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Soberano Arrebato

La mujer había escuchado varias veces la misma respuesta acerca de la suerte de su marido. Y lo cierto era que no daba crédito a la maledicencia de la gente, ya que estaba convencida que algo le ocultaban. Hoy por fin se reencontrarían y le diría cuanto lo había extrañado. Subió a cubierta para tomar aire fresco cuando notó que era ya de día. La cálida brisa de enero le golpeó levemente el rostro, y se percató de una bandada bulliciosa de aves marinas agitándose alrededor de la nave, como vociferando la cercanía del puerto. Avistó el muelle y, se le aguaron los ojos. Se enjugó las lágrimas con emoción y se retocó los cabellos que, desordenados por la brisa marina, se le metían en la boca. Inquieta, buscó a su acompañante con la vista, y lo divisó entretenido en medio del gentío observando sonriente a un par de pelicanos pardos que, asidos a la popa del barco, se disputaban una gran merluza. Se acercó a él sigilosa apartándolo de su distracción.
—Venga...ayudadme con el equipaje —dijo con voz grave, dándose media vuelta y abriéndose paso en medio de la aglomeración.
El hombre la siguió en silencio, y bajaron las escalinatas a toda prisa. Corrieron por los pasillos de babor a estribor, entraron a sus camarotes por sus pertenencias, y desembarcaron tan pronto como les permitió la marcha calmosa de la multitud.
—¡Al fin en tierra firme! —exclamó entusiasmada, acicalándose la pelirroja melena rizada que se deslizaba impertinente sobre sus hombros.
—¿Cuánto tiempo permaneceremos en este lugar? —preguntó él.
—No lo sé, el tiempo necesario —contestó tajante, abanicándose con ímpetu y buscando apresurada la salida.
En las afueras del muelle, alquilaron el único carruaje disponible: un coche destartalado con los asientos de cuero desgajados que iba tirado por un par de caballos rafañosos. En el trayecto, iba meditabunda y el brillo de su mirada azul de hacía unos minutos se había esfumado por completo.
Pasaban por un gran terreno baldío cuando una jauría enfurecida salió al encuentro del carruaje, correteando y ladrando animosamente a los caballos. Las bestias se encabritaron y zarandearon el coche con furia. Con el repentino bamboleo, la mujer se sobresaltó y su abanico fue a dar al suelo. Arfan se agachó presuroso a recogerlo y, enseguida, la tomó con delicadeza de las manos para devolvérselo. Él notó que su ama tenía unas manos hermosas. Perfectas y suaves. Mientras los ladridos se iban alejando cada vez más, la mujer corrió la cortinilla desgastada y observó que pasaban por unas blanquísimas plantaciones de algodón donde los segadores de color, que vestían una indumentaria chillona, trabajaban con forzada diligencia. Apartó su cabeza de la ventanilla, y una vez más, ordenó a su siervo que averiguara cuanto faltaba para llegar a Palacio. No le importó que hacía solo minutos el cochero les había dicho que aún faltaban unas veinte leguas de camino para llegar a su destino, ya que los caballos habían mermado el paso por el agotador bochorno del estío. Arfan de cualquier modo volvió a preguntar y, como en las veces anteriores, el cochero respondió lo mismo. La mujer se abanicó impacientemente diciendo para sí: “¡Una legua! ¡Dos leguas!”
Arfan, de unos treinta y cinco años, robusto y de estatura media, se había dado cuenta de los arranques de su patrona y la contemplaba compasivo sin juzgar su intransigente obstinación. Al observarla, sus ojos negros se tornaron más expresivos y adquirieron un brillo singular de gratitud. El siervo apoyó su cabeza contra el cristal de la ventanilla, cerró los ojos y cubriéndoselos con su taqiyah verde, se dejó llevar por la nostalgia. Se sumió en un letargo inusual, reconstruyendo en su imaginación el fatídico día cuando su madre y él fueron acusados y condenados a muerte: “De nada sirvió convertirnos y ser llamados Cristianos Nuevos. El Santo Oficio nunca dejó de acosarnos, porque no pasamos la ridícula prueba de los estatutos de limpieza de sangre. Y esa arbitraria sentencia de morir en la hoguera, ¡qué absurda!, quien diría que un vil embuste nos arruinaría la vida. Si no fuera por mi ama, también yo hubiera terminado chamuscado en la llamarada. Pobre madre. Mientras el verdugo acomodaba la paja y los troncos de madera para ejecutarla, gritaba desesperada y en vano por su absolución. Aun me parece escuchar sus suplicas: ‘¡Soltadme! ¡Yo no soy una bruja! ¡Soy inocente!’ Sus alaridos enardecieron aún más a los curiosos que parecían locos presa de la euforia. Con que morbo se entremetían y empujaban unos a otros para no perderse aquel maldito espectáculo. Me escabullí entre el gentío, logrando acercarme a la hoguera para desesperado quitar y arrojar por doquier las antorchas que ya ardían al rojo vivo. Traté de desatarla inútilmente, ya que un verdugo me dio un violento empellón, apartándome de la llamarada mientras un cura ‘reconfortándome’ decía que eso ‘purificaría’ su alma.” —Arfan, con los ojos humedecidos por un llanto mustio, recordó aquel trágico día apretando los puños y los dientes con furia. Se durmió, y lo hizo con ganas de sumergirse aún más en sus reminiscencias. La horrible cicatriz en su brazo derecho era el recuerdo de ese infame atardecer de octubre de mil quinientos y algo.
—¡Arfan, despierta! ¡Ya llegamos! —dijo su patrona, sacándolo de su divagación—. ¡Venga, apuraos!
—¿Eh? —exclamó él despabilándose y mirando boquiabierto a su alrededor.
Bajaron del coche y cruzaron la Plaza Mayor, presentándose en Palacio y ordenando ver al gobernador. El secretario del virrey los anunció, pero Nuño Balboa solo la recibió a ella.
—Quiero ver a mi esposo —le pidió al virrey.
—¿A quién deseáis ver? —preguntó confundido.
Ella no repitió su demanda, y mirándolo altiva le reclamó irascible una respuesta. Él no supo que decir ni cómo reaccionar. “Está peor de lo que decían” —pensó desconcertado mientras escudriñaba en su mente las palabras adecuadas para no contrariarla. El regente respondió con lo primero que se le vino a la cabeza.
—La última vez que vuestro marido estuvo en el Perú permaneció en Jauja aplacando una insurrección indígena —dijo Balboa mirándola de soslayo—. Pero como vos sabéis él partió hacia las Españas hace más de dos años.
—¡Argucias! ¿Cómo os atrevéis? —replicó frustrada—. ¡Disponedlo todo para mi viaje!
El gobernador intentó disuadirla diciéndole que su esposo ya no estaba en aquella capitanía, pero todo fue en vano. Salió del despacho seguida por Balboa quien le sugirió alojarse en Palacio el tiempo que ella considerase pertinente.
—¡Tengo que verle ya! —vociferó decidida, dándose media vuelta y dirigiéndose a los aposentos que le había indicado.
Balboa no pretendía insubordinarse. Juzgó que sería mejor que viajara y se convenciera por sí misma que su marido no estaba en aquel pueblo. Así que el virrey no tuvo más remedio que facilitarle un par de cocheros y un carruaje negro tirado por dos caballos: el Bayo y el Azabache.
La mujer acababa de instalarse cuando Arfan entró en su alcoba. Su lacayo también trató de disuadirla para que no realizara ese viaje. Él temía más por ella que por él mismo, y no quería que su protectora se adentrara en tierras inhóspitas de aquel incipiente virreinato. Con la intención de desanimarla, le contó ciertas anécdotas acerca de las penurias padecidas por algunos exploradores en el Nuevo Mundo por culpa de los naturales. A su manera, le comentó que en su comarca había escuchado que de chiripa algunos expedicionarios habían regresado vivos de las Américas.
—Ama, los indios son hechiceros, degüellan a los blancos y luego reducen al tamaño de un albaricoque las cabezas de sus víctimas —dijo a modo de explicación—. Las usan como fetiches y trofeos.
Ella no respondió, pero lo miró indiferente, y el siervo, haciéndose el desentendido, se aclaró la garganta y continuó relatando las fábulas con gran entusiasmo.
—¡Callad, no sigáis! ¡Dejad de decid barrabasadas! —rezongó cortante, haciéndolo callar de inmediato.
Ni el cuento de las emboscadas de los indios ni la argucia acerca de las alimañas con supuestos poderes sobrenaturales, que según Arfan habitaban aquella región, consiguieron atemorizarla. No tuvo más remedio que tragarse sus palabras. Su ama estaba empecinada en hacer ese viaje para encontrar a su marido, y no habría poder humano que la detuviese. Con aparente preocupación, el sirviente se la pasó el resto del día abasteciendo el coche con enseres y provisiones.
Al amanecer, la dama y su vasallo desayunaron algo ligero, y partieron hacia Jauja. Al ir alejándose de la ciudad, el camino se iba transformando en un sendero polvoriento y pedregoso. Aunque el coche contaba con minúsculas cortinas y mosquiteros medio rotosos, de vez en cuando, el polvo y los insectos importunaban a la refinada señora, provocándole una tos seca que ella pretendía disimular.
—¡Arfan, mantened encendido el incienso! —ordenó enfadada mientras espantaba con su abanico a los bichos que daban vueltas por su rostro.
Arfan hizo lo que su ama le pidió, pero él iba preocupado y no le dio importancia ni al polvo ni a los insectos. No obstante, en trechos donde la polvareda parecía agudizarse, el siervo procuraba taparse la nariz y la boca con su capa que cubría la túnica blanca que llevaba puesta. Habían transcurrido dos horas de viaje cuando unos descomunales lloriqueos llamaron la atención de la señora. Ella corrió la cortina y abrió la ventanilla del coche para ver que sucedía, y Arfan, medio adormitado, volteó la cabeza y, también se fijó en el barullo lacrimoso. Los lamentos se escuchaban cada vez más con mayor nitidez.
—Arfan, decidles que detengan el coche —ordenó la mujer.
El sirviente se quedó atónito y obedeció sin chistar. Los caballos relincharon y pararon de improviso. La señora bajó del coche y se quedó absorta observando con atención el cortejo fúnebre que pasaba a solo metros de distancia. La procesión luctuosa estaba compuesta por gente de color, y los sollozos, los gritos de aflicción de las mujeres se escuchaban por dondequiera.
Arfan bajó dando un salto felino y se santiguó dos veces.
—¿Pasa algo, ama? ¿Qué sucede? —preguntó extrañado.
Ella no respondió, pero su mirada azul se había clavado en el ataúd deteriorado que la multitud llevaba en hombros. Su rostro no reflejaba ninguna expresión conocida, y, con la mirada fija, seguía la ruta del catafalco que poco a poco desaparecía en la distancia. Permaneció estupefacta por varios minutos hasta que su lacayo la animó a continuar el viaje. Subieron al carruaje y se sentaron en lugares opuestos. Arfan intentó entablar conversación con su patrona, pero ella se sumió en un mutismo voluntario de varias horas. Conforme el coche se internaba en la serranía, el paisaje se hacía más colorido y vistoso. El camino era cuesta arriba donde un verde extendido en las lomas despuntaba los senderos andinos, ostentando campos blancos a veces, y verduzcos, otros. A la vera del camino, Arfan notó un destartalado palo que sostenía al pabellón de conquista. Para los errantes, aquel entorno bucólico representaba un mundo misterioso y desconocido. Cada vez que se detenían a descansar y a darle de beber agua a los caballos, los cocheros se acercaban decididos al acantilado a lanzar piedrecillas al vacío. Arfan, menos audaz que los dos hombres, pero más atraído por lo desconocido, se arrimaba a los cerros a escuchar con mayor nitidez el formidable canto de las aves. La mujer, mucho más formal y relativamente más madura que sus acompañantes, se abstenía de demostrar algarabía o interés por lo que veía a su alrededor. Parecía como si se privase de toda comunicación con el mundo, y lo miraba a lo lejos, al infinito, como cosa inanimada. Anocheció, y una ligera llovizna cayó sobre el pueblo fantasma donde tuvieron que pernoctar. Al día siguiente, Arfan y los dos cocheros se levantaron muy temprano e improvisaron un fogón campestre para preparar el desayuno. Los hombres se atiborraron con papas cocidas, faisán y vino, mientras que ella, pese al sabroso olor que emanaba de la rústica cocina, casi no probó bocado. La mujer ya lo tenía todo listo para partir, y esperaba impaciente. Subieron a la calesa y esta partió tan rápido como lo permitieron la fatiga de los rocines que la tiraba y el inclemente serpenteo del camino.
Cuando llegaron a Jauja, los indígenas los miraban como bichos raros y cuchicheaban en una lengua que los viajeros no comprendían. Al hablar entre dientes, los paisanos gesticulaban señalando con rencor a la diligencia, como si allí se albergase la causa de las luchas homicidas, al servicio de un imperio y una cultura que no conocían. El coche se había detenido en la Plaza Mayor, y Arfan miraba con asombro la plazuela principal y la catedral que, construida por orden de Francisco Pizarro, era una réplica exacta de las iglesias erigidas en la Península. La señora, de vez en cuando, esbozaba una sonrisa forzada ante la algarabía de los niños que, vestidos con atuendos coloridos, jugueteaban entusiasmados con los caballos. Sin perder tiempo le ordenó al conductor que la llevase al cabildo para entrevistarse con el regente. Al llegar al ayuntamiento irrumpió en el despacho de Vaca de Castro, y éste se sorprendió mucho cuando la vio, ya que no entendía que podía estar haciendo aquella mujer tan lejos de Valladolid. Con evidente ofuscamiento, preguntó por su esposo en más de una ocasión. El hombre no supo que responder.
—¡Quiero ver a mi marido! —exigió esta vez.
—Vuestro esposo no está en el pueblo —acertó a decir titubeante.
Entonces, la señora apretó los puños con ira contenida y empezó a increpar.
—¡Balboa aseguró que él estuvo aquí apaciguando una insurrección! ¿Dónde está? —vociferó una y otra vez mientras su rostro aterciopelado se ruborizaba por la furia.
El regente le explicó que aquella insurrección de la que hablaba había concluido hacía varios años atrás.
—¿Pero…, no os acordáis? Tengo entendido que vuestro marido falleció en altamar cuando volvía a las Españas —dijo a manera de justificación.
—¡Mentira! ¡Él está aquí! ¡Tiene que estar aquí, coño! —replicó alterada.
El gobernante y Arfan cruzaron miradas de asombro mientras la mujer empezaba a patalear y a reñir histérica.
—¡Quiero verle ya! ¡Quiero verle ya! —gritó una y otra vez, alegando que esa afrenta la pagarían muy caro.
Sumida en la cólera y en brumosos recuerdos, avistó una sombra lóbrega entre los cortinajes del gran salón, y creyó ver a su marido.
—¿Lo veis? —preguntó—. Allí está. ¿Lo veis?... ¡Estúpidos!
Arfan la observó con atención que lo hizo sentirse intranquilo, aunque sabía de sobra que lo único que la arrastraba a proceder así era su obsesión por encontrarlo.
Corrió enloquecida por los pasillos de la mansión abriendo puertas, ventanas y llamando a gritos a su marido con descabelladas interrogantes: “¿Dónde estáis? ¿Por qué te escondéis?”
Arfan intentó detenerla sujetándola del brazo izquierdo, pero ella le dio un empujón, y corrió decidida hacia el jardín principal del palacete. En el centro del enorme patio había una pileta de mármol rodeada por un oloroso y vistoso rosal donde tres palomas blancas sorbían agua con desconfianza. La mujer se arrimó al pilón, y las tres avecillas huyeron despavoridas. Sumergió ambas manos en la pileta y las sacó llenas de agua, humedeciendo y restregándose la frente y las mejillas.
—¡Mi abanico! —gruñó, sentándose junto a la fuente.
Arfan se acercó y la abanicó desconcertado.
El regente se aproximó a ella cuando pareció más sosegada. Para desentenderse del problema y calmar a la aristócrata, solo se atrevió a decirle que se podía quedar el tiempo que deseara, y puso a su disposición un séquito de criadas indígenas. El gobernador la condujo a sus aposentos, mandó llamar a las sirvientas y, luego, se retiró encerrándose en su despacho.
La señora ponía un exquisito cuidado en la ropa que usaba. Por eso, cuando vio llegar a las cuatro criadas semidesnudas, con taparrabos de color rojo y amarillo chillón, las interrogó ipso facto.
—¿Dónde está mi marido? —les increpó furibunda observándolas de pies a cabeza.
Las domésticas no respondieron y se miraron unas a otras sin saber que hacer o decir.
—¡Responded! ¿Sois vosotras sus concubinas? ¡Confesad os digo! —insistió colérica, mirándolas con desprecio.
Las aborígenes hablaron en voz baja unas con las otras, y una de ellas no contuvo la risa ante la disparatada afrenta de la distinguida dama. Semejante desacato la encolerizó aún más, desatando su furia.
—¡Guarras! ¡Largaos de mi vista antes que os mande a flagelar! —gritó a todo pulmón la cortesana.
—Cálmese mi ama, estas indias casi no hablan castellano —dijo Arfan, tratando de apaciguar los ánimos de su patrona.
—¡Que aprendan! —concluyó categórica, lanzándoles una mirada inicua.
Las indígenas salieron de la habitación estrepitosamente, y jamás se las volvió a ver mientras la dama y su vasallo permanecieron alojados en el palacete.
De repente se empezó a reír, como enajenada, inquietando a su vasallo con cada larga y sonora carcajada que lanzaba. Al vasallo no le sorprendió su actitud descabellada, ya que estaba acostumbrado a los cambios de humor repentinos de su ama. La mujer caminaba de un lado a otro de la habitación carcajeándose con incansable obstinación. Luego de aquel arrebato, se sentó en un espacioso sillón de satín púrpura, y permaneció sentada horas y horas, parecía meditar algo turbulento. Debe decirse que sus pensamientos debían para nada parecerse a las más pacificas loas de Horacio, pues la señora se había instalado en el berrinche. Arfan intentó sacarla de su rabieta, y le sonrió tomando entre las suyas las manos de su ama. Al sonreírse, su barba cerrada y en punta se contorsionaba dándole a su rostro una mueca graciosa. Le provocó besar los labios de su ama, pero le besó las manos. Nada surtió efecto. ¡Qué debía hacer! ¡Qué podía decir!
De improviso y ante la mirada atónita de su vasallo, la mujer se levantó encolerizada y corrió con los brazos en alto, de un ventanal al otro, soltando los cortinajes con evidente contrariedad. La habitación se quedó en penumbras, propicia para el sueño reparador, pero la aristócrata, dando vueltas y vueltas en su lecho, no pegó un ojo en toda la noche. Mientras que Arfan, desfalleciendo de sueño, procuraba resguardar la vigilia de su ama, sentándose y recostándose nervioso en un camastro mohoso instalado en el pasillo.
Al día siguiente, la mujer se levantó alegre, feliz debe decirse. Había decidido volver a la ciudad con urgencia.
—Arfi, mi fiel amigo, fijaos que mañana volvemos a Lima —le comunicó sonriente, abanicándose y bailando de júbilo.
—Pero, pero..., ama.
—No hay pero que valga, Arfi. Si no está aquí, tiene que estar allá, no puede habérsele tragado la tierra —dijo sin mostrar enfado—. Balboa es notable por sus embustes y estoy segura que me engañó.
El vasallo supo que su ama estaba dichosa, porque solo lo llamaba “Arfi” cuando estaba contenta. Con todo, Arfan no pudo ocultar la expresión de perplejidad en su rostro. La mujer se percató de ello, y suavizó aún más el tono de su voz.
—Venga, venga, preparadlo todo para mañana —le pidió efusiva a su criado.
Pero los acontecimientos cambiaron de manera inesperada, ya que el viaje se retrasó varios días porque se había desatado una lluvia torrencial en la región, y los huaycos habían bloqueado la carretera. La dama no tuvo a quien culpar ni contra quien arremeter por las inclemencias del clima y, a medida que pasaron los días, su estancia se le hizo más insoportable. A diario, indagaba acerca de las condiciones del tiempo, y preguntaba a Vaca de Castro cuándo podrían volver a la ciudad. Cuando a la señora algo se le metía entre ceja y ceja, no había poder humano que la hiciera desistir de su tozudez.
A mediados de mes, el mal tiempo había escampado, la pata lesionada del Bayo había cicatrizado y los escombros del camino habían sido removidos. A la mujer y a su siervo, a fuerza de ver días y días de parajes agrestes y coloridos, les dio por la idea, pero no por la certeza de aclimatarse en ese nuevo mundo. La compasión y el incipiente amor del vasallo por su señora se acrecentaron durante su estancia en Jauja. Ni el viaje por caminos pedregosos ni la infesta de zancudos y otros bichos que encontraban a su paso, mermó el carácter férreo de la señora. Iba en busca de un recuerdo confuso que había invadido su sensatez, y estaba decidida a encontrarlo. Así que aquella mañana soleada de enero, el siervo y su patrona abordaron el coche, que los esperaba en la entrada principal del palacete, y emprendieron el viaje de regreso.
Por momentos, se asomaba por la ventanilla y miraba el paisaje campestre mientras se abanicaba con frenesí, pues el calor era insoportable. Arfan, por curiosidad simple, levantaba la cabeza y contemplaba ciertos paisajes que le recordaban las aldeas de su comarca. De momento, recordó el día que huyeron de Valladolid, llegando primero a Cádiz para después embarcarse hacia Lima, sobornando a la tripulación del Stultifera Navis. Una extraña melancolía se apoderó del hombre y, para ahuyentar ese sentimiento, se dio golpecillos torpes de cabeza contra la ventanilla del coche.
Serían como las tres de la tarde cuando se detuvieron en uno de los pequeños pueblos del camino para descansar y comer algo. En ese caserío, y por vez primera, la mujer y su vasallo contemplaban de cerca llamas, alpacas, vicuñas y guanacos.
—¡Que hermosas bestias! —exclamó la señora, mirando con interés la manada de camélidos que rumiaban la vida.
—Arfan, preguntadle si puedo tocar a los cuadrúpedos —ordenó vivaz, echando un vistazo a la ganadera que pacía a los animales.
El hombre preguntó, pero la pastora no dijo ni sí ni no. De cualquier modo, ella acarició a las alpacas por unos segundos, y su rostro se iluminó. Arfan intentó hacer lo mismo con una de las llamas, pero de sopetón el animal le lanzó un gran escupitajo en la mejilla izquierda. La mujer se carcajeó sin reservas, y le ofreció su pañuelo de seda para que se limpiara el gargajo que hilo a hilo le escurría por la cara. Los dos cocheros, que estaban a orillas del Mantaro, vieron lo que la bestia le había hecho al morisco, lanzando escandalosas y burlescas risotadas, mientras que sus caballos hundían las patas y belfos en el río.
El viaje prosiguió sin contratiempos, a veces, bajo los rayos del sol y, en otras ocasiones, entre el zumbar de las alimañas. Las nubes blanquísimas en cielo azul viraban de un lado a otro y, a la luz del sol vespertino, los pájaros buscaban refugio en las frondosas ramas de los árboles. De noche, el cielo oscuro, pero limpísimo, se revestía de estrellas, y la plácida claridad del plenilunio iluminaba el sendero por donde el Bayo y el Azabache se abrían paso majestuosamente. El siervo encendió un par de lámparas de aceite, y la aristócrata sacó de su bolso una novela que siempre llevaba con ella, La Celestina, devorando con avidez algunos capítulos. Cada vez que la leía, la mujer se adentraba en el mundo de los protagonistas, Calixto y Melibea, como si fuera el suyo propio, y terminaba por quedarse profundamente dormida. Arfan, con la boca medio abierta, roncó casi toda la noche.
Al despuntar el día, unos gritos espantosos y el relinchar de los caballos despertaron a la señora y a su criado. Hacía media hora que los cocheros habían emprendido la marcha y al aproximarse a la barranca de La Estaca habían distinguido una multitud agitada que casi bloqueaba el camino. A pesar del bullicio, se podía escuchar unos gritos ensordecedores provenientes del viñedo.
Al ir avanzando por el sendero, los gritos desaforados de la gente se hicieron más nítidos, llamando la atención de la mujer.
—¡Detened el coche! —ordenó a los conductores.
Enseguida, le pidió a su criado que averiguara que es lo que estaba ocurriendo. Arfan fue a hablar con la turba y regresó de inmediato.
—El capataz de los negros está flagelando a una esclava —dijo el lacayo sin demostrar preocupación—. Dicen que han desaparecido un par de carneros que estaban a su cargo.
—¡Ayudadme a bajar! —le ordenó su patrona que llevaba puesto un hermoso vestido largo de seda negro con incrustaciones minúsculas de piedras preciosas en el cuello redondeado.
—¿Ama, qué hace? ¿A dónde va? —preguntó Arfan, palideciendo súbitamente.
—¡Ya lo veréis! —replicó tajante.
Arfan corrió detrás de ella, porque la mujer, dando largos pasos con sus escarpines de corcho, se dirigía con premura hacia la muchedumbre. Los cocheros se quedaron perplejos en sus asientos, y solo atinaron a seguirlos con la vista. Al ir aproximándose al gentío, el siervo y su ama podían escuchar con mayor claridad los sollozos y los alaridos de dolor de la esclava. El mayoral, que golpeaba con brutalidad a la cautiva, era un hombre blanco de casi dos metros de estatura, corpulento y de mirada fiera. Al flagelar a la criada, al hombre se le desdibujaba en la cara una mueca siniestra. A pesar del alboroto, el diálogo entre el capataz y la sierva se hizo audible.
—¡Yo no fui! ¡Yo no sé! ¡Yo no las robé! —gritaba la esclava, llorando y retorciéndose de dolor con cada latigazo que el hombre le propinaba.
—¡Tú las robaste, negra inmunda, confiesa! —rugía el capataz, enrojecido por la ira.
Sin más, la aristócrata empujó al flagelador con todas sus fuerzas arrebatándole el rebenque de las manos y arrojándolo enfurecida a metros de distancia.
—¡Soltadla ya! —exigió indignada, lanzándole una mirada fulminante.
El hombre se desconcertó y no supo cómo reaccionar ante la aristocrática señora que lo había puesto en ridículo frente a los esclavos. Por miedo a la represalias, el caporal cortó de un solo tajo la soga que tenía maniatada a la esclava, y se marchó huidizo sin articular palabra.
Exhausta por el dolor, la esclava cayó a los pies de la señora, pero ella, tomándola de las manos, la ayudó a levantarse.
—¿Cómo os llamáis? —preguntó ya más sosegada.
—Rahma, mi señora —respondió con voz trémula, bajando la mirada y gimoteando de dolor.
Arfan la ayudó a limpiarse la sangre que le escurría por los brazos mientras la soberana se quitaba la pañoleta y se la colocaba a la negra, cubriéndole la espalda.
—¿Queréis venir conmigo? ¿Tenéis familia? —preguntó compasiva.
La sierva siguió cabizbaja, se apoyó en el brazo de Arfan y le dijo que su padre había muerto hacía unos días, y que no tenía más familiares. La esclava, que era una mujer de unos cincuenta años, de pelo negro, crespo y con unos grandes ojos negros de mirada serena, aceptó ponerse al servicio de la señora, y los tres regresaron en calma al carruaje mientras los labriegos, al unísono, ovacionaban emocionados a la aristócrata. En el coche, las dos mujeres fueron conversando de todo un poco. La esclava le contó que, al poco tiempo de haber llegado de Angola, su madre había muerto agotada por el trabajo y el hambre. Los traficantes de esclavos los habían vendido a los terratenientes del virreinato y, desde entonces, la miseria se había instalado en sus vidas. Su padre había trabajado en los viñedos, y ella se encargaba de las labores domésticas y de apacentar las ovejas. Rahma y su padre comprendieron que habían nacido para prisioneros cuando comprobaron la imposibilidad de cumplir sus sueños de regresar a su tierra natal. Los mares de sudores y las privaciones no los condujeron a ningún lado, ya que su padre, también había muerto de tuberculosis. Aunque la señora se turbó con el relato de la esclava, la escuchó atenta y llegó a convencerse de su honestidad.
A media tarde comenzaba a vislumbrarse la ciudad, y al cabo de diez leguas de camino, la soberana, Arfan y Rahma entraban en Palacio cansados y cubiertos de polvo. La aristócrata ignoraba su suerte. Cuándo volvió a preguntar por su marido, Nuño Balboa no dio explicaciones, pero ella adivinó el peligro. El gobernador se limitó a decirle que su esposo no estaba en Palacio.
—¡Pamplinas! ¡Sólo eso me faltaba! —protestó indignada, golpeando enfurecida con ambas manos la mesa del despacho.
Aquella relativa paz que tenía al llegar se esfumó y, como desquiciada, corrió de un lado a otro de la habitación exigiendo ver a su consorte. No entendía por qué insistían en engañarla. El gobernador salió de la estancia y envió a la Guardia Real para que maniataran y arrestaran a la mujer. Los soldados vinieron armados y prestos a llevársela. Uno de ellos se aproximó amenazante e intentó sujetarla por un brazo.
—¡Granuja! —gritó, mirándolo encolerizada y con ganas de asestarle un bofetón.
Arfan observaba todo y recordó que le debía la vida a su ama, por eso, la había ayudado a fugarse de aquella torre lúgubre donde la habían encerrado en contra de su voluntad. Esta vez también la protegería y escaparían juntos como entonces. Ese era el momento en que le demostraría su fidelidad nuevamente. Así que, apretando los dientes y observando desafiante a los guardias, desenvainó su daga y se interpuso entre ellos. El vasallo meneaba la testuz, como león, tal y como se relataba hacían los moros más valientes.
—¡Soltadla! —les exigió a los soldados.
Con todo, acostumbrado a tirar, uno de los custodios desenfundó su arcabuz y sin más le disparó a quemarropa. Arfan se desplomó en medio de un charco de sangre, como fulminado por un rayo. Rahma, aterrada, trató de incorporarlo y detener la sangre que le salía a borbotones del pecho, pero era demasiado tarde. La soberana, con las manos crispadas y el semblante lívido, lanzó un grito de horror, un aullido de dolor. Aunque pataleó y gritó enfurecida, no se resistió ante la fuerza bruta de los soldados. Los guardias la detuvieron y la encerraron en otra habitación donde permaneció arrestada. Balboa le comunicó personalmente que su barco partía en un par de días para llevarla de regreso a Cádiz, ya que su hijo en verdad la estaría buscando por toda la Península. La señora asintió, pero con la condición de llevarse el cuerpo de su lacayo. Arfan le había confiado alguna vez que si algo le ocurría deseaba ser enterrado en su comarca, el otrora Al-Ándalus. El virrey, en su aparente benevolencia, accedió entregar el cadáver a la mujer, y dispuso que Rahma y otros criados embalsamaran el cuerpo del siervo con resina, ésteres y algunos ácidos aromáticos. Además, les ordenó que los restos del vasallo se recubrieran con mucho incienso para mitigar y desodorizar la putrefacción.
Era media mañana, y hacía un día prodigiosamente soleado en Lima, cuando el virrey ordenó a los soldados que sacaran a la soberana de su encierro y la escoltaran hasta el galeón. Las ruedas del carruaje que los llevó al puerto no dejaron de rechinar todo el camino. Al pasar por el mismo terreno baldío, unos perros carachosos corretearon y ladraron furibundos a la diligencia, y otros comenzaron a lanzar aullidos, como si vaticinasen algo.
Así que a finales de aquel mes de enero de mil quinientos y algo, el Reina Isabel la recibió en sus cavidades para llevarla de regreso al confín de reclusión y desasosiego de donde había osado huir. A lo lejos, flanqueado por numerosos veleros hispanos que parecían piquetes, se extendía el imponente y azulísimo Mar del Sur.
Sin pensar, y abanicándose nerviosa, recordó a sus conspiradores encerrándola en una torre y disputándose su cetro. Su nerviosismo no le permitía distinguir si ese recuerdo en particular procedía de vivencias reales. O si, por el contrario, tenía su causa en su confusa imaginación.
Una vez en cubierta, la dama reparó en el ataúd rústico y ajado donde habían emplazado el cuerpo amortajado de su vasallo. Se acercó al féretro, lo abrió y observó el cadáver con atención, alucinando el rostro enjuto y pálido de su marido. En segundos, el recuerdo que había permanecido agazapado en su razón se esclareció, y a la mujer le vino un mundo de ideas galopantes, y sin forma precisa que se aglomeraron en su imaginación. El Reina Isabel levó anclas y se bamboleó con brusquedad por la fuerte marejada. La soberana se tambaleó, y su abanico fue a dar al entablado. Se inclinó con desinterés para recogerlo, pero al hacerlo, reparó en la pequeñísima inscripción estampada en la prenda: Mea regina in omne tempus. Y recordó que el abanico de encaje negro con lentejuelas de color carmesí que sostenía en su mano derecha era un regalo que su marido le había traído de uno de sus frecuentes viajes a Flandes. Su rostro adquirió una mueca de aflicción, ya que también evocó su vida matrimonial que había sido un largo desvarío. Lo quería mucho, sin embargo, la duda de no saber si él la había amado como ella lo quiso volvió con insistencia a su mente aclarada. Sus divagaciones mortuorias le hicieron comprender que su esposo había fallecido hacía ya varios años atrás, y revivió esos días febriles cuando, a pesar de todo, veló y escoltó el cadáver de Felipe por numerosas comarcas de su reino. La soberana se dejó caer en un taburete de caoba oscuro y se ensimismó en sus recuerdos dilucidados. Con la mirada perdida en el infinito, pues al parecer había caído en un profundo estado catatónico, no advirtió que el barco ya había zarpado ni que la bandada bulliciosa de pelicanos y gaviotas desaparecía lentamente en lontananza. Su rostro reflejaba un rictus de melancolía, y un profuso llanto se apoderó de ella. Rahma se acercó a su patrona, y procuró sin resultado acicalarle las mejillas y enjugar las copiosas lágrimas furtivas que rodaban por el marchitado rostro de la reina.
—No llore, mi niña Juana, no llore —atinó a decir compasiva la esclava.
La soberana había palidecido aún más y un extraño ruido gutural procedía de su garganta. Se levantó y se alejó de la criada unos metros, arrastrando los pies como si pesaran como planchas de plomo, y por poco tropieza con un grumete que fregaba la cubierta en estribor. Su pañoleta se le había deslizado hacia atrás y llevaba al aire libre la abundante cabellera rojiza. Se apoyó en un alzapié, y ágilmente se encaramó sobre la borda del navío. Antes que Rahma y el marinero pudieran hacer o decir algo, la reina arrojó con rabia su abanico al mar, lanzándose al vacío con los brazos abiertos y cerrando los ojos con fuerza. Una gacela no hubiera sido más rápida. Su mantilla y uno de sus escarpines salieron despedidos por los aires. Entre la ruidosa marejada se logró escuchar un estridente golpe de agua y los siete toques cortos y uno largo de la campana general de alarma, que el grumete había empezado a tañer. Un olor putrefacto y a sargazos emponzoñó la embarcación…
Ingamike28 de junio de 2015

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