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El Secreto de Lissette

Había contemplado aquel cuadro un montón de veces y nunca se cansaba de hacerlo. Ven, acércate, le insinuaba la hermosa dama que en él aparecía, muy sugerente con sus mejillas sonrojadas y su azul vestidura de terciopelo. Si su atractivo se debía a su penetrante mirada o a su radiante y enigmática sonrisa, Daniel Zaragoza no habría sabido decirlo.
–Y bien. ¿En cuánto dice usted que está valorada esta pintura?
Daniel era un hombre inquieto, inseguro e intranquilo, y a sus cuarenta y tantos estaba más calvo que una rana. Vestía de cualquier forma, haciendo que aparentara mucho mayor, pero nadie se había atrevido nunca a decírselo, por temor a herirle –nadie salvo su esposa, habría que decir–. Lo cierto es que tampoco contaba con muchos amigos.
Daniel estaba tan nervioso como la primera vez que intentó vender una obra de arte. Tragó saliva una vez más antes de responder al hombre gordo que estaba a su lado.
–Sí –empezó–, posiblemente se trata de una de las mejores pinturas de Christine Lissette. Con el tiempo será muy valiosa. Por ahora no lo es mucho. Cuatrocientos euros, no más. Lo cual es bastante, teniendo en cuenta su escasa antigüedad –añadió. Le temblaba la voz, como casi siempre que hablaba. Eso provocaba que la mayoría de las personas no lo tomasen en serio. Pero Daniel vivía en una burbuja y no solía darse cuenta. Nunca comprendía el porqué de sus constantes fracasos.
–Ahá –asintió el improbable comprador, y anotó la cifra en uno de esos modernos ordenadores de bolsillo–. Entonces piensa que puede llegar a revalorizarse en grandes cantidades de dinero… –Lo dijo, pero por el tono de la voz no parecía muy convencido.
Y recuerde que a la mayoría de los clientes lo bonita que sea una pintura les importa más o menos lo mismo que la salud del Papa de Roma. Únicamente desean comprar “cosas” que con el tiempo les llenen los bolsillos sin el menor de los esfuerzos, resonaba en su mente una y otra vez la voz estridente de aquel tipo que aparecía en su colección de videos Aprenda a asesorar la compra-venta de Bienes Tangibles de Valor Artístico, que había adquirido por catálogo, con la esperanza de salir de ese agujero negro económico en el que parecía haberse convertido su vida los últimos diez años. El individuo de las cintas, que por cierto era bastante feo, aseguraba ser el presidente de la multinacional americana Art & Actions, y el inversor y accionista más feliz de todo el planeta. Y, qué narices, parecía puñeteramente feliz. Ese tipo sería capaz de vender cualquier cosa, pensaba Daniel. Y no tardó en darse cuenta de que él, en lo que se refiere a la capacidad de inducción y persuasión, no se le parecía en absoluto.
Una agencia inmobiliaria había adquirido la rancia mansión de la desdeñada pintora Christine Lissette hacía un par de meses. Lissette había fallecido de cáncer de pulmón a los setenta y seis años, triste y abandonada en su lecho de muerte. Lo único que dejó en el testamento a sus ingratos hijos fue una casa inmensamente grande, destartalada, vieja y polvorienta, llena de gatos y una enorme colección de cuadros que jamás consiguió vender. Sus cinco hijos pensaron que a nadie le interesaría el estúpido arte de una anciana loca fallecida, y ni siquiera pretendieron quedarse con la casa. De modo que la vendieron por dos duros, como aquel que dice, al primer postor.
El dueño de InmoLuz Quintana, la inmobiliaria que la adquirió, era el cuñado de Daniel. Así que al enterarse del curso que este estaba realizando pensó: qué narices, aquí puedo sacar tajada. Y convirtió la vieja vivienda en una especie de exposición artística temporal y en el primer empleo de Daniel como asesor de inversiones.
El caso es que hasta ahora no había conseguido vender ni un solo cuadro, cosa que no comprendía, porque a él le parecían bastante interesantes. En concreto, sentía que aquel que tenía en ese momento delante poseía un no sé qué que le hacía especial.
–Bueno, pues –dijo por fin el hombre, vacilante, secándose el sudor de la frente con un pañuelo que se sacó del bolsillo del pantalón– creo que lo consultaré primeramente con mi esposa, si no le importa.
Daniel se encogió de hombros rápidamente, como queriendo restarle importancia al asunto.
–Claro. Como usted vea –asintió, más decepcionado consigo mismo que por otra cosa. Se quedó mirando al hombre obeso mientras bajaba las escaleras y salía con dificultad por la puerta que daba a la calle. Casi era hipnotizante el movimiento de las carnes apretadas bajo su insuficiente traje. Luego devolvió la vista hacia aquella linda muchacha de insondables ojos castaños y hermosos rizos dorados cayéndole sobre los hombros. Desde luego, había algo mágico en ella. Algo tan sumamente insólito que no era capaz de definir, ni siquiera en su mente. Como un hermoso sueño que se desvanece cuando despiertas y que se te resbala entre los dedos cuando intentas atraparlo, por que sencillamente no puedes. Fuera lo que fuese fluía a través del cuadro e imbuía a Daniel, dejándolo ensimismado. Le atraía, como una fuerza poderosa. Ven, acércate, Daniel, oía en su cabeza.
No entendía por qué nadie quería esos cuadros. A él le hubiera encantado despertarse por la mañana y encontrarse cara a cara con semejante belleza, por ejemplo.
Uno de aquellos estúpidos felinos maulló a sus pies, dándole un susto de muerte, despertándole de aquella ilusión. Después ronroneó restregándole el lomo contra la pierna. Daniel estornudó. Tenía alergia a los gatos. Les odiaba con toda su alma.
–¿Cómo van esas ventas? –le interrogó malhumorada su mujer, mientras se secaba las manos con un trapo, cuando llegó a casa aquella noche. Él se limitó a dejarse caer en el sofá y resoplar–. Eres un fracaso, Daniel. Siempre lo has sido y siempre lo serás.
Toni, su hijo de cuatro años, se le acercó tambaleándose con varias ceras de colores en la mano y un papel. Llevaba toda la ropa pintorreada.
–Hola, coleguilla –dijo Daniel, sentándolo en su regazo–. ¿Qué es esto? ¿Para mí? –El niño asintió, con una sonrisa maliciosa en el rostro. Daniel no tardó en comprenderlo. En el dibujo que el crío había pintado aparecía un dragón que echaba humo por los agujeros de la nariz y que se estaba comiendo a un pobre hombre. Unas desproporcionadas y deformes letras junto con una flecha indicativa explicaban que el monigote en cuestión era “papá”. El chiquillo se bajó de sus piernas de un brinco y se fue corriendo a su habitación, haciendo los ruidos y gestos de un avión imaginario.
Daniel se levantó y se estiró las arrugas de los pantalones.
–Marta, cielo. ¿Has visto las cosas que dibuja ese crío?
Le mostró la hoja de papel a su mujer, que le echó una vaga ojeada.
–Si pasaras más tiempo con él puede que te tuviera más aprecio. Eres un fracaso de padre, Daniel. Un fracaso –concluyó. Y le dio una vuelta a la carne en la sartén. Algunas chispillas saltaron del aceite y una en concreto fue a parar al brazo de la mujer, que se quejó con un “¡ah!” prácticamente inaudible. Eres un fracaso, Daniel, repitió él mentalmente con una vocecilla imitadora. Ya estaba empezando a cansarse de aquella retahíla. Puede que fuera un auténtico desastre, pero al menos se esforzaba. Algo que, como siempre, nadie sabía ver. Otro dibujo de Toni, pegado en la puerta de la nevera con algunos imanes en forma de animales, mostraba a una mujer “guapa” rodeada de corazones rojos, con la aclaración escrita que había hecho el niño de que ella era “mamá”.
Aquella noche Daniel Zaragoza soñó que era un dragón gigantesco y humeante que se zampaba indiscriminadamente a todas las personas que lo habían tratado mal a lo largo de su vida. Empezando por su esposa, Marta. No fue un sueño desagradable.
A la mañana siguiente se despertó fresco como una lechuga. Pocas veces se había sentido tan maravillosamente bien. De hecho, tenía la sensación de que ese día iba a vender, por lo menos, un cuadro de Christine Lissette. Y así se lo prometió a sí mismo. Se levantó temprano y se metió en la ducha con la radio puesta, los Beatles haciendo sonar su Help! a través de los maltrechos altavoces. Luego se puso su mejor traje, se repeinó el escaso pelo ondulado que le crecía desde detrás de las orejas hacia el cogote, se limpió los cristales de las gafas a conciencia y también los zapatos, y se roció con una colonia cualquiera del armarito del baño, (aunque, eso sí, se aseguró de que fuera de caballero). Cogió su portafolio y salió por la puerta, dispuesto a comerse el mundo.
Una vez en la mansión, y viendo que era aún muy pronto para abrir al público, decidió darle un repasito al lugar, para una mejor presencia. Lo cierto es que estaba todo bastante sucio, no se explicaba cómo no se había dado cuenta antes. Aunque bien mirado era comprensible, con tanto gato merodeando por allí. Se quitó la americana, se remangó la camisa y se puso manos a la obra. Eso de limpiar nunca había sido lo suyo, pero se sorprendió de lo sencillo y fácil que le resultó. Cuando terminó, parecía que se encontraba en otra casa distinta.
–Maooo –soltó uno de los felinos.
–Se acabó.
Daniel cogió la escoba por el palo y, entre estornudo y estornudo, echó a cada uno de los negros gatos fuera de la casa. Sí, no le cabía duda, tenía un buen día, como no lo había tenido desde hacía años. De repente y sin previo aviso sintió que se estaba transformando en una persona renovada, en un Daniel Zaragoza diferente y mejorado. Le encantaba esa sensación, y deseó con todas sus fuerzas que no fuera sólo transitoria.
–Por favor, adelante, pasen, pasen. Siéntanse con toda la libertad –saludó con mucha gracia y una sonrisa amable a un matrimonio de edad avanzada que se asomó.
–Sí –dijo el hombre, que llevaba un riguroso mostacho manchado por las canas, con un marcado acento francés–, tenemos algo de dinero para dicho fin y queríamos invertirlo en alguna obra de arte interesante. Estamos dispuestos a pagar lo que haga falta, si por ello merece la pena. –Y miró a su mujer, que asintió con la cabeza en conformidad, como si hubieran estado hablando de ello largo tiempo antes de haberlo decidido.
Al oír la última frase, Daniel tuvo que hacer un gran esfuerzo por contener la emoción que le acababa de entrar en el cuerpo. Intenta parecer profesional, intenta parecer profesional, recitaba para sí.
–Comprendo. Han venido ustedes al lugar adecuado –expresó con un cuidado ademán, señalando el entorno. Aquella gente parecía interesada, y no quería desaprovechar una oportunidad tan magnífica. Tenía una corazonada–. Síganme, si son tan amables –añadió cortés.
Con las dos manos entrelazadas detrás de la espalda –como solía hacer el presidente de Art & Actions en los vídeos– Daniel les dirigió a la primera de las pinturas. Se encontraba allí, en la planta baja, unos metros antes de llegar a la ornamentada escalera. Como todas las demás, estaba enmarcada con un dudoso sentido del gusto, según opinaba él, pero nadie parecía reparar en ello tanto como en el valor en potencia de la obra. En cambio aquellos clientes (Daniel estaba convencido de que iban a serlo) parecían poseer además ciertas nociones artísticas.
–¡Oh! –soltó la mujer, de piel blanquísima, delgada y que vestía de negro. Se parecía un poco a un espárrago de luto, si lo pensabas bien. Los dos eran franceses, al parecer–. ¡Es bellísimo! ¡Hermoso! –Desde el otro lado del cuadro les sonreía un niño pequeño, despeinado, descalzo y sucio, que a pesar de sus harapos y de su extrema pobreza les ofrecía un bocado de la manzana que estaba comiendo. Inocencia, explicaba el título, iluminado con una lamparita sobre el marco. El hombre también parecía satisfecho, y Daniel Zaragoza no podía creérselo. Se pellizcó la mejilla para comprobar que no estaba soñando, aprovechando que el anciano matrimonio se encontraba de espaldas a él y de cara al óleo.
–Hacen bien en asombrarse –declaró, manejando la voz como si después de toda una vida dándole uso hubiera descubierto la manera cómoda de hacerlo. Ya no le temblaba en absoluto; ahora era suave y profunda–. Éste es, sin duda, uno de los más conmovedores de Christine Lissette. Uno de mis favoritos, ya lo creo.
De pronto encontró al hombre y la mujer algo perturbados, pero no era capaz de imaginar el motivo. Se miraban, inquietos. El hombre se dirigió a Daniel y, después de toser y pensárselo un par de veces, dijo:
–Disculpe si voy a decir algo que no es muy considerado. No quisiera meterme en terreno resbaloso, pero… –hizo una pausa aquí, como buscando las palabras adecuadas antes de seguir hablando–. Tenemos entendido que la señora Lissette no estaba… –Hizo un gesto con el dedo índice, llevándoselo a la sien y moviéndolo en pequeños círculos– ya sabe, muy bien de aquí arriba. –Miraba a un lado y a otro mientras hablaba, casi en susurros, como si temiese que alguien más pudiese estar escuchando.
–Sí –añadió su mujer, en voz tan baja que Daniel tuvo que hacer un esfuerzo por entender lo que dijo–, corren rumores de que siempre estaba diciendo cosas extrañas. Cosas de locos, ¿comprende?
En otras circunstancias seguramente Daniel Zaragoza se hubiera echado a reír, pero la mirada tan seria que aquel matrimonio le estaba poniendo encima le hizo reprimirse. Intentó conservar la naturalidad.
–Sí, han sido esa clase de rumores los que han hecho que Christine Lissette se convirtiera en una artista tan incomprendida –explicó, aunque era la primera vez que oía todo aquello–. Sin embargo, como pueden ustedes comprobar, sus obras son maravillosas, expresivas, llenas de gracia y de vida. Créanme, no merece la pena prestar atención a todas esas habladurías. A los grandes de verdad siempre se les ha malmirado.
Continuaron la visita, los ancianos mucho más calmados y por la labor, y Daniel sorprendido y preguntándose de dónde habían salido aquellas nuevas habilidades suyas, que desde luego eran muy bien recibidas. Pensó que quizá, después de todo, la existencia de un Dios benévolo no fuera tan disparatada. Nunca había sido muy aficionado a creer, en vista de su desgraciada vida. Pero su suerte estaba cambiando.
El matrimonio se llevó una muy buena impresión de todas las pinturas, pero la de la hermosa y joven dama –de mirada penetrante y risueña, mejillas del color de dos manzanas carmesí, bucles dorados y suave vestido azul– fue la que se llevó la palma. Esa mujer tenía algo. Era sumamente atractiva, pero había algo más. Algo que no podía explicarse con simples palabras, algo que venía del cuadro en sí. Los ancianos estuvieron de acuerdo. Más que eso. No podían apartar la mirada de la joven, igual que le ocurría a Daniel cada vez que la contemplaba, en toda su radiante belleza. Su estilizada figura, su eterno encanto. Inmóvil en el tiempo.
–Oh, Dios mío –consiguió articular el hombre.
–Es tan… tan… –empezó la mujer.
–Es bonita, ¿verdad? –dijo Daniel, complacido al verles tan entusiasmados. Y no es que fuera un gran entendido en el mundo del arte, pero de alguna manera sentía que esa agradable sensación de bienestar fluía a través del óleo, e impregnaba a todo el que sabía observarlo de verdad, con sinceridad, y no como toda esa gente que únicamente pretendía llenar sus bolsillos. Si eras lo suficientemente humilde, eras capaz de percibirlo. El hombre y la mujer franceses apartaron la mirada, como si hubieran estado observando algo tan espléndido y poderoso como el Sol y se hubieran encandilado. Él miró a Daniel en busca de una explicación, pero este se limitó a encogerse de hombros. No hay ninguna explicación, decía aquel gesto.
Prometieron volver al día siguiente con un talonario. Querían comprar la pintura.
Aquella noche Daniel Zaragoza estaba en la cama, en calzoncillos, esperando a su mujer. Ella se estaba dando una ducha caliente.
Daniel se sorprendió a sí mismo reflexionando sobre lo que había sido su vida desde que se casó con ella. Al principio eran felices, sí. Por entonces ella estaba mucho más delgada y él tenía bastante más cantidad de pelo en la cabeza. Tenía un empleo humilde, pero con eso podían vivir bien. Tenían lo necesario, y además se amaban. ¿Qué más podía pedirse? Vivían en aquel pisito tan minúsculo en el que la lavadora estaba en el mismo cuarto de baño, enfrente del váter, y se daban con las rodillas cuando tenían que hacer sus necesidades. Era incómodo, sí, pero eran felices.
Las cosas estaban cambiando desde hacía unos años. Vino el niño, a una edad en la que ya no lo esperaban. Tuvieron que cambiar de vivienda, por que la que tenían era demasiado pequeña para una familia que iba a crecer en un miembro más. Aquello generó mal humor, discusiones, conflictos internos… y sobre todo problemas económicos. Fue a partir de entonces cuando Marta empezó a recitar su desconsiderada letanía, eres un fracaso, Daniel.
Un fracaso.
Daniel dejó de escuchar el sonido del agua al correr por el desagüe; fue sustituido al poco por el del potente secador del pelo. Un rato después apareció su mujer por la puerta de la habitación, tapando su desnudez con un albornoz de color malva, y caminó descalza hasta el armario empotrado. Se quitó el albornoz, abrió un cajón y sacó un pijama. Se lo puso. Daniel la observó todo ese tiempo, en silencio. Luego dijo:
–Hoy he vendido una pintura. A un matrimonio mayor. Eran muy simpáticos.
Marta permaneció callada, mirando al suelo, mientras se aplicaba una crema blanca y lechosa por la cara y las manos. Luego sacó el colchón de los invitados de debajo de la cama de matrimonio. Lo colocó allí, en el suelo, entre la cama y el armario. Rebuscó entre los cajones, sacó unas sábanas y las ajustó en el colchón.
–Me alegro por ti.
Eso fue lo único que dijo. No parecía que se estuviera alegrando. Abrió la sábana, se deslizó hacia dentro. Y sin una sola explicación, apagó la luz y se durmió.
En veintidós años de casados nunca habían dormido en camas separadas. Daniel se sintió triste, solo y muy desgraciado. Y allí, en la oscuridad, se preguntó a dónde se habían marchado sus felices vidas.
Por la mañana, Daniel no madrugó. Se despertó sobresaltado; había tenido una pesadilla, aunque la verdad es que no la recordaba. Se frotó los ojos con insistencia y miró a su alrededor. Su mujer no estaba. Comprobó el reloj de la mesilla: las diez menos cinco. Supuso que habría ido a llevar al niño al colegio y se habría quedado a tomar un café por ahí con las amigas. Se la imaginaba hablándoles constantemente sobre lo patético que era su marido.
Daniel estaba muy cansado de aquella vida que llevaban. Era una vida sin amor, ni alegrías de ningún tipo. Y a cada segundo que pasaba, tenía la sensación de que todo se volvía muchísimo más irreparable.
Lo único que deseaba era poder desaparecer, sin dejar ni rastro. Tal vez para siempre.
Se vistió con torpeza y lentitud, se miró al espejo, se mojó las manos bajo el grifo y se peinó, casi de cualquier manera. Ni siquiera se limpió las legañas.
En la mansión de Christine Lissette, se dedicó a preparar el óleo vendido, para cuando pasaran sus compradores a recogerlo. Lo descolgó y le dio meticulosamente con un trapo humedecido por todo el marco, dejándolo limpito y reluciente. También le pasó un plumero con suavidad por la tela. Después lo envolvió con forro protector, de ese que tiene burbujitas de aire, y finalmente lo guardó en una caja de cartón a medida. Lo dejó allí, apoyado en la pared, justo debajo de donde probablemente había pasado décadas colgado.
Mientras esperaba, se sentó en el viejo sillón balancín del comedor, desde donde podía contemplar prácticamente toda la casa. También podía ver la mayoría de los cuadros. Sin duda, todos eran preciosos, y el de la hermosa mujer, visualmente hablando, no es que fuera muy distinto a los demás. ¿Por qué sentía que era tan especial, entonces? Daniel no lo sabía, pero así era. Y ahora, después de dos largos meses, ya no podría volver a contemplarla. Eso le pesó mucho. Se había dado cuenta de que era lo único que le había hecho la existencia un poquito más agradable, dentro de sus desdichas. Pensó en decirle al anciano matrimonio que lo lamentaba, pero que había cometido un error y la pintura no estaba en venta. Pero ya era demasiado tarde para eso.
Entró solo el hombre de acento francés, la mujer le esperaba dentro del coche. No hubo un gran intercambio de palabras, únicamente le extendió un cheque y luego se marchó satisfecho, con el óleo bajo el brazo.
Daniel contempló un buen rato el papel que tenía en las manos. Mil doscientos euros, al portador. Mil doscientos euros por dos meses de frustrado trabajo, de los cuales el treinta por ciento pertenecía a su cuñado, el de la inmobiliaria. Una incómoda sensación de estupidez se apoderó de él por un momento.
Subió las escaleras, despacio. Quería ver aquel hueco vacío, donde había estado la pintura más hermosa de la historia. Decían que Christine Lissette se había vuelto loca, pero para Daniel había sido la mejor artista de todos los tiempos. Seguramente una mujer frustrada por sus muchos fracasos, igual que él. Se la imaginó en su lecho de muerte, en su último aliento de vida, lamentando que nadie le hubiera prestado atención, cuando lo único que deseaba era mostrar la singular belleza de sus obras al mundo.
Un mundo que cerró los ojos y volvió la cabeza y se perdió toda la magia.
Allí estaba. Se percibía claramente dónde había estado, por que una marca rectangular de polvo se había formado con el paso de los años a su alrededor. Pero Daniel se inquietó. Había algo más. Por paranoico que pareciera, aquella agradable sensación de bienestar aún seguía allí. Fluyendo, a través de la pared, como corrientes de agua refrescante. ¿Cómo era posible? Daniel estaba perplejo. No sabía qué hacer, ni a qué conclusión llegar. Empezó a creer que él también se estaba volviendo loco, no lograba pensar con claridad. Ven, acércate, sentía las palabras, como un susurro, atravesando el muro de ladrillo hasta el interior de su cabeza. ¿Qué era esa inquietante y poderosa atracción? ¿De dónde venía? Entonces comprendió una cosa. Aquel cuadro no era especial en absoluto. Por eso no era diferente a los demás, por que no era más que un simple cuadro. Había algo detrás de esa pared. Algo que Daniel Zaragoza no era capaz de imaginar. Lentamente, como si cada paso que daba fuera lo más complicado que había tenido que hacer en su vida, se acercó al estucado y apoyó la oreja. Y escuchó.
No era posible.
Percibió, con sorprendente convicción, que allí detrás había vida.
No había nadie en casa cuando volvió. Se había pasado el resto del día sentado en el viejo sillón de la mansión, consternado, reflexivo, impaciente. Nadie más fue a ver la exposición, lo que le resultó un alivio. Ahora sabía lo que iba a hacer. Había tenido tiempo para decidirlo, y no pensaba echarse atrás. Estaba demasiado cansado.
Todas las persianas estaban a medio bajar, y entraba una triste luz, aunque tranquilizadora, a través de las ventanas. Calma, penumbra y silencio. Eso ayudó a Daniel a relajarse, aunque el corazón seguía latiéndole deprisa.
Entró en la cocina y bebió un poco de agua. Luego se dio una ducha caliente y reconfortante y cuando hubo terminado fue a la habitación de matrimonio y se vistió de nuevo con su mejor traje. Quería despedirse con elegancia. Se peinó, se echó colonia. Una vez listo, abrió el cajón de la mesita de noche de su mujer. Registró su ropa interior, buscando aquella cajita de cartón decorada donde ella solía guardar las joyas. La encontró, y allí halló bastante más de lo que esperaba.
Junto con los collares, pendientes y pulseras, y su alianza, Marta guardaba sus secretos. Había fotografías en las que aparecía ella con otro hombre. Un hombre atractivo, supuso, alto y de sonrisa amable y mirada inteligente. Alguien que, de seguro, no era un fracasado como él. Daniel sacó unos papeles, los desdobló. Era una demanda de divorcio, a nombre de su mujer.
Ahora todo cobraba sentido.
Descubrió que no odiaba a su esposa, que no le guardaba ningún rencor. Y se sintió mucho menos culpable por lo que iba a hacer, como si de repente estuviera en paz con el mundo.
Sacó el cheque de su otro pantalón, y lo guardó junto con todo lo demás en la cajita de cartón. Salió de la habitación y recorrió el pasillo a oscuras, con el único sonido de sus pisadas como acompañante. A mitad de camino se detuvo, y encendió por un momento la luz del cuarto de su hijo. Contempló la cama, con todos esos peluches y muñecos de plástico alrededor de la almohada. El móvil de estrellas y lunas de colores, que tanto trabajo le costó fabricarle en su día, colgaba del techo meneándose con suavidad.
Una lágrima resbaló por su mejilla.
Escribió una nota y la colocó en el recibidor, bien visible. Yo siempre os quise, decía. Y debajo, Daniel. Cogió su caja de herramientas y regresó a la mansión de Christine Lissette, lamentándose de que las cosas no hubieran sido de otra manera.
Nada más subir las escaleras que llevaban al piso superior de la enorme y destartalada vivienda, Daniel volvió a sentir aquello, allí donde había estado el cuadro de la hermosa dama de azules vestiduras.
Acércate, vamos, acércate, repetía la voz en su cabeza.
–Por supuesto –respondió él.
Daniel Zaragoza abrió su caja de herramientas y sacó un martillo y un cincel. Pasó la hora siguiente picando sin descanso, abriendo una brecha en la pared, cada vez más grande, más profunda, más amplia. Y conforme lo hacía apreciaba que aumentaban la belleza, la dulzura y otras irresistibles sensaciones procedentes del otro lado, junto con un curioso olor a miel y a menta.
Echó un vistazo por el hueco, y lo que descubrió fue lo más maravilloso que ningún ser humano haya tenido el placer de conocer jamás. Un mundo paradisíaco, repleto de vida y de Todas las Cosas que llenan de Satisfacción Verdadera. Había seres que nunca había visto, seres que sólo creía existentes en los cuentos y que, como todos, tenía por imposibles. Una hermosa mujer, de largo pelo rizado y de oro sobre los hombros, con unas largas y delicadas ropas de terciopelo azul, recogía agua con un cántaro a lo lejos, en un riachuelo de corrientes limpias y cristalinas, y unas diminutas mujeres aladas la rodeaban, flotando en el aire, mientras entonaban hermosas canciones. Hadas, pensó Daniel.
Christine Lissette no se había vuelto loca antes de morir. Pero la gente no suele comprender aquello que desconoce. Más bien suele temerlo.
Él había sentido toda aquella paz y tranquilidad a través del muro durante dos meses. Ahora conocía el porqué. Por eso agarró con fuerza el cincel y el martillo y agrandó la brecha todo lo que pudo, hasta que ya no pudo más y estaba exhausto y cansado, y comprobó que era suficiente como para deslizar el cuerpo a través de ella.
De manera que Daniel atravesó la pared y abandonó, tal vez para siempre, un mundo en el que nunca encajó.

Ittai Manero, 18 de septiembre de 2006
Ittai12 de mayo de 2009

9 Comentarios

  • Nemo

    Muy buen relato!... Una vez una amiga me dijo que estar?a bien poder ser autista a voluntad e introducirse, a intervalos, en un mundo aparte muy personal.
    A veces es necesario.
    Me ha gustado mucho el desarrollo y la forma.
    Saludos muchos!

    12/05/09 01:05

  • Ittai

    Gracias Nemo, eres un valiente cogiendo estos textos m?os tan largos y leyendotelos como si nada xD
    Yo aun tengo pendiente tu relato "Algo que llega a gustarte"... Llevo todo el d?a queriendo ponerme a ello y por una cosa y por otra, al final... Bueno, he querido hacer tantas cosas... que ya sabes lo que dicen, el que mucho abarca poco aprieta.
    Pero que conste que lo tengo muy en mente! En breve, en breve!
    Cuidate, compa?ero!

    12/05/09 01:05

  • Leonora

    Un excelente relato,muy entretenido.
    un saludo

    12/05/09 10:05

  • Ittai

    Muchas gracias, Leonora.
    Un saludo :-)

    12/05/09 11:05

  • Danae

    Un relato lleno de esa m?gica b?squeda de la felicidad, que acaba sorprendentemente con hallarse en un mundo paralelo sin rencores ni recelos, con toda naturalidad ... Excelente, Ittai, me ha encandilado la varita m?gica de este cuento de hadas para adultos pleno del inconformismo personal que lleva al personaje a buscar lo imposible y hacerlo realidad ... Un gran abrazo!

    16/05/09 08:05

  • Ittai

    Gracias, Danae, me complace que te haya gustado este relato. A veces, cuando una persona no es feliz, no se da cuenta de que ella misma tiene el poder de abrirse camino hacia su propia felicidad; solo es cuesti?n de agarrar el martillo y el cincel y hacer un agujero en el lugar indicado.
    Un abrazo, Danae, y mil gracias :-)

    16/05/09 11:05

  • Abril

    Y donde se consiguen esas herramientas?espero no sean muy costosas y no haya que pagar un precio muy alto.

    18/05/09 03:05

  • Ittai

    Pues no s?, prueba en alguna ferreter?a ~_~ Aunque aseg?rate que sea una ferreter?a de ficci?n, porque espero que no est?s planeando ponerte a abrir agujeros en las paredes de tu casa lol
    Un saludo.

    18/05/09 08:05

  • Stochastic

    La verdad es que este texto ha sido una agradable sorpresa, me ha gustado mucho.
    Una mezcla genial de lo cotidiano y... las hadas, lol.
    Cuando tenga tiempo seguir? leyendo m?s cosas.
    Un saludo!

    20/05/09 05:05

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