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Charlotte

I

La mañana del 6 de enero de 1998, cuando el firmamento estalló y se rompió sobre la ciudad de Charlotte, murieron millones de personas, y sólo unas pocas sobrevivieron, la mayoría malheridas y todas, sin excepción, marcadas para siempre.
A los campesinos de las inmediaciones les hubiera resultado difícil prever el fenómeno; claro, en Charlotte no llovía desde el otoño del 86, y nada indicaba que fueran a cambiar los planes de Dios para la tierra. Gran parte del negocio se hubiera ido al traste de no haber sido por los modernos sistemas de riego que se habían impuesto a finales de los 80, que estaban sacando las plantaciones adelante casi con tan excelentes resultados que si hubieran sido regadas con lluvia natural.
Tampoco la estación meteorológica Clive & Dawn al Este de Carolina del Norte se había dado cuenta de los cambios atmosféricos que estaban ocurriendo hasta que el desastre estuvo encima. Fue casi como si un fantasma gigante hubiera aparecido y desaparecido sobre la ciudad sin previo aviso, dejando tras de sí un alarmante rastro de muerte y destrucción masivos. Lo más asombroso fue la rapidez con la que el clima cambió. A las once de la mañana, el día no podía aparentar más espléndido. Cierto que hacía bastante frío, y que este, sumado a la humedad transportada por el viento desde el Atlántico, había helado calzadas y aceras, pero todo eso entraba dentro de lo normal para esas fechas. Antes de la época de las sequías nevaba con frecuencia en la zona pero, desde 1986, lo más cercano que se podía experimentar a las circunstancias propias de una nevada era precisamente eso, pegarte el resbalón al poner el pie sobre la acera saliendo de casa. Además, no se divisaba ni una sola nube, ni por encima de los grandes edificios del centro de la ciudad, ni a lo lejos, en el horizonte cerúleo. Lo último que se les habría pasado por la cabeza a los habitantes de Charlotte aquella mañana al salir de casa era coger un paraguas.
Fue una hora más tarde, sobre las doce del mediodía cuando, siendo ya demasiado tarde para evacuar a una ciudad entera, el cielo vomitó sus precipitaciones. No hubo ni una sola nube en el acto. Tan sólo toneladas de agua cayendo inexplicablemente cual si millones de piscinas olímpicas fueran vaciadas de golpe y porrazo contra la superficie del suelo. Todo aquel que se encontraba en la calle murió al instante, aplastado y ahogado por la violencia de las lluvias. Sólo se salvaron quienes por fortuna estaban en las plantas bajas y en los primeros pisos de los edificios más altos. El resto quedó sepultado durante hora y media bajo la extraña tormenta. Edificios se desplomaron provocando el caos, las calles se inundaron formando ríos que lo arrollaban todo a su paso; vehículos, personas, la mayoría de ellas ya muertas. Quienes pugnaban por aferrarse a la vida de algún modo gritaban hasta desgarrarse la garganta, y a pesar de ello nada lograba superponerse al terrible estruendo que despuntaba de extremo a extremo de la ciudad. Casi nadie sobrevivió, y quienes sí lo hicieron lamentarían no haber muerto aquel día.


II

El músico era de Europa del Este, ruso probablemente. Su ropa estaba formada por harapos unidos a trozos de periódico, material del que también estaba hecho su deprimente calzado. Un viejo sombrero sobre la acera aguardaba paciente a que la canción terminase con la esperanza de recibir algunas monedas. El sonido del acordeón se enroscaba alrededor de la gente, elevándose en el aire frío invernal. Los oyentes estaban envueltos en reconfortantes abrigos de paño negro, aunque la suave brisa que se levantaba del mar y que cruzaba la costa en dirección a la ciudad era capaz de helar muchas narices y orejas.
De todos modos no se paraba mucha gente a escuchar. La mayoría tenía demasiadas cosas en que pensar o que hacer como para perder el tiempo con un zarrapastroso de tres al cuarto. Y de esos estaban las calles del centro infestadas. Sobre todo de extranjeros.
Colin Woolf no comprendía por qué los pobres desgraciados se venían a estas tierras, si luego se encontraban en semejantes circunstancias. Seguro que más de uno se arrepentía de no haberse quedado en su país. No es que Colin tuviera nada en contra de los polacos o los rusos; por él podían ir donde quisieran, pero la verdad es que le daban lástima. Conocía a una chica de Polonia que trabajaba en el Starbucks de debajo de su casa. Seguramente se alojaba en el barrio, en un piso de mala muerte alquilado junto con un tropel de inmigrantes más, en ínfimas condiciones de espacio e higiene. Colin bajaba a menudo por las mañanas a tomarse un café con leche y tostadas y siempre había visto, sin excepción, la profunda tristeza que emanaba del bello rostro de la chica. En más de una ocasión había reprimido las ganas de ponerle una mano en el hombro, pedirle que se sentara, invitarle a un chocolate con churros y decirle: “Cariño, soy todo oídos. Desahógate”. No sabía por qué, pero Colin Woolf tenía la sensación de que se hubiera molestado.
Quizá por eso cada vez que veía a un músico polaco vagabundeando por las calles del centro de Charlotte procuraba llevar algo de calderilla en los bolsillos. Colin no era la clase de persona que, apareciendo imágenes de niños tercermundistas durante las noticias de las tres, dejaba de comer, pero sí procuraba ser consciente del sufrimiento de estas personas. Tenía claro que no iba a cambiar el mundo, pero si dándole unas monedas al vagabundo de turno, este podía comprarse un bocadillo y llenar el buche, algo era algo.
Colin solía pensar en ello al menos media hora al día, durante el rato del bocata. Era casi inevitable, pues el ventanal que tenía frente a la mesa de su despacho tenía vistas al Corte Inglés, en cuyas puertas se apostaban de tres a cuatro inmigrantes pidiendo limosna a cambio de manifestar algún talento. Había una pareja (al parecer holandesa) de malabaristas que hacían bailotear unos cuantos bolos en el aire de lado a lado de la calle, con los transeúntes de por medio, pero sólo se acercaban por allí los fines de semana. Los niños se quedaban embobados, con el cuello retorcido hacia el cielo, mientras sus padres tiraban de las mangas de sus jerséis para alejarlos de allí cuanto antes. Los días de diario solía estar una mujer mayor –que vendía pescado sentada en el suelo sobre una pila de mantas viejas y que aceptaba a veces tabaco en lugar de dinero– y el músico ruso del acordeón. Este último era el más constante. Tocaba a las puertas del Corte Inglés desde la mañana hasta bien entrada la noche, de lunes a domingo. A las nueve de la mañana el movimiento de sus manos era enérgico y su música alegre, pero a lo largo del día iba perdiendo fuelle y a las once de la noche parecía un muñeco bailarín al que se le hubieran agotado las pilas. Por último recogía sus cuatro bártulos con dolorosa lentitud y se recostaba en el suelo envuelto en cajas de cartón y papel de periódico. A la mañana siguiente volvía a empezar. Cada pocos días había reunido suficiente calderilla como para entrar en el supermercado y salir con una barra de pan, una botella de agua mineral y una bolsa de patatas fritas. Entonces se sentaba en su rincón, saboreaba hasta el último bocado y se echaba una siesta. Luego volvía a aporrear su acordeón hasta desangrarse las manos.
Colin, que observaba la escena a diario desde su cómodo sillón acolchado, se alegraba de tener un puesto de trabajo, una casa casi pagada y todas sus necesidades cubiertas. No le sobraba de nada, pero tampoco podía quejarse.
Acabó el informe que estaba redactando en el ordenador, lo imprimió y abandonó su despacho. Tras recorrer unos cuantos pasillos hizo una pequeña parada, intercambió unas cuantas palabras sobre el partido del miércoles con Alfred Paterson, que ocupaba un puesto en Contabilidad, dobló dos pasillos más y atravesó una puerta.
–El informe de este mes –dijo.
Un hombre corpulento y de mirada ausente, más concentrado en su caja de donuts que en la pila de trabajo que tenía sobre la mesa, le respondió.
–Gracias.
Colin se limitó a entregárselo sin añadir nada. Después salió al pasillo.
Consultó su reloj. Era la hora.
Volvió a su despacho, abrió un cajón de la mesa, tomó diez dólares en monedas sueltas y se las guardó en el bolsillo. De camino a la escalera se fijó en las piernas de Martha, la recepcionista. Llevaba una falda bastante corta, a diferencia de la indumentaria que solía llevar. Eran bonitas, pensó Colin. Se preguntó por qué le daría vergüenza enseñarlas, y qué o quién la habría motivado a hacerlo ese día. Ella le sonrió al pasar.
Colin salió a la concurrida calle y se abrió camino hacia el hombre que tocaba el acordeón.


III

Estaba resultando una mañana dura. Nikolái Goncharov tenía sesenta y tres años y ya no estaba para esos chanchullos. Le dolían los huesos casi a todas horas y sobre todo la espalda, que estaba empezando a encorvársele.
Además, se había vuelto invisible.
La gente lo tenía ya muy visto (y oído). De los transeúntes que pasaban por allí, la mayoría lo hacían todos los días, por que era el camino que les llevaba al trabajo, o bien por que aquella era una de las arterias principales de Charlotte. A consecuencia de ello, ya casi nadie se paraba. Era difícil llamar la atención, y más cuando ya había agotado su repertorio hacía semanas. Para la gente, debía de ser como la mosca de la que no se puede uno librar; acaba acostumbrándose a su revolotear y llega un momento en que aprende a no hacerle caso.
No obstante, aún quedaban días clementes en que lograba reunir a diez o doce personas a su alrededor mientras tocaba un blues de los buenos. También era cuando peor se encontraba. Se ponía muy nervioso y en ocasiones notaba que no podía contener un poco de orina. No; ya no estaba para esos trotes. Pero, ¿qué remedio le quedaba? Era demasiado mayor para aprender un oficio y casi no sabía inglés. Lo justo para defenderse, y mal.
Cuando tocó las últimas notas un aplauso un poco vago salió de las palmas de los cuatro gatos que se habían detenido a escucharle.
–Grrracias, grrracias –dijo, saludando e intentando recuperar el fuelle.
Algunos se llevaron la mano al bolsillo y echaron un par de monedas de poco valor en el sombrero de fieltro negro. El músico volvió a dar las gracias, mientras recogía el sombrero y extendía el brazo para que las otras personas se animaran, pero nadie más sucumbió a la compasión. Salvo alguien.
Colin apareció entre el gentío y fue directo a saludar al hombre. Este, cuyos últimos ingresos venían básicamente de Colin, levantó los brazos sin disimular la alegría que le entró en el cuerpo.
–¡Amigo!
–Eh, Nikolái, ¿cómo está? –dijo Colin, mientras le echaba cinco monedas de dólar en el sombrero. El hombre miraba el dinero con entusiasmo, sin acabar de creerse que pudiera existir alguien tan generoso en el mundo.
–Trrrabajo durrro, amigo –dijo exhasperado–. Muy durrro.
–Comprendo. Oiga, si quiere comer algo decente, salgo dentro de un par de horas. Le llevaré a un restaurante. ¿De acuerdo?
A Nikolái se le llenaron los ojos de lágrimas. Sonreía como sonríen los viejos; con los músculos de la cara detenidos en el tiempo. No dejaba de repetir la palabra “amigo”. Pero su expresión cambió.
Fue cuando el sonido invadió el firmamento y un profuso temblor en la tierra dividió Charlotte en dos.


IV

Todo el mundo cayó al suelo. Una enorme brecha había aparecido en medio de Charlotte, inclinando las dos partes resultantes de la ciudad ligeramente hacia esta como si de un eje se tratara. Algunos edificios habían sonado como cuando se le parte la columna a alguien. Los primeros gritos de horror puro se mezclaron con el crepitante y creciente estruendo que flotaba sobre la ciudad. Una mujer, intentando correr hacia algún lado, cayó, soltando las bolsas de la compra y desparramando un montón de mandarinas y verduras por el suelo, y se rompió el cuello contra un bordillo.


V

Colin logró mantener el equilibrio a duras penas. La calle peatonal se había convertido en un alboroto de gritos y piernas que se alzaban hacia el cielo y pataleaban en un intento de sus dueños por no ser engullidos por la brecha. Algunos se deslizaron y cayeron dentro, para el horror de quienes lo vieron. La hendidura, en forma de zigzag, se abría camino sobre la acera y afloraba como lo haría la rasgadura de un trozo de cartón muy fibroso. Colin se vio muy consciente del dolor que de seguro había representado para el anciano músico el haber perdido pie y golpearse los antebrazos contra el suelo.
–¡Nikolái! –Se apresuró a levantarlo. El hombre tenía la cara que no cabía en sí misma del susto–. ¿Está bien?
Nikolái dijo que sí con la cabeza, muy deprisa, sin dejar de mirar al cielo.
–¡Señorrrr! ¡Señorrrrr! –decía.
Un espectáculo sobrecogedor se manifestaba sobre Charlotte, por encima de los edificios más altos. Una sombra gigantesca y transparente se había instalado allá arriba y no parecía tener intenciones de marcharse. Pesaba, y ejercía presión invisible sobre la superficie del suelo. Relámpagos relucían y se arrastraban alrededor de la cosa, que en ocasiones se dejaba entrever como por una descarga eléctrica y volvía a desaparecer a la vista. Y el aspecto de lo que dejaban entrever esos relámpagos entre destello y destello era el de una máquina de tamaño descomunal y de superficie plateada, semejante a una placa de acero de gran espesor, recubierta de cientos de millones de circuitos y luces palpitantes.
La gente espantada y con los rostros desencajados observaba sin atreverse a hacer ningún movimiento. Dios mío, ¿qué era aquello?
Lo primero que se escuchó fue un repentino silencio, del que emergió casi imperceptiblemente un molesto pitido.
Después todo acabó.

Ittai Manero, 9 de mayo de 2009
Ittai09 de mayo de 2009

8 Comentarios

  • Diesel

    Bioen redactado.Es una especdie de cr?nica literaria, un relato de ci9encia ficci?n lleno de detalles naturalistas. Redactas bien Ittai y sigue escribiendo porque tienes gran talento...

    09/05/09 10:05

  • Ittai

    Gracias, Diesel...
    En especial por haber tenido la paciencia de leer este tocho...
    Si querias ver como escribia podr?as haber empezado por uno de los cortitos!
    Me alegra que te haya gustado :-D
    Saludos!

    09/05/09 11:05

  • Wersi

    Hola Ittai, he leido este relato y no me extra?a que te dieran esos premios en la Facultat de Ci?ncies Jur?diques de la Universitat Rovira i Virgili de Tarragona, que por cierto, yo vivo en Tarragona.
    Encantada de leer a un paisano.

    Un saludo y nos seguimos leyendo.

    09/05/09 11:05

  • Ittai

    Wow, Wersi, en serio vives en Tarragona?
    Qu? peque?illo es el mundo!
    Por cierto, gracias por empezar a leer este relato, pero sobre todo por aguantar hasta el final. Me alegra que te haya gustado.
    Como tu misma dices, nos seguimos leyendo, paisana.
    Un saludo :-)

    10/05/09 12:05

  • Leonora

    ITTAI,me ha encantado tu manera de redatar,
    eres muy bueno.Te felicito
    un saludo.

    11/05/09 10:05

  • Ittai

    Gracias, Leonora! Encantado de encontrarte por aqu?, no te habia visto antes! Me alegro de que te haya gustado.
    Un saludo! :-)

    11/05/09 11:05

  • Danae

    Avezada redacci?n, se nota tu costumbre de escribir ... y en cuanto al fondo, engancha tu historia, ciencia ficci?n no exenta de notas intimistas y descripciones plenas de detalle ... Una buena narraci?n de un sobrevenido y sorpresivo caos que engulle de repente el acontecer diario de humanos personajes convenientemente retratados. Felicidades, Ittai, y un abrazo ...

    11/05/09 12:05

  • Ittai

    Muchas gracias, Danae! Reconozco que a veces plantarse delante de un relato as? m?s larguillo de lo habitual me dar?a pereza hasta a m?, por eso agradezco tanto que te hayas tomado la molestia, no solo de leerme, sino de escribirme estos comentarios que me pones, que me encantan. Se nota que has le?do este relato porque te apetec?a, y no porque nadie te haya obligao xD
    Pues eso, mil gracias!
    Un abrazote :-)

    11/05/09 10:05

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