoroso sonido de la noche. El ruido que sintiera antes había acallado a los animalitos nocturnos que lo arrullaban sin darse cuenta y ahora ni siquiera el grillo que habitaba en su cuarto afinaba sus patitas.
Suavemente se deslizó por su cama hasta tocar el piso frío con sus piececitos descalzos. La habitación de donde había provenido el ruido era la habitación de sus padres y quería asegurarse de que todo marchaba bien. Además, no podría volver a dormirse sin que antes su mamá le dijera que solo había sido una fea pesadilla y que ahora todo estaría bien.

Con pasitos tímidos se dirigió a la puerta y la abrió muy lentamente, como si no quisiera despertar a nadie en la casa. En el pasillo todo estaba tranquilo y muy oscuro pero pudo advertir una luz que se colaba por la rendija de la puerta del cuarto de sus padres. Y hacia allí fue.
Mientras se acercaba, con sus manitas sudorosas y los ojos tan abiertos que casi le dolían, agudizó el oído tratando de escuchar el menor ruido dentro de la habitación pero fue en vano, era como si el mundo entero se hubiese desvanecido ante sí.
La puerta estaba entreabierta, así que cuando la empujó se abrió lentamente sin chirriar. Cerró los ojos un instante como quien teme ver algo que no debería y se quedó quieto en el lugar.
Lo primero que sintió fue un olor fuerte que no supo cómo describir y abrió los ojos de repente, asustado... y lo que vio después lo llevaría grabado en su corazón por el resto de los días.

Su madre yacía sobre la cama, los brazos le caían al suelo y entre ellos colgaba la cabeza mientras que un río de sangre le corría desde el pecho por el cuello, sus mejillas, ensuciando sus bellos cabellos lacios hasta desembocar en el pequeño riachuelo que se había formado en el piso. Por la comisura de sus labios también corría una sangre tan roja que a Gabriel le pareció negra y le dio deseos de vomitar y salir corriendo de allí. Sintió que algo caliente le rodaba por las mejillas y se dejó caer de rodillas sin comprender apenas qué significaba todo aquello.
Los ojos azules de su madre lo miraban fijamente como una muñeca siniestra que el azar pusiera delante de sí y como si aún quedara algo de vida dentro de aquel cuerpo inerte que ya no le acurrucaría por las noches antes de dormir, ni le daría un beso cada mañana antes de ir a la escuela.

Gabriel no fue capaz de moverse de donde estaba, paralizado y aturdido se quedó mirando el brillo que aún había en los ojos de su madre pensando que quizás no había despertado de su pesadilla.
Y entonces fue cuando lo vio... por el rabillo del ojo percibió una sombra que se movía y con un sobresalto volteó la cabeza y su mirada empañada por el llanto que se le escapaba ya a borbotones tropezó con el rostro duro y oscurecido de aquel hombre.
Aquel hombre que aún empuñaba en su mano el arma homicida y ensangrentada. Aquel hombre que llevaba en sus labios una sonrisa siniestra y en sus ojos un brillo vivo como quien acabara de ganar una medalla de honor.
Aquel hombre que nunca se acercó a él para darle la mano y desearle buena suerte... Aquel hombre que decía ser su padre... y que ahora se había convertido en el asesino de la única cosa que Gabriel adoraba en el mundo.
Ginys02 de noviembre de 2011

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