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La Duna

Se arrodilla sobre la duna y recoge los granos con los puños, apretándolos con fuerza, mientras mira al infinito de la nada, estos se escurren entre los dedos, ignorándolos en su esfuerzo.

Impotencia, mientras observa la interminable hilera de personas que cruza el desierto con todas sus pertenencias encima. Rabia, mientras recuerda los restos bombardeados de su preciosa ciudad. El barrio donde vivía ahora es un montón de escombros calcinados por las bombas de racimo. El parque junto a su bloque de apartamentos un puñado de ceniza grisácea que lo cubre todo. Tristeza inconsolable, muchos de sus amigos, con los que jugaba al futbol y a la consola quedaron enterrados entre ellos. Terror a los hombres embozados y armados con fusiles, de quién sabe que facción, revisando que la vestimenta sea adecuada a sus preceptos en nombre de quién sabe qué Dios.

Su propia familia se para a esperarle, su madre le mira, silenciosa bajo su hijab de un verde desvaído, no comprende lo que hace postrado bajo el sol abrasador. Su padre le tiende la mano, mudo, pensativo, con ternura insospechada, invitándole a levantarse.

Su hermana pequeña, con su embarrado peluche debajo del brazo, con botones remendados a toda prisa donde antes hubo unos relucientes ojos de metal negros y brillantes le mira insegura, a punto de soltarse a llorar, apretando la mandíbula para no hacerlo.

Bajo su pelo apelmazado por el sudor y el polvo, que hasta hace apenas días era brillante y ensortijado, su frente aparece febril y quemada, con retazos de piel a medio regenerar. Necesita algo real a lo que aferrarse, necesita a su hermano mayor. Ha sido fuerte, ha sido valiente hasta el límite y mucho más. «Por favor, no te rindas» — suplica su mirada en silencio.

Con un suspiro, ayudado por la mano tendida de su padre, se levanta y empieza a caminar, impostando firmeza, adelante, siempre adelante, hasta el siguiente pueblo, la siguiente ciudad, la siguiente montaña, el siguiente rio, el mar, el muro alambrado que no le dejaremos pasar escudados en nuestra codicia, en nuestra ignorancia, en nuestras cuotas inhumanas.
Imigueldiaz21 de diciembre de 2015

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